Libro “Pablo y Matilde en la Patria del Racimo”: tradición, ruptura, transferencia


Hace ya décadas que se crean sujetos para los que el mundo empieza con su nacimiento, son aquellos para quienes creen que pueden transitar libremente por cualquier latitud ignorándolo todo; se trata de los ignorantes profundos, quienes, favorecidos por las actuales circunstancias —en el que la ignorancia está sobrevalorada, mentir ha dejado de ser deplorable y la posverdad [ese intento de manipulación de la realidad] exige crédulos voluntarios— ingresan a la palestra pública con una actitud fundacional consistente en desplazar a la élite que se impone y ser la élite que se propone, transcribir los conflictos sociales.
Es la democracia de gabinete y el postureo de nuevos señoritos que buscan censurar y expurgar el rompecabezas teórico que el pasado subvirtió, provocó e interrogó a través de la literatura.
Tirano fallido y hamletismo
Una vez instalados los militares en las distintas esferas de la sociedad chilena, el fresco social experimentó innumerables convulsiones, interrupciones y serios daños [irreparables] en la genética política; fueron los largos años de plomo que algunos han denominado oscurantismo.
La naturaleza conflictiva de esta reflexión no posibilita hacerse cargo de tal aseveración ideo[i]lógica.                
En tal orden multipolar, suponía el schéma corporel[2] que la tradición literaria recuperaría su orden natural. Escritores como Mario Ferrero, Francisco Coloane y Enrique Lihn, entre los más reconocidos, y Eduardo Llanos, Diego Muñoz Valenzuela o Raúl Zurita, entre los emergentes, junto a artistas visuales, dramaturgos, fotógrafos y pobladores de vecindades castigadas por la represión, el hambre y la cesantía participaron de largas jornadas de discusión en que se diagramaba —imaginaba, si se quiere— la reconstrucción intelectual de Chile; no consistían en discusiones académicas sino más bien en aceptar entender que la historia es la política pasada y la política es la historia presente.  De ello dan cuenta, entre muchos, el Primer Congreso de Escritores Jóvenes en la Sociedad de Escritores de Chile, el Congreso de Artistas y Trabajadores del Arte y la Cultura, en la comuna de Padre Hurtado.[3]
Por cierto, nada de las predicciones y vaticinios se hizo realidad material, y las explicaciones para tal trampantojo ideológico —cuando las hay— se han presentado como excusas más o menos universales, y por lo tanto impersonales. Existían coincidencias respecto de que uno de los aspectos destacados y definitorios de la tradición literaria chilena es el atrevimiento para romper las barreras establecidas, los escritores urden libros inimaginables, traspasan límites [hasta la fecha] inalcanzables, desafían las ortodoxias y confieren a la lectura un protagonismo que había tenido hasta entonces.
Portada del libro en versión italiana
Oxímoron post scriptum
Transcurridas casi cinco décadas desde aquellos acontecimientos culturales, se ha reconstruido un campo historiográfico con expresas lógicas de funcionamiento que regulan —y dominan— la producción, circulación de conocimientos e interrelación de sus miembros, los ignorantes testigos de la cultura militante desconocen a la democracia como sinónimo de mediocracia y ya se ve que los «lectores» pueden atravesar tranquilamente los pasillos de la cultura ignorándolo todo; ello es posible mayormente gracias al avance de la tecnología, cuyo uso ha permitido que se llevaran a cabo otros grandes proyectos de lectura literaria, aquella que no existe pero que ha posibilitado la natural emergencia de escritores reciclados que hacen referencia a la topografía específica de la virtualidad.
Si hay algo bueno en lo brevemente enunciado en los restos de Chile es que los naturales de la estridencia inmediatista y banal, la autocomplacencia y el desconocimiento simulado se han quitado los disfraces.
Desde mi punto de vista, esto equivale a negar los paradigmas[4] literarios de Chile —y el ideal de la literatura, según el cual las herramientas de la razón constituyen el mejor instrumento para conocer la realidad; baste para ello revisar la obra de Enrique Lihn o de José Donoso.
