La tragedia de Venezuela es también la nuestra


Vuelvo de vacaciones el pasado 18 de febrero. Las oficinas del Departamento Provincial de  Colchagua, dependiente del Mineduc, están atestadas de personas. Me sorprendo pues en años anteriores no hubo tanta demanda y los funcionarios de la oficina 600, con bastantes bajas debido a la temporada estival, no dan abasto para tanta solicitud. El resto de los profesionales presentes hace lo que puede por colaborar. Y es que la tragedia venezolana ya no solo la palpamos desde nuestros televisores o contada en tercera persona. Desde ahora, la empezamos a palpar en primera fila.
Por supuesto, esta postal no sale en televisión ni es noticia: funcionarios públicos escasos, sobre exigidos por las nuevas realidades para las cuales las autoridades – en especial las de un gobierno que privilegia por sobre todo el espectáculo – tienen discurso y muchas cajas de resonancia mediática, pero no políticas públicas en serio. Con una economía creciendo menos que el año pasado, con su principal promesa de campaña lejos de cumplirse, con el norte ahogado y Aysén incendiado, no queda otra cosa que hacer circo e irse a Cúcuta.
Las oficinas y el hall central del edificio no son suficientes para responder a tanta emergencia y los venezolanos, a falta de sillas y sofás se agolpan en el suelo y en la escalera del inmueble. Cada cual colabora como puede, mientras los nuevos inmigrantes se arman de paciencia.
En sus rostros, se expresa la angustia por lo que viven, pero también la esperanza. Con los que podemos conversar queda la impresión que se ubican laboralmente rápido y luego vienen a tramitar sus RUN provisorios y los de sus hijos para que cuenten con una matrícula al comenzar el año. Pienso, por lo que vengo observando desde hace años, que en gran medida los inmigrantes latinoamericanos – principalmente venezolanos, haitianos y colombianos – son los que, contra todo pronóstico, salvarán la educación pública de su quiebra definitiva. Ojalá aprendamos esta vez la lección para que los gobiernos dejen de hacer tanto experimento ideológico con ella y que quienes trabajamos en el área nos tomemos en serio la función pública educativa. Y, por supuesto, ojalá las familias aprendan lo suyo: ninguna escuela hará por sus hijos lo que sus padres no son capaces de entregarles en casa. No esperen que la escuela pública produzca nuevos Pablo Neruda o Gabriela Mistral si en el hogar no se lee ningún libro, si solo se ven telenovelas y se escucha esa música somnífera que atonta el cerebro de niños/as y jóvenes como el reggaeton.
Los acontecimientos de Venezuela
Son más de tres millones y medio los desplazados desde Venezuela – cerca del 10% de su población –  y casi cuatrocientos mil los que han llegado a Chile, convirtiéndose nuestro país en la segunda nación latinoamericana receptora. Nadie podría sostener que ellos huyen de su patria porque son “imperialistas” o simpatizantes de Trump y sus halcones. La simplificación del debate en torno a la crisis de Venezuela – imperialistas vs antiimperialistas en modo izquierda dogmática o partidarios de la libertad vs totalitarios en versión de derecha elemental– ha impedido que se reflexione sobre la condición del emigrante.
Es sabido que nadie deja su terruño porque quiera hacer turismo-aventura. La gente escapa de sus naciones cuando ya no lo queda ninguna alternativa. ¿Quién deja todo lo que tiene – historia, familia, bienes, entorno-  para dar un salto al vacío? Solo el desesperado.
Así lo hicieron parte de los alemanes que llegaron al sur en el siglo XIX; los españoles que, escapando de un régimen brutal como lo fue el del dictador Franco, se subieron al Winnipeg y cruzaron con lo puesto el gran charco, muchos de ellos para no volver nunca a su patria. Y así lo hicieron también, los miles de compatriotas cuando, muchas veces solo por salvar sus vidas, siguieron la ruta del exilio mientras quien hoy nos gobierna no solo se omitía de condenar el régimen de Pinochet, sino que se enriquecía bajo su alero aprovechándose de la ley de la selva vigente en dictadura.
Dejémoslo claro: los millones de venezolanos que huyen de su patria como pueden, no se van porque sean hinchas de Trump y sus halcones, ni menos de Piñera. La mayoría huye de allí porque simplemente no tiene alternativa frente a la dificultad de abastecerse de bienes básicos dado el alto desempleo o bien con salarios y pensiones que pierden su valor todos los días, junto a un deterioro de los servicios públicos. Otros arrancan de la inseguridad o bien buscan nuevos horizontes profesionales.
Ha habido un bloqueo reciente a la economía y un endurecimiento de la política norteamericana hacia el régimen de Maduro, lo que incluye el robo de divisas del petróleo. La actual administración incluye a los mismos personajes que dejaron a Iraq y Siria transformados en un cementerio o un psiquiátrico. Su política nos retrotrae a los latinoamericanos a los años sesenta y setenta, cuando las administraciones norteamericanas instalaron dictaduras cuyas secuelas de horrores y brutalidades sufrimos hasta hoy. Pero no es menos cierto que el régimen de Maduro ha hecho lo suyo por agravar la situación, llevando la economía venezolana a la quiebra, en especial disminuyendo por su ineficacia a un tercio la producción de petróleo de la que casi todo depende.
