Libro “Tránsitos urbanos” de Eva Débia: Santiago, el gran cuarto de maravillas


“Hay naturalezas puramente contemplativas, impropias totalmente para la acción, que, sin embargo, merced a un impulso misterioso y desconocido, actúan en ocasiones con rapidez de que se hubieran creído incapaces”, Charles Baudelaire.
“Tanto trabajar de sol a sol/ Las tierras del maldito señorito”, Mecano.
Casi como guiño a la película Primavera, verano, otoño, invierno…y otra vez primavera, del director coreano Kim Ki-duk, el libro “Tránsitos urbanos” (Editorial Filacteria, 2018) de Eva Débia (La Serena, 1978) se divide según las estaciones del año, partiendo, a diferencia del largometraje del 2003, con “verano”. Hay una idea de circularidad, cómo no, si hablamos de desplazamientos comunes, recurrentes. Más aún en una ciudad como Santiago. Lo distinto, sin embargo, acontece cuando la narradora se fija en los pequeños descubrimientos, como si su ojo de pronto reconociera un sentido particular, novedoso, extraordinario, más allá de la transparencia de la vida moderna y sus artefactos. Observar, no simplemente ver. Transitar, no solamente deambular.
Apelación indudable al flâneur de Benjamin, guardando las proporciones.
El libro, como una mixtura entre relato y crónica, es un muestrario ameno (y a veces no tanto) de situaciones cotidianas. Por ejemplo, jugar con un cachorro canino en el Parque Forestal, luego de una lectura adormecedora y tras ir a votar en las elecciones presidenciales bajo un calor sofocante. Conversar con el dueño del quiltro, que se interrumpe posteriormente por la llegada de un adolescente con un IPhone “reventando sus parlantes” con una canción de Los Prisioneros. “¿Sabrá de CAE, de equidad, de sentido de justicia?”, se pregunta la narradora. Pregunta para nada inocente, a la luz del sentido político y contingente que exudan estos relatos.

“¿Qué posibilidades existen de que un pájaro tropiece en pleno vuelo contigo? Las mismas de que gane Piñera, pienso, y un escalofrío inexplicable me ensombrece el horizonte” (pág. 10).
“¿A quién hay que alabarle la idea de sacar la mayoría de los árboles del corazón de la ciudad? A los que permanecen en sus muy acondicionadas oficinas, para luego trasladarse en sus muy acondicionados vehículos, y descansar en sus aún más acondicionadas casas” (pág. 14).
“(…) La mujer gime y le musita asustada que tenga cuidado porque casi la derriba; agazapada y rubicunda, la señora del borracho salta a grito pelado:
-¡Que se compre un avión la culiá, si no quiere que la toquen!
La niña de 12 años consiguió asiento y alfabetiza a su hermanito con ternura:
-Diga chucha. Chu-cha.
Junto a mí, un anciano parapetado detrás de un The Clinic, lee un reportaje titulado: ´Los jaguares de Latinoamérica: Chile es el país más desigual del mundo´” (pág. 35).
Escritora Eva Débia
“Ana tiene millones de ideales y un padre que la adora; es una muchacha guapa y feliz (…).  Ana quiere cambiar el mundo, como cualquier adolescente de 17 años, pero de un día para otro se quedó sin voz: ahora no puede decir lo que piensa; mucho menos lo que siente. El silencio se volvió más fuerte en ella después de la tortura: conoció el miedo en primera persona, y tuvo que mirar a la muerte y la locura directo a los ojos. No por elección, sino porque no tenía alternativa. Entendió que el dolor tiene dimensiones que los humanos no debieran conocer por voluntad de otro humano, y que el cuerpo es solamente un envase. Comprendió también que hay heridas que supuran para siempre, y aprendió a disimular las llagas como toda una profesional.  
(…) Ana ve cómo su país se rearma, cómo ahora se puede hablar de nuevo, cómo vuelve la democracia y con ella la censura se muere, o al menos eso dicen en las calles. Y ella sigue en silencio, porque no sabe actuar de otro modo. Ve a su torturador en televisión, reconoce sombras en las multitudes, y sigue ese mutismo porque una mezcla de vergüenza, pudor y miedo le cala los huesos y la estrangula por dentro. (…)
Hoy, llegando del trabajo, Ana prendió la televisión y se enteró de que su torturador está siendo imputado como cómplice por la muerte de 15 personas; su sangre se hiela y llora en silencio, no porque no quiera hablar, sino porque vuelve a sentir que grita más allá de lo imaginable, tan agudo, tan pero tan alto, que nadie consigue escucharla. Ana, que ha callado el siglo entero, no ha dejado de tener 17. Y lo cuento así (en tercera persona) porque Ana es mi tía y su historia me queda demasiado grande como para contarla de otro modo” (pág. 63-64).
