La distopía de los tiempos mejores


Durante la presentación de los nuevos trenes para las líneas 2 y 5 del metro de Santiago, el presidente Sebastián Piñera Echeñique nuevamente hizo gala de su interpretación más honesta: la del empresario que menosprecia a la clase trabajadora, ninguneando a un chofer del Metro al decirle que “ahora, el conductor hace bastante poco”. Como siempre, el público presente le celebró la gracia, riéndose nerviosamente en la cara de su colega; en un acto de traición infame, pero fiel al guion que se acostumbra a seguir. Afortunadamente, con la paciencia de quien le habla a un niño insolente, el trabajador replicó que “[el conductor] hace bastante en realidad (…) tiene que manipular lo que son las puertas, (…) la marcha (…), hablarle a los pasajeros”. No obstante, siempre fiel a su rol de empresario top, el presidente replicó “ya, eso para usted es mucho. Para mí es poco. Es una estafa”. Curiosa selección de palabras, considerando que vienen de la boca de una autoridad cuestionada desde 1982 a la fecha en los casos del Banco de Talca, Chispas, la colusión de Lan Cargo, Piñeragate (o escuchas telefónicas), las coimas en LAN Argentina, Milicogate, las sociedades en Panamá, Exalmar, entre varios otros.
La violencia explícita con la que el presidente de la República se refiere a un trabajador en su lugar de trabajo haría saltar todas las alarmas en un contexto más cívico, menos idiotizado que el chileno. Ya lo advertía el astrónomo José María Maza, este es no es un país subdesarrollado, sino uno que felizmente se revuelca en el barro de la subnormalidad, debido a nuestra escasa capacidad crítica, y habilidad sobrehumana para no cuestionar el injusto guion nacional (o estatu quo). Las risas del video representan a los trabajadores que mendigan asados a empresarios y celebran las “piñericosas” con sonrisas forzadas y vacías, mientras a fin de mes el salario no les alcanza para el arriendo ni la educación de sus hijos. Son estos mismos trabajadores quienes votaron a Piñera Echeñique como presidente, tragándose el SOMA (u hongo alucinógeno, si se prefiere) de los “tiempos mejores”, lo que hasta el momento sólo ha implicado una pesada resaca de desastres mediáticos y despidos de ministros debido a sus heterodoxas propuestas (recordemos los bingos propuestos por el ex ministro de educación; y el negacionismo del ex ministro de cultura).

Todo lo anterior es extremadamente preocupante, debido a la involución valórica y moral que promueven con tanto ahínco los circos nacionalistas gobernando Chile y el mundo. En este sentido, la filósofa feminista Judith Butler (Marcos de Guerra, 2010) resalta el peligro de aceptar un orden de cosas, donde hay vidas que merecen ser vividas y otras que no: “desde el poder se construye una norma de lo que se considera humano y esta distinción tiene unas implicaciones muy concretas a la hora de explicar cuándo sentimos horror, escándalo, culpabilidad o indiferencia”. Estas palabras presentan una explicación a los dichos de lo mejor de nuestra elite político empresarial criolla, con representantes ejemplares como Mauricio Rojas, Gerardo Varela y el mismo Sebastián Piñera Echeñique, líder y protagonista constante de las frases más llamativas de ese conglomerado.
Así, siguiendo una preocupante tendencia global, el Chile de hoy se parece cada vez más a una adaptación teatral añeja y cansina de las distopías de Orwell (en 1984) y Huxley (en Un Mundo Feliz): una que se desenvuelve en un escenario de libre mercado, donde sus personajes circulan incansablemente tras búsqueda del placer continuo a través del consumo conspicuo y vacío. En esta obra, el estado chileno es un director fuerte, pero que sólo recrimina, controla y castiga a los extras más empobrecidos, aquellos que ni siquiera tienen líneas que decir y sólo existen para aplaudir y berrear (o retwittear) a los pocos protagonistas. Por otra parte, el estado director se desvive en elogios para los actores principales: aquellas divas y divos poderosos, que concentran la mayoría de las líneas de un guion escrito en plena guerra fría, repitiéndolas sin gracia ni talento en discursos monótonos, mojigatos y alarmistas.