Pero no es solo la incompetencia económica lo que caracteriza a ese régimen, lo es, además, la de orden político, es decir la incapacidad del gobernante caribeño de evidenciar flexibilidad táctica ante un escenario político interno y externo crecientemente adverso. Pese a hablar siempre más de la cuenta, y no siempre en el tono más diplomático, Hugo Chávez siempre tuvo juego de piernas para relacionarse con la Casa Blanca. Maduro, por el contrario, cada vez que habla solo reitera una rigidez política que ha contribuido, en no menor medida, al aislamiento internacional en el que está sumergido hoy. Un solo ejemplo: ¿cuánto le hubiese costado admitir la ayuda humanitaria – que por lo demás su pueblo necesita- y condicionar su entrega a través de la Cruz Roja? Pero fiel a sus características hizo lo más torpe y por sí mismo generó el cuadro político adverso en el que está metido y del que, al parecer, ya no puede salir.
No sabemos (aunque si intuimos), lo que ocurrirá con Venezuela, cuya tragedia se parece cada día más a la crónica de una muerte anunciada de García Márquez: todos saben el final trágico que se avizora, pero nadie hace lo suficiente para evitarlo.
De un lado Trump y los halcones y del otro Maduro y su torpeza para tratar de eternizarse en el poder. Desde Chile es poco lo que se hace por contribuir a generar un clima que contribuya a una salida política a la crisis de una de las más importantes naciones del continente. Y para impedir que Piñera nos distraiga de sus obligaciones internas con aventuras externas que se suman a la provocación norteamericana y de la derecha colombiana. Para no hablar de una oposición en vacaciones antes que empezaran, con tal vez la honrosa excepción de José Miguel Insulza en este tema.
La crisis de Venezuela, otra evidencia del deterioro de nuestra esfera pública
Observo en los medios y en las diversas redes, en especial en aquellas de las que participo, el encolerizamiento del debate. Ya no queda espacio para la reflexión y el análisis con argumentos serios sobre la crisis de Venezuela. O estás con los bueno o con los malos, según sea el prisma desde donde se mire. Ya no hay espacio para el intercambio de puntos de vista.
El tipo de debate chileno sobre la tragedia venezolana es una arista más de la profunda crisis, como diría Habermas, de nuestra esfera pública. Crisis que encabeza un presidente que cada día evidencia su falta de estatura política y moral para representar siquiera a quienes lo eligieron como presidente, en medio de una economía que decae, de los aluviones tardíamente atendidos en el norte, de los incendios sin control en Aysén. Y que decide sumarse en persona a un intento burdo de derrocamiento en vez de aportar con una gestión diplomática activa para una salida pacífica a la crisis.
Y es que no solo se trata de Venezuela. Si la mayoría de los gobernantes de América del Sur respaldan una intervención norteamericana en tierras llaneras, están entregando motivos para que ello ocurra más adelante en sus respectivas naciones, como ya sucedió antes.
Y se trata, también de Maduro, de un régimen que se aparta absolutamente, por ejemplo, de la tradición democrática de los socialistas chilenos que, de manera excepcional, plasmó Eugenio González en el programa de 1947 y la crítica al estalinismo que significó que, tempranamente, los socialistas locales apoyaran el socialismo autogestionado yugoeslavo y condenaran la invasión rusa tanto a Hungría como a Checoeslovaquia.
El régimen de Maduro, guste o no, nada tiene que ver con las luchas democráticas históricas de la izquierda chilena. Maduro nada tiene que ver con Allende quien, para buscar una salida política a la crisis de la Unidad Popular, cuando Frei Montalva ya había sumado al PDC al Golpe, el propio 11 de septiembre de 1973 en los patios de la UTE iba a proponer un plebiscito que no se pudo anunciar.    
Pero este debate hoy ya es imposible cuando el rey anda desnudo: Piñera elude su gestión interna y se arranca a Cúcuta; Longueira, el de la UDI popular, ya sin desparpajo defiende como lobista  grandes intereses empresariales; el gobierno ya ni siquiera necesita desarticular a la oposición, porque esta no existe. Cada parlamentario deambula defendiendo lo suyo y entrega los votos necesarios a los proyectos del ejecutivo o el silencio cómplice a cambio de una notaría, un congreso del futuro, un par de proyectos emblemáticos, o vaya uno ya a saber por qué.  
Es en este escenario que irrumpió la crisis de la nación hermana. Y el ejecutivo actual tempranamente sumó al país a una solución que se aparta de la tradición democrática y que seguramente traerá consecuencias en el futuro. También estamos nosotros – los buenos y los malos – que poco hacemos por contribuir a generar un clima que aporte a una salida democrática a la crisis de la nación caribeña. En medio de todo está el pueblo venezolano, con los de aquí y los de allá, que, como en todas estas situaciones, son los que pagan los platos rotos por los intereses de unas y otras potencias y por las incompetencias de sus gobernantes.    

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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