La izquierda latinoamericana: de la utopía desarmada a la desatada corrupción


Hace ya casi 30 años que Jorge Castañeda, político y escritor mexicano, publicaba un best seller que, al igual que el fin de la historia de Fukuyama, tuvo un impacto notable en aquellos tiempos en que muchos países latinoamericanos, habían recuperado recién sus regímenes democráticos luego de décadas de padecer cruentas y bárbaras dictaduras y una parte de su izquierda se volvía institucional luego de décadas de fracasados intentos guerrilleros.
El libro, La utopía desarmada, escrito a comienzos de los noventa, relataba el estado de la izquierda latinoamericana que, ayer, sucumbió a la utopía armada que encabezaron los barbudos de Fidel, y que hoy, además de su derrota estratégica, con los socialismos reales desapareciendo parecía ya no tener razón de ser en un mundo unipolar que iba a paso rápido a la globalización.
El texto, muy criticado por la izquierda más ortodoxa hacía un repaso de los fracasos – a veces jocosos como el destino final del dinero de los montoneros, otros más dramáticos como casi su exterminio brutal –  de los distintos partidos y movimientos que reconocían su domicilio en la izquierda. Sin embargo, el texto postulaba una segunda lectura del mismo: la reinvención de la izquierda (luego de años de fracasos) en el sistema democrático y su importancia en el continente a lo largo del siglo xx.
La izquierda “había bajado del monte”, desarmándose literalmente, abandonando la alternativa militarista y optado por revalorizar el régimen democrático y la representación. En ese proceso una facción del socialismo chileno (la que encabezó originalmente Carlos Altamirano) desempeño un rol notable para encontrar una alternativa – el cambio de eje de su política de alianzas hacia el centro – que permitiese poner fin a la dictadura.
Nicaragua, El Salvador, la reconversión de los montoneros argentinos y de los tupamaros uruguayos, el PS chileno, y el surgimiento de una alternativa electoral en Brasil que encabezaba un pequeño obrero metalúrgico con un par de dedos menos en una de sus manos, ponía de nuevo a la izquierda en el centro del debate.
El libro, curiosamente colocaba como ejemplo de la reconversión exitosa de una parte de esa izquierda, el caso del flamante ministro de economía del gobierno de Aylwin, el ex mirista Carlos Ominami.
La casualidad del destino hizo que, nuevamente el mismo Ominami, 30 años después, retome notoriedad, aunque esta vez de manera menos convencional, al encabezar el esfuerzo de varios dirigentes de ese sector, por reunir firmas a través de una carta de apoyo para que, nuevamente, Lula Da Silva, condenado a dos años de prisión por corrupción masiva y lavado de dinero en ese país, pueda ser candidato presidencial.
Curiosamente, la izquierda que Castañeda destacaba y relataba en su libro es la que acaba de hundirse no solo políticamente, sino también moralmente: Nicaragua, Venezuela, Brasil, Perú, Argentina, y también Chile son notables ejemplos de cómo la nueva utopía democrática acabo mal. No solo eso, sino, además, cuando uno lee y escucha a muchos de estos personajes pareciera que viviesen en un mundo paralelo que no tiene correlato con el sentido común.
El debate post dictadura: ¿cuál sería el rol de la izquierda en democracia?
A comienzos de la transición y con parte de la izquierda en el gobierno como una especie de garantes de la estabilidad democrática, se puso en discusión su papel en el nuevo escenario político en el contexto de un modelo de economía capitalista a la que en el pasado se había despreciado, tanto como al mismo régimen democrático (“democracia burguesa”).
Así actores significativos de este mundo pensaron y diseñaron, para una izquierda en el gobierno, un rol como articulador del mundo público-privado que fuese capaz de generar oportunidades y alianzas con inversores interesados en Chile, y que rompiera con el pasado estatista de la misma.
Así en los distintos países la izquierda sorprendió con su capacidad para abrir oportunidades de negocios e inversión, vía concesiones, licitaciones y alianzas público-privadas echando por tierra cualquier prejuicio ideológico.
El detalle es que ese papel requería una izquierda austera, proba, éticamente intachable como lo había sido en general, en el pasado. Y nadie se preparó para ello, menos aun cuando la calidad del personal estatal fue decayendo en paralelo a como se consolidaba la democracia como sistema político.
Y así resultó muy fácil para no pocos protagonistas cruzar la frontera: todos nos acordamos del ministro Carlos Cruz y ni hablar de Enrique Correa.  No son pocos los que ocupando puestos en el Estado se confundieron con los privados y allí se inició la crisis. La izquierda, como en aquel proverbio bíblico, terminó abrazando y alabando – el neoliberalismo – que antes había combatido.
