La férrea defensa medioambiental que se opone al libre comercio entre Europa y Chile



Paltas, salmón, vino y cobre. Esos son algunos de los productos que Chile exporta hacia la Unión Europea. El litio que se extrae del suelo nacional, y que es indispensable para la fabricación de automóviles eléctricos, también es codiciado en el Viejo Continente. El bloque comunitario es el socio mercantil más importante del país sudamericano, después de China y Estados Unidos: el 14 por ciento de las exportaciones chilenas se dirigen hacia la UE; éstas consisten, sobre todo, en materias primas. Por su parte, el “club de los 28” –del cual está por separarse Gran Bretaña– exporta ante todo coches, maquinaria, productos electrónicos y químicos hacia Chile. En 2017, las exportaciones europeas hacia esa nación latinoamericana fueron valoradas en 8.800 millones de euros. A eso se suma que la UE es el principal inversionista extranjero en territorio chileno.
Ambas partes procuran blindar e intensificar sus relaciones modernizando el convenio de asociación que ya habían suscrito en 2003 para convertirlo, de facto, en un tratado de libre comercio. Sus negociadores se han reunido en dos ocasiones; la tercera cita tendrá lugar a finales de 2018. Si se consuma, ese será el vigésimo sexto acuerdo de libre comercio e inversión de Chile; otros –con Brasil, China y Corea del Sur– podrían ser anunciados en el futuro cercano. “Es importante ofrecerle resistencia a la presión proteccionista mediante la profundización del libre comercio. Esta estrategia nos promete mayor bienestar, más puestos de trabajo y un desarrollo económico sostenible”, asegura Felipe Lopeandía, principal negociador de Chile de cara a la UE. No obstante, ese pacto de libre comercio tiene fuertes opositores entre sus compatriotas.
Fuerte resistencia
Mientras los impulsores del libre comercio celebran la eliminación de barreras arancelarias, la apertura de los mercados de productos y servicios, el mejoramiento de las condiciones de inversión, la protección de la propiedad intelectual y la regulación para la resolución de querellas comerciales, sus detractores ponen la lupa sobre la letra pequeña y denuncian que las empresas europeas pueden terminar restringiendo la soberanía chilena con miras a proteger sus intereses. “Nosotros no queremos volver a tener una relación neocolonial con Europa”, esgrime Lucía Sepúlveda, portavoz de la asociación civil Chile Mejor sin TLC. “La UE quiere vendernos su maquinaria para que nosotros sigamos abasteciéndola con materias primas”, acota, subrayando que ese tipo de intercambio atenta contra la diversificación de la economía y la industria chilena.
A Sepúlveda también le preocupa que la protección del ambiente pueda ser interpretada como una barrera comercial y ser instrumentalizada para llevar a Chile ante un tribunal de arbitraje internacional; que la protección de la propiedad intelectual sea un eufemismo para la privatización del cultivo de semillas en Chile; y que el incremento de la inversión europea en el sector energético nacional agrave ciertos problemas en lugar de solucionarlos. Uno de ellos es la frecuente aprobación de grandes proyectos de empresas extranjeras en Chile sin la consulta previa e informada de los sectores sociales afectados, que suelen ser comunidades indígenas. Como muestra, la central hidroeléctrica Ralco, erigida en el sur de Chile por la compañía española ENDESA en 2002 pese a la resistencia de la comunidad mapuche de la zona.
Miembros de esa comunidad fueron desplazados de sus hogares para poder llenar el embalse respectivo. “Para nosotros, estos casos ilustran la asimetría de poder y las otras secuelas negativas del libre comercio. Las empresas transnacionales tienen el poder y a nadie le interesa lo que ocurra con los lugareños ni con el medio ambiente”, arguye Sepúlveda. María Elena Rozas, de la asociación civil Pesticide Action Network, comparte su inquietud; ella teme que el tratado de libre comercio con la UE contribuya al aumento de la exportación de pesticidas hacia Chile.
Con “P” de Paraquat, pesticida y peligro
“Desde hace años nos esforzamos para que en Chile se prohíba el uso de pesticidas venenosos; pero el lobby de las grandes empresas es más fuerte. Y lo más probable es que los consorcios obtengan más ganancias cuando se selle el pacto de libre comercio en cuestión. Los perdedores serán los consumidores chilenos, las abejas y la biodiversidad en general”, sostiene Rozas, intranquila por las consecuencias que puede traer la fusión de Bayer y Monsanto, y su transformación en la compañía agroquímica más grande del mundo. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), las importaciones chilenas de pesticidas han aumentado en un 469 por ciento en los últimos veinte años. Por cierto, muchos de esos pesticidas –entre los cuales está Paraquat– han sido prohibidos en territorio europeo.
Paraquat, un producto distribuido por la firma suiza Syngenta, ha causado intoxicaciones severas y hasta muertes entre granjeros y agricultores que no tomaron medidas de protección suficientes al utilizarlo. En Chile, Paraquat es de uso frecuente, sobre todo en las plantaciones de avellanas de Agrichile, la sucursal chilena de la compañía agroalimentaria italiana Ferrero; Chile es el tercer productor de avellanas del mundo. En Chile también son de uso corriente los pesticidas Fipronil (de la empresa química alemana BASF) y azinfos metil (de la compañía químico-farmacéutica Bayer), cuya venta en Europa ha sido prohibida o restringida. De ahí que tanto Sepúlveda como Rozas le hayan exigido al Gobierno chileno un estudio exhaustivo de las posibles secuelas medioambientales del tratado de libre comercio negociado con la UE, así como mayor transparencia e involucramiento de la sociedad civil en el proceso de discusión del mismo.



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