Esta bizarra obra también se inspira en otros textos distópicos, sobre todo cuando los más puritanos toman ideas (quizás sin saberlo) del “Cuento de la Criada” de Margaret Atwood, para sabotear cualquier discusión sobre mejoras en los derechos de la mujer en relación con su cuerpo y su seguridad. Felizmente, estos inquisidores y autodenominados “provida” parecen no haber terminado el libro, de lo contrario quizás propondrían poner a las mujeres en granjas, utilizándolas como fábricas de niños. No es mi intención darles ideas, pero no me extrañaría que alguno de estos personajes planteara estas medidas para combatir el envejecimiento poblacional, la incómoda tercera ola feminista y el potencial feticidio en masa. Asimismo, la obra roba escenas del “Ensayo sobre la Ceguera” de Saramago, sobre todo aquellas donde los chilenos dan vueltas por días con vendas en sus ojos, sólo enfocados en la supervivencia, mientras aquellos que se niegan a hacer ese ridículo son tildados de “extremistas, populistas, anarquistas” o cualquier ista aprobado como el insulto de moda.
A veces la obra tiene algo de comedia, cuando los gobernantes y opinólogos de matinales improvisan, utilizando palabras esdrújulas y eufemismos que realmente no logran comprender. Es cuando se ponen creativos, que el público les pasa la cuenta, puesto que la borrachera de las luces les hace ser más sinceros de lo que el guion les permitiría. Algunos ejemplos notables son los diálogos con fantasmas de Pablo Longueira, y el regalo de una piedra de la mina San José por parte del presidente Piñera a la Reina de Inglaterra, ocurridos durante la función anterior. Hoy, sin embargo, el público hastiado pide la expulsión de estos cómicos que no saben improvisar, con chistes que nunca tuvieron gracia, sino más bien son trágicos ejemplos de su alejamiento de la ciudadanía.
No obstante, es notable el esfuerzo del estado chileno por continuar tratando de hacer pasar como exitosa esa obra en el extranjero, orgullosamente titulada “el jaguar de Latinoamérica”. Esto, a pesar de que hace décadas la crítica internacional la sacó de su lista de éxitos. Seguramente, y de estar vivo, Aldous Huxley propondría llamarla “la distopía de los tiempos mejores o un ejemplo de dictadura perfecta”. Lo segundo, puesto que Huxley planteaba (en 1932) que: “Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud, en el que, gracias al consumo y el entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre”. Cualquier similitud con el caso chileno (y otros similares) no es mera coincidencia.
Ante este panorama, surgen urgentes interrogantes sobre qué hacer respecto para cambiar el criticado guion: ¿qué hacer cuando el estado desprecia a los trabajadores y precariza a sus mismos empleados públicos? ¿qué hacer cuando se prioriza a los fetos por sobre la vida de las mujeres, o de los niños pobres que ya nacieron? ¿qué hacer ante un gobierno que ha dado muestras del clasismo más extremo, de negacionismo, de autoridades que no dan el ancho? ¿qué hacer cuando los mapuches aún son víctimas de la violencia y los trabajadores chilenos de la miseria de un sueldo mínimo, sólo suficiente para sobrevivir ahogados en deudas? Es decir, ¿Cuándo apagaremos las luces y cambiaremos el elenco de esta mala comedia?
Quizás la respuesta está en salirse del libreto, como la intervención del trabajador del metro, las protestas con pechos al aire del movimiento feminista, la negociación colectiva y paros de los mineros, las nuevas tomas de terreno que aparecen cada día. Quizás debiéramos abandonar el teatro, no rendirnos ante la mala programación, y pedir la devolución de nuestras entradas con intereses. Deberíamos exigir el cambio de cartelera, a una obra que valore el trabajo, la valentía, empatía y sonoridad de los y las miles que se reúnen en avenidas y museos para recordar y mostrar su descontento. Quizás también podríamos cambiar la trama, reconociendo que, tal vez, la estabilidad macroeconómica prometida por cada gobierno no sea tan espectacular como la inestabilidad para producir cambios propuesta por las marchas, los campamentos, los trabajadores que responden al patrón. Quizás la falsa felicidad del modelo chileno no tiene grandeza, sino es sólo la repetición de una película cuyo final ya conocemos y que no nos beneficia. Quizás no sea necesario doparnos con comerciales vacíos de tiempos mejores, o contentarnos con trabajos de extra, sino transformarnos en protagonistas mediante la construcción de un libreto nuevo, uno que realmente busque la utopía para todas y todos. Recuperar el papel de la ciudadanía, ese viejo argumento, ha llegado a ser hoy algo revolucionario, y no es tarea fácil en una sociedad individualista que nos ha acostumbrado al autismo político. Sin embargo, algo es claro:  las utopías no caen del cielo ni crecen en los árboles, mucho menos se gestan por la mano de estados alejados de sus ciudadanos. Las utopías se escriben y construyen con todas las manos, sobre los libretos derrotados de distopías alguna vez pensadas invencibles.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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