A nueve años del 27F: los desastres no son naturales


Los últimos incendios forestales e inundaciones han dejado altos costos materiales y vidas en distintos territorios de Chile. Estos acontecimientos son para algunos un designio divino o parte de nuestro carácter trágico como país, que ha configurado el cliché “Chile, país de desastres”. Esto solo normaliza un fenómeno de alta incidencia social y política y, claramente no se condicen con los esfuerzos investigativos en materia de desastres. Los eventos naturales no son desastres en si mismos, no solo porque puedan ser producto de acciones delictuales (como los incendios forestales o derrames de petróleo), sino porque éstos se convierten en desastres en el contexto de una sociedad, de instituciones, de culturas.
Chile ha vivido una serie de desastres socionaturales en su historia. Los más conocidos en el mundo son sus terremotos. Hace solo nueve años vivimos el 27F que fue cercano en magnitud al gran terremoto y tsunami de 1960 en Chile. ¿Qué pasa con el Estado chileno en episodios como éstos? La socióloga Magdalena Gil, ha entregado evidencia de que el Estado chileno ha tendido a fortalecer su rol público a través de la implementación de políticas sociales y leyes que en otro contexto hubiesen sido imposibles de aprobar e implementar. Sin embargo –como se acaba de publicar en prensa local de Concepción–, solo 18 de las 33 comunas de la Región del Biobío han implementado planes de gestión de riesgos de desastres a pesar de haber sido la zona más afectada por el 27F.
Un funcionario estatal a nivel local expresaba su molestia respecto a la arrogancia de los mandos centrales en Santiago, que ignoran su experiencia y conocimiento de la realidad local ante la gestión integrada de desastres. No es difícil entonces concluir que el conocimiento técnico e informal de parte de actores locales debe ser valorizado y sistematizado urgentemente y así fortalecer la institucionalidad local para la gestión integrada de desastres.
El ciclo de la gestión de desastres tiene diferentes fases que están antes y después del evento natural. Es clave definir aquellos aspectos que permitan a una comunidad enfrentar las amenazas de mejor manera y recuperarse después de un evento traumático. Estamos hablando del nivel de resiliencia de comunidades que depende de aspectos sociales y culturales que no siguen leyes naturales como los fenómenos físicos. Estudios dirigidos por el investigador estadounidense Daniel Aldrich en diversos lugares del mundo concluyen que la conexión y la confianza entre vecinos (capital social) ha marcado la diferencia entre comunidades expuestas a un mismo evento natural respecto al nivel de daños e incluso al número de víctimas fatales. Esto es porque la asistencia más inmediata en términos materiales y psicológicos viene no solo de su familia, sino además de los vecinos. Resultados preliminares de un estudio que estoy llevando a cabo, muestra que cerca del 80% de las personas que enfrentaron los problemas derivados del terremoto del 27F, lo hicieron solo con apoyo de familiares.
Las personas amenazadas o afectadas por un evento natural son sujetos activos de su situación. No pueden implementarse políticas de gestión de riesgos sin su participación. Sin duda la razón principal es ética, pero para los pragmáticos es también por una razón práctica: la participación social en contextos de desastres es altamente desafiante para agentes públicos y privados que “descienden” al campo de intervención. Ya que un desastre rompe todos los esquemas de acción y genera niveles altos de estrés en las personas. El investigador Manuel Tironi ha denominado “atmosferas de indagación” a la manera en que se termina afrontando este contexto de alta incertidumbre en comunidades afectadas por un desastre socionatural. El tsunami de 2010 dejó varias lecciones respecto a la importancia de considerar conocimientos locales y dinámicas socioeconómicas de comunidades costeras cuando se implementan proyectos de reconstrucción.
Como lo ha evidenciado la geógrafa Carolina Martínez a través de sus investigaciones, la vulnerabilidad social tiene una alta correlación con la vulnerabilidad territorial de dichas comunidades. Es así como cabe preguntarse entonces por qué las personas afectadas vuelven al mismo lugar del desastre, a pesar de que claramente es un territorio de alto riesgo. Una investigación dirigida por Luis Maldonado e Ignacio Gutiérrez se han hecho cargo de dicha pregunta estudiando la comunidad afectada por la erupción del volcán Chaitén en 2008. Así, las personas están dispuestas de asumir los riesgos ante el peligro de perder sus fuentes de subsistencia y sus redes sociales.
Aun más, la complejidad es más alta cuando hablamos de comunidades y su cosmovisión. El investigador Francisco Molina ha publicado sus trabajos con comunidades Lafkenche en la Región de la Araucanía respecto a gestión de desastres desde una perspectiva intercultural. A través de un trabajo etnográfico es posible establecer que las formas de definir y comprender los fenómenos por dicha comunidad se distancian del inventario conceptual de carácter institucional.
Existe una infinita lista de preguntas por resolver respecto a los efectos socioculturales de eventos naturales y en eso trabajamos en el Centro de Investigación para la Gestión Integrada del Riesgo de Desastres (CIGIDEN), cuya diversidad de investigadores a nivel nacional e internacional permite reunir significativa evidencia sobre dinámicas sociales asociadas a los desastres. A riesgo de ser injusto, considero que dicha evidencia no ha sido suficientemente considerada por parte de quienes toman decisiones en el ámbito del Estado o del mercado. Es de esperar que los estudios recién presentados contribuyan al menos a convencer que los desastres no son naturales.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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