El homo citadinus se verá reflejado en este libro: La condición de sardinas en el metro, la micro 501 llena como lata de jurel, un taco enorme en Santa María por un funeral, otro taco en Nueva Dardignac, hacer parar la micro y darse cuenta que la Bip! tiene saldo en contra, un cuidador de autos cantando, una mujer que pide limosna arrastrando los pies y con una barriga enorme, el hedor de orines borrachos en el pavimento, comprarle agua mineral a una venezolana “que se está derritiendo más que yo”, usar una aplicación como Uber, andar apurada, muy apurada, siempre apurados. Eva Débia parece empecinada en cada detalle, en cada descripción. Hablar con taxistas santurrones que hacen sus descargos ideológicos; ser auxiliada por una tecnóloga médica en el metro; reflexionar con otro taxista sobre el estrés y lo enferma que está la ciudad, haciendo una analogía con las venas propias y las calles, a propósito del taco cerca del Sheraton y los buses del Transantiago como “un verdadero hospital”; aplaudir al juglar moderno que declama un poema de Nicanor Parra en medio de una masa anodina, “con piel de roca”. Tantas personas anónimas que aparecen y desaparecen, según lo que dura el trayecto, porque el trayecto es así, pero no es solo eso. Como dice Carolina Brown en el prólogo, “en el corazón de este libro está la idea del viaje pero también de comunión”. Quizá cierta complicidad, una manera de ser ciudadano y encontrarse con otros en esta selva neoliberal de cemento.
“Lunes, marzo, mediodía.
Una taxista brasileña me comenta, en la intersección de Agustinas con Teatinos, que los hombres chilenos tienen nula capacidad de decisión:
-¡Mire a ese sujeto!: lleva cuatro cuadras señalizando que va a doblar, no nos ha dejado avanzar, no deja doblar al que va atrás…¡Y finalmente no dobla!
Le pregunto cuánto tiempo lleva viviendo en Chile: ´20 años´, responde. Sonrío un poquito, para preguntar de vuelta:
-¿Y todavía no asumes que eso de la nula capacidad de decisión corresponde a la idiosincrasia del hombre chileno?” (pág. 25).
“-¿Quieres un platanito? Es que cerca de mi casa están muy rebaratos…
Don Jaime tiene 75 años, un puñado de dientes por medio y ambas piernas chuecas por múltiples fracturas vetustas y mal cuidadas, como él. Hace deporte igual no más: con sus piernas rengas juega a la pelota y a la rayuela (´la larga y la corta´, me dice con una sonrisa pícara).
-Hace meses que la veo pasar por aquí y como siempre me regala una sonrisa linda, lo menos que puedo hacer es regalarle yo de vuelta una de mis frutas…” (pág. 30).
“La felicidad está hecha de cosas simples. De libros, palomas, música, perros y parques en otoño. De gravilla húmeda, de enamorados besándose en el pasto del Bicentenario, de niños jugando a la pinta, de ancianos caminando del brazo” (pág. 37).
“-¿En serio estuviste en el SENAME? ¿Y qué opinas de todo lo que ha salido a la luz últimamente?
-Es harto peor de lo que cuentan: yo creo que por eso tengo esta mentalidad de optimista a prueba de lo que sea. Los que hemos vivido en el infierno, sabemos encontrar en todo lo demás un puro cielo…¡Como ahora pues, si es cosa de mirar por la ventana!
Una ventolera desviste escandalosamente los árboles de Tobalaba, en un remolino dorado y tibio, en el recorte de un atardecer violeta de antología” (pág. 38-39).
“Boletería del metro Salvador, noviembre, 13.30 horas. Voy apurada, como siempre, pero un remolino imprevisto me arrebata las tres lucas para cargar la Bip! y manoteo torpemente en un vano intento por atraparlos en su incierto vuelo. Agarro dos y me giro algo angustiada: me falta uno, que me extiende una mujer morena y colorada, con la cara llena de risa:
-¡Es primera vez que la plata cae del cielo y me golpea la cara! ¡Voy a tomarlo como un buen augurio para el próximo año!
La incandescencia de su sonrisa le bajó tres velocidades a mi ritmo cotidiano y su expresión contagiosa hizo que el cajero me contara que la tómbola millonaria de la estación es común en estas fechas” (pág. 82).
Estación Central, Terminal Alameda, Estación Mapocho, la Vega Central, Patronato, Almirante Barroso, plaza Brasil, Metro República, Paseo Ahumada, Amunátegui con Catedral, la feria del libro usado de la Universidad Mayor, Plaza de Armas, Lastarria, plaza Camilo Mori, Bellavista, Plaza Italia, Hospital San Borja Arriarán, Avenida Matta, Parque de los Reyes, Parque Inés de Suárez, Avenida Grecia, Rosario Norte con Alonso de Córdova, Avenida El Salto… hay precisión en la localización de los nombres, como si una calle, un barrio, una avenida, situara el contexto interaccional de la narración misma. En este sentido, hay un camino semiótico. La ciudad como una lengua, un discurso, una escritura. Hay que decodificar, apropiarse. Tarea no exclusiva de una narradora, irónica y recelosa del poder y las regalías, también de un lector agudo y comprometido con el acontecer nacional y con el mismo espacio común compartido.
Leer para reconocerse en el dolor, en la empatía, en el desamparo.
Reconocerse para tentar nuevas lecturas.
En definitiva, con una prosa ágil, refrescante, sencilla aunque florida, a veces pícara, otras doliente, que no presume de circunloquios o frases herméticas, “Tránsitos urbanos” es una invitación a reencontrarnos con la ciudad, Santiago en movimiento, con sus miserias y contradicciones, con sus pequeñas alegrías y misterios a puntos de develarse.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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