Libro “Todo se derrumbó”: La antología buena onda


Publicar hoy una antología no es tan raro como podría llegarse a pensar. Hay algunas que recopilan textos de autores clásicos, otras que intentan armar una suerte de cartografía de lo actual, otras que toman el tema de moda y se conciben directamente como producto de consumo masivo en la urgencia de los tiempos. Otras surgen de la culminación de algún taller de escritura dictado por algún escritor que con suerte ha publicado dos libros. Existen también antologías que intentan, como alguna vez lo hizo el McOndo de Gómez y Fuguet, sentar las bases de una propuesta nueva que rompa con lo anterior. No sé si hoy en día eso resulte. ¿Con qué romper? ¿Con el comodín de la dictadura? ¿Con la apología del yo? ¿Con el movimiento social de moda? De todas maneras, siempre hay alguna fórmula que vende.

En el caso de la antología Todo se derrumbó, lo primero que llama la atención es su título. Remite a una canción de Emmanuel subyacente en la memoria colectiva de una época, un lugar común que podría anunciar el fatídico devenir de los textos ahí presentes. Al leer la frase es imposible no pensar en la canción, una estrategia que quizá apunta a enganchar a cierto tipo de lector.
Lo segundo que surge de inmediato al ver la portada es la lista de escritores que componen la antología (hombres y mujeres casi a la par). Algunos nombres conocidos, otros no tanto; todos dueños, sin embargo, de estilos narrativos muy disímiles, pero originales, entre sí.
En el caso de esta antología de relatos sobre el desastre −ese es el tema que convoca a los autores− las cosas pareciera que se dieron de otra forma. Eso si atendemos, y le creemos en realidad, a lo que dice el prólogo sin firma: “El origen de la presente antología −si es que hay que pensar en su origen− comienza con un sencillo “oye, huevón, podríamos escribir una antología con todos los cabros y las cabras… (…) Fue en una de estas reuniones cuando cristalizó el tema de este libro. Ajenos a la creación de bandos enemigos y barreras generacionales −que a ratos pareciera ser parte de la tradición literaria nacional−, la antología comenzó a adquirir su forma definitiva (…) más allá de los artificiosos éxitos editoriales o la literatura mercachifle, cuyo mayor sostén parecieran ser, muchas veces, sus valiosos contactos periodísticos” (5). ¿A qué o quién se refiere el o la prologuista cuando habla de literatura mercachifle o escritores cuyo único mérito parecieran ser los contactos? Evidentemente no los nombra, pero los apunta, y ahí quizás se encuentra el manifiesto político de la creación de esta antología, más allá del supuesto ideario de juntarse a escribir por la “buena onda”.
La lista de autores es la siguiente: Constanza Ternicier (1985), Francisco García Mendoza (1989), Amanda Teillery (1995), Ricardo Elías (1983), Macarena Araya (1985), Emilio Ramón (1984), Carolina Brown (1984), Francisco Marín Naritelli (1986), Joaquín Escobar (1986), Rodrigo Torres Quezada (1984), Nina Avellaneda (1989), Luis Hachim (1952), Alejandro Rozas (1977) y Carmen Galdames (1982).
Aquí aparecen temas como el suicidio, la pérdida de un hijo, el tránsito forzado de la infancia a la adultez, el fin del mundo, el abuso sexual, reflexiones en torno a la sociedad de mercado, a la figura del padre, al término de una relación, todos ellos abordados desde una pluma certera y prometedora.
Aunque traten de renegarlo, o evadirlo, este grupo de escritores constituye en sí mismo una generación. La transversalidad actual en cuanto a estilos de vida, gustos y acceso a la tecnología, hace que la idea de generación ya no pueda ser entendida como un conjunto de personas nacidas en una fecha común (el periodo de este libro abarca desde 1952 hasta 1995). En este caso hay, eso sí, una clara diferenciación con otros autores ya instalados en la oficialidad o que aún siguen intentando a cualquier costo, a veces burdo, a veces no tanto, instalarse en ese lugar de visibilidad cultural. Hay un quiebre, una fisura generacional que los separa de autores como Zúñiga, Costamagna, Hidalgo, Viera-Gallo, Apablaza, Zambra, Fernández, Bisama, Simonetti o Fuguet. Si bien es cierto que es muy difícil despegarse del tema, esta antología ya no le concierne ni a la Nueva narrativa ni a los Hijos de la dictadura. Aquí hay algo nuevo, cierta propuesta.
Al cierre del prólogo, una frase: “el tiempo y los lectores dirán”. Los libros deben circular, los autores consolidar su obra. Leer una obra respecto a su tiempo es la labor fundamental de la crítica literaria, pero una antología de estas características tiene además un componente adicional que apunta hacia el futuro. El verdadero valor de la apuesta que hace la editorial Santiago-Ander habrá que evaluarlo en unos veinte años más.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



Source link

Related Posts

Add Comment