Piñera y el jaque mate al sindicalismo y a la oposición


La secuencia de los hechos que desencadenaron la ola de despidos masivos en la administración pública es más menos la que sigue y gira en torno al acuerdo del reajuste.
La secuencia fue que Bárbara Figueroa aprobó en la Mesa del Sector Público, con representación de la CUT, la Anef y el Gobierno, el reajuste del 3,5%, más bonos forzando al presidente de la Anef a suscribir luego, también, el acuerdo. Era fines de noviembre. Inmediatamente después, en día viernes, empezaron las notificaciones de despidos masivos.
En Piñera 1, los despidos se realizaron brutalmente al inicio del gobierno y bordearon la cifra de once mil.  La respuesta de la Anef no fue suficiente para evitarlos.
Esta vez, lo hicieron con mayor pericia. Hicieron promesas de respeto a los dirigentes sindicales y, cuando había cesado el paro por el reajuste, empezando el último mes del año, a días de las fiestas de fin de año, las notificaciones dejando a un movimiento sindical ya desgastado, sin tiempo real para responder.
No está de más recordar que, pasado el mes y las fiestas de fin de año, se inician las vacaciones, también el feriado judicial, luego marzo y los despidos ya serán cosa remota y habrán pasado al olvido.
Jaque mate, jugada maestra del gobierno que, es de esperar, sea asimilado por el sindicalismo.
El Presidente Sebastián Piñera ha señalado, para fundamentar los más de 2500 despidos en el sector público que se debía a su instrucción de que “aquellos cargos que no eran necesarios y donde el desempeño no era suficiente, obviamente les pedimos que no renovaran sus contratos”.
Todos los que conocemos el Estado sabemos que no es así y aunque el Presidente hubiese dado esa instrucción, lo cierto es que, hacia abajo, de igual manera se hizo algo distinto.
En algunos ministerios y agencias gubernamentales el peso de los despidos, esta vez, se ha cargado sobre los militantes o adherentes PS-PPD-PC; en otros casos se ha despedido gente valiosa y que hacia bien su pega, incluso se despidió personal que habría llegado con esta administración; en otras agencias se han quedado operadores políticos del anterior gobierno que se dieron vuelta la chaqueta, lo que suele ocurrir a menudo cuando hay cambio de administración; la mayoría de los despedidos/as corresponde a funcionarios que hacían normalmente bien su trabajo, con buenas calificaciones, con anotaciones de mérito, felicitaciones e impecables trayectorias profesionales.
Y todo en el peor de los escenarios: fin de año, fiestas, matrículas y aumento del gasto familiar y un verano donde casi nadie encuentra trabajo en una economía en franca desaceleración.
Es cierto que también se ha despedido a gente que hacía poco o que no supo ganarse un puesto de trabajo, pero son los mínimos y aquí pagarán justos por pecadores.
Y no es que la administración anterior lo hubiese hecho mejor en ese sentido, ni menos Piñera 1 donde hubo una verdadera razzia en el sector público donde importaron más los chismes, las caricaturas, las etiquetas que mirar detenidamente el desempeño profesional para despedir funcionarios.
Es en realidad, una vez más, la vieja historia de nuestra administración pública.
Arturo Alessandri: “era que no”
Cuenta la historia que el león de Tarapacá, luego de rendir cuentas un 21 de mayo, recibió un telegrama de un intendente del norte donde además de felicitarlo, le manifestaba su intención de “ponerse a su entera disposición”. La respuesta del Presidente no pudo ser más elocuente “era que no” denotando con ello la entera dependencia de aquel cargo de la voluntad presidencial.
El siglo XIX y gran parte del XX, la administración pública no es otra cosa que la adhesión incondicional al gobierno central y a la figura del presidente y en regiones al parlamentario broker oficialista.
Esa cultura burocrática pública ha cobrado expresión un sinnúmero de veces como cuando Ibáñez, en su segundo mandato les recordó a sus adherentes que “quien toca ministerio, no toca camioneta” o el más clásico que se adjudica a la era de los gobiernos radicales del “yo no quiero que me den, pero pónganme donde haiga” y que llegó a su paroxismo con la dictadura militar en que la mantención, o no, de miles de cargos públicos dependían, escuchen bien, de la mera firma del ministro del interior. El reino de la arbitrariedad o la cultura de la Hacienda de nuevo que, como Jaime Guzmán, nunca nos abandona y que siempre nos recuerda nuestro origen.
Es esa cultura ancestral de la hacienda andaluza que luego se enquistó en Chile, de la arbitrariedad, de unos cuantos peones cuyas vidas dependían absolutamente del “patrón” y que, seguramente, se remonta aún más atrás a la cultura árabe autocrática que se instaló en la península ibérica durante siglos.
Dichas costumbres se traspasaron luego a América y alcanzaron su máximo esplendor cunado los Borbones pusieron los cargos públicos en venta lo que, según el historiador americano, Peter Klaren, significó no solo el inicio de la corrupción sistemática en América Latina, sino el asalto a mano armada al Estado al cual ya nos acostumbramos cada cuatro años en especial cuando hay cambio de coalición política.