La literatura es sobre todo un método, que no niega que tengamos opiniones personales, sino que nos pide que las fundemos en los hechos y las defendamos con argumentos. En el fondo, la depredación cultural nos conduce a una época premoderna en la que las supersticiones [Las supersticiones son creencias personales individuales o colectivas, no basadas en hechos ni en datos, sino en creencias imposibles de contrastar] tienen más fuerza que la razón; las creencias importan más que la realidad.
No obstante, si bien toda necedad y toda superstición tiene hoy eco y prosperan, también existe la literatura, aquella que se lee, en el sentido estricto, institucional del término.
Invención y verdad
Diálogos interrumpidos, insultos, caos, textos perdidos, chismes, confesiones, desnudeces, folletines, industrialización y murmullos anárquicos condensan la dialéctica constructiva-destructiva que amenaza toda la obra literaria del poeta nacido en Parral y galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1971.
Para quien quisiere acercarle su mirada a Pablo Neruda, a la novela o al propio autor —José Goñi— y su ópera prima, afantasmado ante tanto universo nerudiano circulando por el imaginario bibliográfico, le será grato, sorprendente hallarse ante Pablo y Matilde en la Patria del Racimo, en que el gusto literario preconcebido al ningún esfuerzo dotan al lector de reveladoras anécdotas del poeta-militante que se escabulle de las fauces de agentes del Estado, bajo la administración de González Videla, en la medianía de los años cuarenta e inicios de los cincuenta.
Con distintas gradaciones José Goñi impone su ritmo, su fascinante trazado para sintonizar con el espectador, con el lector en ciertos episodios huelga decir, novelados, de Neruda, de su tórrido romance con Matilde en un contexto político adverso para quien fuere luego el segundo Premio Nobel de Chile.
Demoledoras contradicciones expresan la mudez de quienes detentan el poder político, los silencios contundentes en las propias filas de los agentes del Estado destinados a perseguir al vate, oposiciones polares entre la Unión Soviética y Estados Unidos sumada la mirada retrospectiva de la época de algunos de sus principales actores son el itinerario con el que Goñi recobra el sentido original del género novelesco, no sólo para ir más allá de los límites narrativos, sino para tensar y forzar a punto de convertir en algo nuevo la vida de Pablo Neruda y Matilde Urrutia, escenificada en la península itálica.
Se trata de una obra con ritmo, escrita en lenguaje sencillo —no se le endosa al lector la responsabilidad de descifrar claves— y las informaciones accesorias, que demandan —acaso— cierto conocimiento específico, se resuelven en las Notas, una vez trancurrida la lectura de Pablo y Matilde en la Patria del Racimo.
*****
Así escribe.
[Capítulo I]
—Su Excelencia, hemos recibido un cable de la Embajada de Chile en París en el que nos informa que el prófugo Pablo Neruda estaría en esa ciudad, que habría llegado hace unos días y que ayer hizo una aparición pública en un congreso de intelectuales comunistas. El informe dice que quien recibió al poeta y lo protege es un tal Pablo Picasso —dijo el jefe de la Policía de Investigaciones, muy afligido y con una voz que se le desvanecía a medida que explicaba el contenido del mensaje recibido. En ningún instante se atrevió a mirar de modo   directo a los ojos cara a la autoridad. Sabía la respuesta que le esperaba. Ya conocía las reacciones del Presidente: las había sufrido tantas otras veces.
            —¡¿Qué?! ¿Me vas a decir que se te ha escapado al extranjero? ­­—le gritó el presidente Gabriel González Videla con el rostro rojo de ira, mientras golpeaba con fuerza y en forma reiterada con el tacón de su zapato derecho en el grueso piso de madera del Salón Azul de La Moneda—.  ¡Eso que dices no es verdad! ¿Tú también estás creyendo las mentiras de la propaganda comunista? ¡Tienes que desmentirlo de inmediato! ¡Irás a la prensa y negarás todo! ¡No te das cuenta, inútil, de que ese es un impostor que los rusos han puesto allí!
El jefe policial, aplastado en su orgullo, solo atinó a mirar las lágrimas de vidrio que picoteaban el techo y escapaban de la vetusta lámpara del salón.
Su Excelencia dio media vuelta y caminó impetuosamente hacia la misma puerta por la cual había ingresado, con esos gestos suyos tan propios al momento de experimentar una nueva decepción y enojo.
