Maestros de Tamaulipas hacen frente a la violencia


Ana Lilia de la Cruz no quiere que en la zona escolar de Tamaulipas donde trabaja como supervisora de preescolar los alumnos jueguen a los policías y ladrones. No le gusta que reproduzcan la violencia. Quiere darles otras opciones.
Es difícil, según reconoció en entrevista, porque en esta área hay poco para estimular el desarrollo y la curiosidad de los niños. No hay museos, ni teatros. Hay balas y miedo.
De acuerdo con el ranking 2017 de los municipios más violentos de México, elaborado por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Publica y Justicia Penal A.C, Tamaulipas cuenta con ocho localidades con graves problemas de inseguridad.
Ana Lilia prefiere no hablar de la violencia en la zona. Es prudente y seguro tiene un buen motivo. Aun así confirmó que varias familias se han ido de las comunidades.
Ella no piensa dejar su labor. Dijo que pese al clima de inseguridad que se vive en el estado se quedará en la zona, pues su principal motivación es que los niños sigan aprendiendo.
“No es que no tengamos miedo, pero es como les decimos a los padres, es importante que los niños asistan a la escuela. Estamos viviendo esto como sociedad pero hay que enfrentarlo”, explica.
A la región llegó a trabajar en marzo de 2017. En la Zona 71, en el centro sur de Tamaulipas, entre los municipios de Antiguo y Nuevo Morelos, tiene bajo su supervisión 10 preescolares, 14 educadoras y 396 alumnos. La asociación civil Mexicanos Primero la eligió para estar entre quienes recibieron el Premio ABC, un reconocimiento otorgado cada año a docentes con una labor ejemplar.
La estrategia de esta supervisora es la unidad con el equipo de las escuelas y con las familias de los alumnos, trabajo duro y enseñar a los niños opciones distintas a la violencia.
Ana Lilia platicó que junto con los profesores elabora las actividades alternativas que se hacen en cada clase, por lo que siempre está pendiente de los retos que surgen una vez que se implementan en las aulas.
“Todos hemos asumido la responsabilidad de que los niños asistan a la escuela y aprendan. Pero también de que en las clases se sientan a gusto y puedan
expresarse. Ellos escuchan las pláticas de los mayores. Saben lo que se vive en la región. Así que queremos que en la escuela escuchen otras cosas, se interesen en eso y estén contentos”, dice.
La maestra presumió que ya han logrado que los alumnos de sus preescolares hablen de las pinturas de Botero o de Frida Kahlo. “Hacemos actividades donde ellos reproducen obras de arte. Un alumno reprodujo muy bien el Cielo Estrellado, de Van Gohg. Luego la gente cree que porque viven en comunidades no pueden hacer esas cosas. Pero sí se les da el espacio, la oportunidad, claro que pueden”, afirma.
Para lograr ese impacto, los docentes y Ana Lilia mantienen a los padres involucrados en las actividades de la escuela.
“No los llamamos para que vengan a limpiar los vidrios o cosas así, como solía hacerse. Ahora trabajamos directo con ellos en la cuestión pedagógica. El padre debe ser parte del aprendizaje de los niños”, expone.
Los viernes, por ejemplo, una mamá acude a leer un cuento. Pero es algo que se prepara con anticipación entre la lectora y los profesores. Cuando llega al salón la invitada sabe que después de narrar la historia hará un cuestionamiento dirigido para ver qué aprendieron los alumnos de la lectura.
“Con eso los niños no solo aprenden, les da mucha seguridad ver a sus padres haciendo una actividad que por lo general solo hacen sus profesores”,
Las maestras les explican a las madres cómo hacer ese cuestionamiento dirigido y están presentes durante la actividad para apoyar en cualquier duda.
“Algunas mamás hasta vienen disfrazadas de los personajes del cuento que van a leer. Se va corriendo la voz de que una hizo tal cosa durante la actividad y se genera una competencia sana. Y sí, son personas de comunidades, pero, otra vez, si se les da la oportunidad, lo hacen”.
 
Esta publicación fue posible gracias al apoyo de Fundación Kellogg. 



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