La necesidad de funcionarios públicos permanentes
Hay razones poderosas para darle estabilidad a la función pública: entre otras, que ésta aprende casi más de la experiencia que de la academia. El Estado actual gasta grandes sumas de dinero en capacitar sus profesionales, por un lado, en el sistema de subsidios que alimentan la empresa privada, ya que hay permanentes cambios en la legislación de acuerdo a los programas de gobierno que duran cuatro años y el único sustento para mantener políticas de Estado y darles continuidad y lógica a los nuevos planes, sin provocar un desastre (que a menudo ocurre) es la garantía que da una burocracia experta y conocedora de los temas en su desarrollo.
Es la que permite poner límites a la voluntad emprendedora que la mayor parte de las veces, por intereses electorales, suele ser populista y puede concluir vaciando de contenido permanente el Estado.
La segunda es la formación técnica que en el Estado es permanente. Porque la labor de fiscalización al privado, ya sea en obras o en organización administrativa o de proyección de políticas sociales, es más específica que la necesaria en la empresa privada. Necesita de capacitación constante.
El profesional que ingresa al Estado demora casi tanto como el cambio de gobierno en comprender la lógica interna institucional.
Por esto, los profesionales y expertos técnicos y administrativos suelen ser atraídos por la empresa privada que necesita de conocimientos específicos que sus profesionales no tienen, para concretar proyectos del Estado. Desde la construcción de carreteras, puentes, viviendas, urbanizaciones, hasta el trabajo con sectores necesitados en la ciudad o el campo, el tratamiento con delincuentes o combate a la drogadicción, requieren de un conocimiento y arte que no proporciona la academia.
De ahí, la necesaria estabilidad en la función pública.
Por esto, la inestabilidad que se produce cada cuatro años y la costumbre de vaciar lugares del Estado para asegurar a los fieles, produce grandes vacíos en la eficiencia y eficacia del Estado, obligando a invertir sumas en capacitaciones y formación que ya había sido invertida.
Y claro, como paga Moya, a ningún gobernante, en especial dadas las características de los dos últimos, le importa mucho pensar y actuar estratégicamente.
El Estado como botín de guerra de dos coaliciones políticas.
Hace un par de años cuando escribí una columna que causó mucho impacto – Cristian Riquelme la G-90 y los jaleros del poder – fui invitado a radio Concierto. En la oportunidad, en un matinal que conducía Alvaro Paci y la periodista colchaguina, Patricia Venegas, indiqué que “el Estado está entregado a dos bandas de asaltantes que cada cuatro años dirigen el asalto… después el Estado queda vaciado y viene otra banda de asaltantes y no hay política pública. Hay tareas del Estado que, más allá de quien este, deben permanecer en el tiempo”.
En aquella oportunidad manifesté, también que, el Estado estaba en un nivel de precarización que sus funciones vitales podían estar en peligro.
Lo que ha ocurrido en las fuerzas armadas y de orden y particularmente en Carabineros, los vicios en el parlamento – ayer SQM, hoy el entregar los votos al gobierno a cambio de prebendas personales – y el despido masivo en diversos servicios públicos son la prueba fehaciente de que topamos fondo y que las dos coaliciones que se vienen repartiendo el poder últimamente han llevado a la institución pública a una crisis de legitimidad sin precedentes, que ya está teniendo serias repercusiones en la gestión deficiente del Estado, donde ya no solo vemos indicios de corrupción reiterados, sino que incluso, ya se hace evidente, en algunas localidades, el vínculo entre actores políticos y narcos.
Si bien la ley plantea que las funciones del Estado deben estar cubiertas en un 80% mínimo por funcionarios de planta y solo un 20% a contrata – un detalle no menor: la figura de Honorarios no existe en el Estatuto Administrativo. Sólo Planta (80%) y Contrata (20%) -, lo cierto es que, hasta hace poco la relación era inversa y el fisco, cura Gatica, se ha caracterizado por tener peores prácticas que el mundo privado donde, entre otras cosas, se cuida a los empleados porque ellos son fuente de buena gestión, en especial cuando son las mismas instituciones donde trabajan son las que los han capacitado y perfeccionado constantemente. En el Estado, por el contrario, después de formarlos y capacitarlos, se los echa.
Como acabamos de evidenciarlo nuevamente, el Estado ha pateado en el suelo a miles de sus propios trabajadores, no teniendo en consideración su desempeño, el buen servicio público, sus historias laborales, sino solo el clásico lema “ahora nos toca a nosotros”.
Porque en realidad eso es lo que hemos visto en estos días, la hacienda de regreso, y el patrón de fundo quien, a diestra y siniestra decide, como en el circo romano, dedo arriba, dedo abajo, quien se queda y quien se va y donde en muchas ocasiones han primado los instintos más primitivos más básicos del género humano, cuando no una desorganización generalizada producto de un modelo que aspira a tener un Estado eficiente pero raquítico.
