Una niña en dictadura: Que no vuelva el miedo nunca más


El 5 de octubre de 1988 yo tenía 7 años. Ese día fue fantástico porque en la televisión había noticias todo el día y por fin se votaba, un ejercicio democrático que no había vivido nunca y que venía escuchando desde siempre. Estaba muy emocionada y a pesar de mi corta edad trataba de entender los alcances que eso tenía.
Siempre en la mesa familiar se decía “lo que aquí se escucha, no se repite afuera”, y sentía que eso podía cambiar si salía el tirano que nos tenía tan atemorizados, ese ser horrible de gafas oscuras y hablar golpeado y torpe, ese que yo ya preveía asesino y al que 10 años después se lo pude gritar en la cara.
Un poco antes de ese 5 de octubre, fuimos al centro de Santiago y tuvimos que arrancar de la policía que golpeaba y mojaba a activistas por el No. Ahí vi por primera vez la represión. Ya me había contado una amiga que a su hermano mayor lo agarraron a palos “los pacos” y que estuvo dos días perdido. Pero nunca lo había visto así en frente, tanta violencia, tanto odio.
Estaba muy animada por los colores del No, y por la franja entretenida y con canción pegajosa y también con dejar de sentir ese miedo presente en todo lugar, esa sensación de tener que estar cuidando las palabras porque si no algo muy malo le podía pasar a los que querías. Porque aunque tenía siete años, sabía que en dictadura no se podía confiar en nadie, que todos podrían ser un potencial soplón. El enemigo estaba ahí omnipresente, no éramos libres y eso lo notaba cualquiera, hasta una niña. Por esto no creo en los negacionistas, porque el dolor estaba tan latente que era imposible no saber que existía.
El día 5 estuve pegada a la tele hasta muy tarde, incluso vi los “monos animados” que transmitieron para retrasar la entrega de los resultados. Entremedio, escuché por ahí que a Pinochet le habían tirado “tapitas” de bebida, porque había quedado con cuello, lo encontré fantástico. Creo que lo odiaba y sentir su derrota, me hacía sentir bien. Sentimientos oscuros, que experimenté por primera vez en torno al malvado, en respuesta de sus gestos déspotas y autoritarios, a su displicencia ante el dolor.
He leído, 30 años después a personas que escriben en redes sociales que la alegría nunca llegó. Para mí, la alegría llegó ese mismo 5 de octubre de 1988, el mismo día en que Chile le hizo “tapita” a Pinochet, fruto de cientos y miles de chilenos valientes que sobrepasaron el miedo, el dolor y la desesperanza para devolvernos la libertad.
Hoy ninguno de ustedes debe advertir a sus hijos de no decir lo que piensa, preverlos de la maldad de la dictadura, de la polarización de las creencias. Este año, junto al inusitado resultado de la votación del fascista José Antonio Kast, he escuchado a algunos salir del closet de pinochetismo, e invocar el “milagro económico y moral” del dictador.
Cuidemos nuestra democracia, no podemos permitir que ningún chileno vuelva a temer. Nunca más compatriotas torturados y desparecidos, nunca más el dolor de guata ante la música de un “extra” de la radio, ante la noticia “exterminados como ratones”, nunca más un país gris con un dictador a la cabeza.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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