MbS: tocado, pero no hundido



Mohamed bin Salman el pasado sábado en el G20, en Buenos Aires. Foto: G20 Argentina (CC BY 2.0)
Se le vio nervioso y sobreactuando en algunas ocasiones, pero el paso de Mohamed bin Salman (MbS) por la reunión del G-20 en Buenos Aires le ha permitido confirmar que la eliminación del periodista Jamal Khashoggi ya ha quedado atrás sin tener que soportar un coste que vaya a cuestionar su poder en Arabia Saudí y su influencia a nivel mundial. De hecho, salvo el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, nadie se atrevió a mencionar el nombre del periodista asesinado en las sesiones formales de la cumbre.
Por el contrario, fueron muchos los que aprovecharon el encuentro para hacer público su apoyo al heredero; aunque algunos, como Emmanuel Macron y Theresa May, quisieran hacerlo pasar por una ocasión para reconvenirle por su actitud, como hace un profesor ante un alumno que no está dispuesto a enmendarse, demandándole que ponga en marcha una investigación internacional para esclarecer lo ocurrido en el consulado saudí en Estambul el pasado 2 de octubre. Así, Vladimir Putin, además de un teatral y efusivo saludo, dedicó el encuentro bilateral a asegurarse de que, gracias al peso de Riad en la OPEP, la organización seguirá manteniendo en su inminente reunión del día 6 el acuerdo OPEP+, aplicando en beneficio de ambos nuevos recortes de la producción petrolífera conjunta en los próximos meses. Por su parte el presidente chino, Xi Jinping, prefirió centrarse en explorar vías de colaboración para sumar fuerzas entre la Visión 2030 saudí y la Nueva Ruta de la Seda china. Por lo demás, nada relevante, y mucho menos crítico, ha trascendido de los encuentros que mantuvo MbS con los mandatarios mexicano, surcoreano y surafricano.
Por lo que respecta a Donald Trump, tras haberse manifestado a favor de pasar por alto a la propia CIA (que ha señalado de manera directa a MbS como responsable último del desaguisado), se ha limitado a dejar para mejor ocasión la celebración de un encuentro bilateral. Pero, mientras estamos a la espera de lo que determine el Congreso estadounidense —en su intento por aprobar nueva legislación que paralice la venta de armas a Riad, al menos hasta que logre enmendar el trágico entuerto de Yemen—, ese gesto no supone un verdadero contratiempo para la casa de los Saud. Basta para mostrarlo recordar que el pasado 28 de noviembre el Departamento de Estado ha dado a conocer que Riad ha encargado la compra de un sistema de defensa antiaéreo THAAD (Terminal High Altitude Aerial Defense), valorado en 15.000 millones de dólares. Si finalmente se confirma la operación, el volumen de contratos firmados desde la visita de Trump a Arabia Saudí, en mayo de 2017, alcanzará la cifra de 30.000 millones de dólares (de una cantidad estimada en dicha visita en unos 110.000). O, lo que es lo mismo, Trump, al igual que todos sus predecesores en el cargo desde Franklin Delano Roosevelt, también pone los intereses por delante de los valores al tratar con un socio y aliado de indudable valor, aunque para ello tenga que forzar sus argumentos más allá de la realidad. Por un lado, sostiene que un millón de empleos dependen del mantenimiento de las ventas de armas a los saudíes (mientras que el Center for International Policy confirma que solo han sido 20-40.000 en la última década). Por otro, por boca de su secretario de Estado, Mike Pompeo, pretende convencer a propios y extraños de que Riad es un factor estabilizador en la región; olvidando así su responsabilidad en lo que ocurre en Yemen, en el fiasco con el primer ministro libanés, Saad Hariri, en el fallido bloqueo a Qatar y en su prolongado apoyo al extremismo y al radicalismo islámico.
En paralelo, Trump defiende que Riad es un socio fundamental para frenar a Irán y, tal vez por eso, empieza a hacerse visible el giro que se está produciendo en Washington en materia nuclear. El pasado 28 de noviembre MbS puso la primera piedra del que debe ser el primer reactor nuclear saudí (de un total previsto de 16 para 2040). Como el mismo mandatario saudí afirmó sin disimulo en marzo pasado, Arabia Saudí (que no ha firmado aún el Protocolo Adicional de 1997 que permite inspecciones más intrusivas de la AIEA) no se quedará por detrás de Irán en el acceso a las capacidades nucleares. A eso se le añade que, en términos de competencia por el liderazgo regional, la finalización del primer reactor nuclear de Emiratos Árabes Unidos, el pasado mes de abril, no hace más que incentivar las ansias saudíes por colocarse en cabeza en una carrera en la que tanto Turquía como Egipto tampoco querrán quedarse relegados. Y Washington está planteando la conveniencia de permitirle enriquecer uranio.
La última razón que Trump maneja para justificar la continuidad de la relación, y el inmediato olvido del caso Khashoggi, es la de que si Washington se muestra duro, inmediatamente China y/o Rusia aprovecharán la circunstancia. No se trata de una razón sin fundamento, si se atiende al avanzado intento saudí de hacerse con los misiles antiaéreos S-400; pero ni aun así osaría el régimen saudí salirse del paraguas de seguridad que Washington le viene ofreciendo desde hace décadas.
En definitiva, si esto fuera tan solo un juego podríamos decir que MbS ha salido del G-20 “tocado, pero no hundido”. Pero esto es mucho más serio.
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