Suecia e Inglaterra: dos naciones, Un Estado
El país escandinavo tiene un carácter socialdemócrata conocido y suele ser considerado poseedor de una de las administraciones públicas más vigorosas del mundo occidental cuyo objeto es cubrir adecuadamente las prestaciones por las que la ciudadanía sueca paga altos impuestos. Hasta hace poco constituían el 30% de todo el empleo que se genera en esa nación, vital para un país que tiene el más alto gasto por persona en protección social del orden de los 12.ooo euros, el mayor de la Unión Europea. El grueso de sus funcionarios son profesionales de carrera que no dependen del gobierno de turno y hasta hace poco, por el contrario, se proyectaba que la dificultades del sector público eran inversas al resto del mundo: faltarían empleados públicos por el envejecimiento de la población y la disminución de inmigrantes.
El caso de Inglaterra, un país absolutamente liberal, no es muy distinta de la anterior en cuántos a sus fines y personal. Si bien la tradición británica – contraria al centralismo, por ende, al exceso de burocratismo – es de un individualismo fuerte ello no fue obstáculo para construir una administración pública con una carrera funcionaria bastante meritocráticas y que no depende del gobierno de turno. Es sabido que cuando hay cambio de coalición política en el poder – Laboristas o conservadores o viceversa – es una mínima cantidad de cargos públicos los que son reemplazados por la gente de confianza del nuevo gobierno.
El Estado chileno de tumbo en tumbo
Aquí por el contrario pervive esa tradición histórica que percibe al Estado como un botín a repartir – “ahora nos toca a nosotros” – y que, en vez de mejorarse con el tiempo, pese a los ingentes esfuerzos realizados, en particular a inicios de la transición, se ha ido agravando y consolidando con la democracia.
Y de la era de Pinochet en que la vida de un funcionario dependía de la mera firma del ministro del interior pasamos a fines de la dictadura al apitutamiento masivo de la gente de confianza de aquel régimen que pasó a última hora a condición de planta dejando al gobierno de Aylwin con un mínimo de funcionarios de confianza para emprender las reformas que se percibían claves. Una de ellas las encabezó el subsecretario de desarrollo regional de la época, quien negoció con la derecha, ahora en la oposición, las reformas municipales y la ley orgánica de gobiernos regionales.
Entre otras cosas, insistió en la necesidad de reflotar la escala de calificaciones para discriminar entre los buenos y malos funcionarios cuestión que, ni autoridades de centroizquierda, ni de derecha, han empleado para deshacerse de los malos funcionarios públicos los cuales, según la estadística general, parecen tener un rendimiento perfecto y próximo al 10. Se amplió, también, el espectro de cargos de confianza para que el nuevo gobierno pudiera disponer de altos mandos que implementarán las orientaciones gubernamentales y que, pasó luego, de remedio a enfermedad: “la asesoritis” y llegamos a la época de los asesores con 4° Medio ganando sueldos millonarios.
La modernización emprendida por Frei Ruiz-Tagle fue más bien una continuación de la jibarización del Estado y los acuerdo Insulza-Longueira, en torno a la instalación de la Alta Dirección Pública (ADP) resultaron finalmente casi un chiste: el presidente hoy discrecionalmente puede destituirlos pese a haber ganado sus respectivos concursos o cuando no en regiones, se los adjudican a personas de confianza de los parlamentarios sin siquiera haber participado de las ternas respectivas.
Los dobletes de Bachelet-Piñera no han hecho que continuar profundizando la crisis del reclutamiento y gestión del Estado hasta llegar al punto en que estamos hoy: Piñera 2010, Bachelet 2014 y ahora nuevamente el empresario especulador ha transformado y hecho más evidente la crisis profunda de la gestión pública que lo tienen como una institución presa de los gobiernos de turno. Ineficaz, ineficiente y con un personal que cada cuatro años no sabe qué va a pasar con ellos.
La reforma del Estado o su desplome definitivo
Llama la atención que en el debate en torno a los despidos ninguno de los actores políticos relevantes se tome el tema en serio, salvo reclamar cuando son los suyos los afectados – en particular cuando se pasa a la oposición – por las decisiones del Estado-Hacienda que se grafican muy bien en las expresiones del Presidente en ejercicio para fundamentar los 2.500 despidos.
Si los actores públicos, en especial el ejecutivo, no toman el toro por las astas, esta crisis que se repite cada cuatro años, por lo tanto, previsible y abordable si se piensa a largo plazo, el asunto se tornará cuesta arriba y el Estado chileno continuará profundizando su descrédito.
Tampoco hay que inventar la pólvora basta que se profesionalice la gestión del mismo, se cumpla con lo que exige el propio estatuto – 80/20 – y las calificaciones sirvan para lo que fueron creadas: evaluar y retroalimentar la gestión de los funcionarios públicos.
No es mucho pedir, creo…

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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