Desde la puerta, cada vez más molesto y como si se le hubiera olvidado lo más importante, le gritó, mientras gesticulaba con su mano derecha y le indicaba que saliera del lugar, sin darle tiempo a responder:
—¡Ya, ya, ya, te fuiste!
            El policía se quedó allí mismo, como suspendido en el aire, sin aliento ni capacidad de movimiento, sabiendo que lo que él le había dicho era lo cierto y que el Presidente estaba equivocado. Sin embargo, Su Excelencia no quería aceptar lo que ya era evidente. Neruda se les había escapado de nuevo y los había hecho caer en el ridículo más grande: a la policía, al gobierno y al propio Primer Mandatario de la República.
Después de estar allí un largo rato, o quizá solo unos segundos, que a él le parecieron eternos, entendió que ya no tenía nada que hacer ahí y se retiró del lugar.
Su cabeza fija como un monolito y metida profundamente entre los hombros, le daba vueltas por dentro de manera vertiginosa. Bajó y subió escaleras sin saber a qué atinar. Se cruzó con un par de detectives de la seguridad presidencial que, por la obesidad que mostraban, apenas podían caminar. El director policial movió la cabeza molesto y se dijo: “¡Viven comiendo gratis en los restaurantes!  ¡Con esas panzas, adónde podemos llegar!”, y volviendo de inmediato a sus cavilaciones siguió diciéndose a sí mismo:
“El Presidente nos ordena que sigamos buscando al prófugo. Yo no sé quién le ha metido en la cabeza eso de ´un agente ruso´. Debe ser el ministro del Interior, el almirante Holger, a lo mejor con la esperanza de que no pase más rabias. Pero, ¡si salió en todos los diarios de París!  Entonces, ¿qué hacer? Tendré que seguir sosteniendo lo insostenible. ¿Alguien me va a creer en este país? Seguramente cada vez menos gente lo hará, hasta que la verdad sea tan evidente que ya no merezca siquiera mencionarla”.
El alto jefe policial salió del Palacio, y caminó por la calle Moneda hacia Ahumada y luego hasta la Plaza de Armas, donde se encontraría con algunos de sus colegas. Allí, en el Chez Henry —un tradicional restaurante de parroquianos e intelectuales—los esperaría el dueño en persona, con un buen plato de tallarines y unos botellones de vino tinto, debajo del cuadro pintado por Mundo, que mostraba la famosa carrera en el Club Hípico, y en la que él, siendo un subcomisario y colega del vapuleado director nacional de la policía, logró un buen “dato” de sus contactos en el mundo hípico que el mismo jefe policial le había proporcionado. Ese golpe de suerte, o mejor dicho, ese buen dato lo había llenado de dinero, cambiándole por completo la vida y transformándolo en un exitoso empresario culinario. Obviamente, dejó el servicio y guardaba un eterno agradecimiento hacia su amigo y lo invitaba a almorzar todos los días que él deseara.
Apenas el director de la policía llegó a la Plaza de Armas se le acercaron de inmediato sus colaboradores, que lo esperaban con ansiedad en uno de los escaños mientras un par de ellos se lustraban los zapatos y otros dos alimentaban palomas…  De solo mirarle su actitud y sus gestos, entendieron de inmediato la situación en que se encontraba.
–El señor Presidente no quiere aceptar la realidad ni saber lo que de verdad ocurre y, por lo tanto, tendremos que seguir en la misma línea. Me temo que esta será la vieja y manoseada política del avestruz: esconder la cabeza en un hoyo y hacer como si nada ocurriera —les dijo, apesadumbrado.
            —¿Qué haremos, entonces, jefe? —interrogó uno de sus colaboradores.
—Dile al encargado de prensa, al Chepe Venegas, que emita un comunicado que diga lo siguiente —respondió y le dictó. Anota—: “En el día de hoy hemos tomado conocimiento de una información proveniente de París, Francia, en que se señala que el fugitivo ex senador comunista Pablo Neruda se encontraría en esa ciudad y que estaría asistiendo a un congreso en pro de la paz mundial, una de las tantas instituciones de fachada del comunismo internacional. Estamos en condiciones de declarar que el sujeto mencionado se encuentra en el país y que la policía de Chile está a pasos de capturarle para ponerlo a disposición de la justicia, la que lo deberá procesar según las leyes de Defensa de la Democracia que nuestro Congreso ha aprobado y el señor Presidente de la República ha promulgado de acuerdo a nuestro sistema institucional”. ¡Ah! Y que agregue que en París se ha mostrado un doble del prófugo Neruda, que este no ha salido del país—, añadió, sin ninguna convicción.