Eso hizo posible que la izquierda latinoamericana fuese perdiendo prestigio y prestancia hasta llegar a los escandalosos casos lo del PT en Brasil, lo del Kirchnerismo en Argentina y la versión chilena: Caval y SQM. Sumado a ellos algunos rasgos nepóticos que se fueron consolidando con algunos de sus representantes como los que hemos visto en Nicaragua o regímenes militaristas como el de Maduro en Venezuela que también, dice, tener su domicilio en la izquierda.
La izquierda que aplaudió Castañeda en su libro de comienzos de los 90’ hoy está hundida y sumida en el desprestigio. La utopía democrática que abrazó desde mediados de los 80’ también se ha desarmado y asistimos en el continente a la proliferación de gobiernos de derecha que han llegado donde están más por los errores e inconsecuencias de la izquierda que por méritos propios. También la democracia ha continuado con su proceso de deslegitimación debido a que los actores que debían velar por los intereses de la ciudadanía terminaron siendo cooptados – por dinero o cargos – por el mundo privado y no se mejoró definitivamente la calidad de nuestras democracias. SQM, ha sido un claro ejemplo de cómo funcionaba el modelo que cooptó y compró transversalmente a los actores políticos.
La izquierda latinoamericana es hoy casi un páramo. Sin horizonte, ni relato, ni menos utopía.      
López Obrador, la nueva esperanza
Es ese contexto deplorable el que explica el fascinante interés que representó, para este derruido mundo, el resultado de la elección mexicana reciente.
La victoria de López Obrador – no es antojadizo que el nombre de su movimiento se llamé Regeneración Nacional – es leída como una esperanza continental. Una victoria desde la izquierda y con un discurso afín que ha puesto énfasis en el fin de las corruptelas y que ha subrayado la necesaria “honestidad y austeridad republicana”, y que ha acompañado fielmente el conjunto de las movilizaciones que fueron el caldo de cultivo en que se alojó el malestar creciente de la sociedad civil contra los actores políticos tradicionales y que AMLO – sigla que resume el nombre de Andrés Manuel López Obrador – supo recoger en su programa de gobierno con una agenda bastante progresista y social.
La variopinta coalición de gobierno, MORENA, que ha dado una tremenda sorpresa electoral acabando de paso con el bipartidismo del PRI y del PAN incluye desde sectores evangélicos hasta grupos más ortodoxos de la izquierda tradicional, así como nuevas militancias sociales que tendrá que consolidarse en el tiempo y que ha sido capaz de incorporar nuevos protagonistas a la política y que ofrece medidas de profundo sentido popular que serán financiadas con una reducción del presupuesto fiscal en algunos ítems como “la prometida baja de salarios a los altos funcionarios; una medida que genera amplia simpatía por la extensión de la pobreza y la realidad de los salarios, los más bajos de la región”.
De allí, también, el enorme interés que ha ido adquiriendo el proceso mexicano para los observadores de este espectro político en particular en un país que requiere profundas reformas estructurales y que, veremos si el nuevo gobierno, está dispuesto a realizarlas como lo prometió en su campaña.
Epílogo: ¿hay futuro para la izquierda latinoamericana?
Todo ello en medio de un páramo latinoamericano de un sector político donde lo más frecuente que sabemos de ella son las noticias  del nepotismo de Ortega en Nicaragua; del drama venezolano que cada día aparta a más nacionales de su patria; del intento de Lula por zafar de su condena siendo presidente; de cómo en Chile en ministerio público se ha encargado de demostrarnos que hay una justicia para nosotros y otra para los poderosos a la luz de Caval y SQM;  o en Argentina de la cleptomanía kirchnerista que no tiene límites.
El caso mexicano, y la gracia de AMLO, también tiene que ver con mantener la coherencia en el discurso no renunciando nunca a las ideas propias. Como lo decía en sus lecciones el viejo Perry Anderson “no transigir en nuestras ideas, no aceptar ninguna dilución de nuestros principios. Las teorías neoliberales fueron extremas y marcadas por su falta de moderación, una iconoclastia chocante para los bienpensantes de su tiempo. Pero a pesar de esto, no perdieron eficacia. Fue precisamente su radicalismo, la dureza intelectual de su agenda, lo que les aseguró una vida tan vigorosa y una influencia tan abrumadora. El neoliberalismo no puede ser confundido con un pensamiento débil, para usar un término de moda he inventado por algunas corrientes posmodernistas con el objeto de avalar teorías eclécticas y flexibles”.
Y en eso la izquierda que alabó Castañeda y que concluyó por hundirse en medio del nepotismo y la corrupción, fue zigzagueante: una cosa era prometer cuando no se estaba en el gobierno y otra muy distinta cuando se era oposición. O su póstuma conversión al neoliberalismo de varios de sus protagonistas. Lo anterior, más la corrupción casi masiva de sus principales protagonistas, terminó, también, por desarmarla y hundir a varias de nuestras democracias.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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