Los policías quedaron estupefactos y se miraron entre sí, mientras uno de ellos terminaba de tomar nota de los contenidos de la declaración que el encargado de prensa de la institución debería emitir esa tarde. Todos sabían que aquello que había dictado el jefe policial no era cierto y que el poeta y senador se les había escapado. Seguir negándolo era continuar en un juego que nada les aportaba y que solo los desprestigiaba aún más. Lo mejor sería que se abocaran a investigar y descubrir cómo se había fugado del país, por dónde había salido, qué documentos había utilizado y que, a lo mejor, seguiría usando; quiénes le habían protegido, y si tenían infiltración en sus filas policiales que hubieran facilitado la huida del prófugo. El jefe policial pensaba que se deberían concentrar en crear una estrategia para establecer una red eficiente para perseguirlo con éxito en el extranjero.
Pero, ¿quién desafiaría al Primer Mandatario? ¿Quién podría hacerlo entender la situación real que vivían? Al menos él no lo haría, no se atrevía y no conocía de alguien en los círculos de gobierno que tuviera el coraje, tal vez suicida, de hacerlo.  
            Interrumpiendo sus cavilaciones, el director de la policía, haciendo un gesto afectuoso a sus subalternos, les dijo:
—Vamos a consolarnos con un buen almuerzo al Chez Henry. Mi amigo nos espera, como de costumbre —y se encaminó hacia el restaurante seguido de sus subalternos.
Ese mismo día en la tarde, los medios de prensa recibieron la declaración de la policía, mientras todos los cables llegados de las agencias de noticias desde París hablaban de que Pablo Neruda estaba en la capital de Francia y había sido recibido como un héroe por el pintor Pablo Picasso en ese congreso de partidarios de la paz.
            —Todo esto es grotesco —le dijo leyendo el texto entregado por la policía un periodista del conservador El Diario Ilustrado al jefe de policía que, a pesar de sus opiniones políticas de derecha, comprendía la realidad de la fuga—. ¿Por qué no reconocen lo evidente?
            El jefe policial, que era un amigo personal del periodista, le señaló:
            —Sabes que no podemos decir otra cosa mientras el señor Presidente no nos autorice a reconocer la situación. Pero tú sí lo puedes decir en tu periódico.
Y lo miró con una profunda aflicción, ante lo cual solo confirmó lo que casi todo el país comentaba. Algunos, los menos, se mostraban muy apesadumbrados por la huida del poeta. Los más no podían ocultar su felicidad. “Pablo Neruda está a salvo en Europa”, era el comentario generalizado en las fábricas, universidades, hogares, calles y plazas.
A pesar de eso, la prensa tituló la noticia el día siguiente:
“Policía desmiente huida de Neruda a Francia”
“Neruda sigue en el país y será detenido
dentro de poco”
Y:
“El Neruda que muestran en París es un doble:
otra mentira comunista”
[1] José Goñi es economista, académico, investigador, consultor, dirigente político y ha sido embajador de Chile en Suecia, Italia y Estados Unidos.
[2] La verdad sobre los procesos inconscientes hace que el libro pueda contener más sabiduría que la que tiene el autor, una sabiduría que proviene en parte del propio cuerpo y que va ascendiendo desde un lugar motor, no verbal y rítmico, radicado en el yo.
[3] Ambos congresos, realizados bajo fuertes condiciones de represión, datan de inicios de la década de los ochenta.
[4] Paradigma designa lo que los miembros de cierta comunidad posee en común, es decir, el conjunto de las técnicas, los modelos y los valores a los que los miembros de la comunidad adhieren más o menos conscientemente; otrosí: es un elemento singular de este conjunto que, sirviendo de ejemplo común, sustituye las reglas explícitas y permite definir una tradición particular y coherente.
Jorge L. Núñez A. Periodista licenciado en derecho y escritor.

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