Metro y huelga feminista: más que una simple disputa por el nombre


En un texto que ya tiene varios años, titulado “El viajero subterráneo”, el antropólogo Marc Augé reflexionaba acerca de los nombres de las estaciones del metro de París. En uno de sus pasajes indicaba que muchas de ellas llevan el nombre de personajes ilustres -los héroes de la historia de la sociedad francesa- que son recordados con la solemnidad que implica el uso del nombre y el apellido, y no el tratamiento por el nombre de pila.
Por cierto que Augé no se detuvo a pensar en las asimetrías y formas de opresión que se traducen en el predominio de nombres masculinos en las estaciones del metro de París. El antropólogo francés nos recordaba -de modo más genérico- que los nombres de las estaciones se vuelven, así, marcadores clave de la memoria de una sociedad, particularmente en el caso de aquellas que llevan el nombre de algún prócer.
Pero Augé hacía también una precisión interesante: no necesariamente tenemos conocimiento respecto de quiénes fueron dichos individuos. Es como si, irreflexivamente, esos nombres pasaran a integrar el paisaje habitual de quienes nos desplazamos trivialmente por la ciudad en este medio de transporte. Nos decía, también, que los poderes públicos actúan a través de este ejercicio de nominación instalando un sentido de pertenencia particular y -cosa importante para la intervención que motiva este texto- que “el menor accidente puede hacernos adquirir conciencia de que pertenecemos a una cultura y a una historia”.
El metro de Santiago es, probablemente, el dispositivo de modernización urbana más potente existente en nuestra capital, en tanto facilita el transporte diario de miles de personas, conecta distintos sectores de la ciudad, valoriza el suelo urbano y dinamiza la lógica del capital y la especulación, entre otras. Sin embargo, una dimensión menos conocida es que constituye uno de los referentes simbólicos más importantes de las y los habitantes de la capital, como lo indica el trabajo de N. Richard y C. Ossa en el libro “Santiago imaginado”, en el que se plantea que, junto con el golpe de Estado, la construcción del metro son los mayores hitos de la historia de la ciudad, y que el metro es objeto de proyección de los deseos de modernidad de los habitantes de la urbe.
En ese sentido, el gesto de realizado por los colectivos feministas que el lunes 4 de marzo cambiaron los nombres de las estaciones del metro de Santiago, tanto en mapas circulados por internet y redes sociales, como in situ, en la superficie de las mismas estaciones de metro a través de la cuelga de lienzos con nombres de mujeres importantes en la historia nacional, además de tener la audacia de apropiarse temporalmente de esta infraestructura urbana y de recordarnos -como decía Augé- que pertenecemos a una cultura y a una historia, puede ser interpretado en una doble dimensión:
Primero, como una intervención sobre la relación entre historia y memoria, en la medida que nos recuerdan el carácter versionado de la primera y la dimensión activa de la segunda. La intervención nos sugiere que la forma de nominación imperante en las estaciones de la red de metro le da forma a una versión de historia que invisibiliza a las mujeres y que, contrabandeado en la persistencia toponímica, aparece un predominio masculino considerable. Sólo a modo de ejemplo, se puede pensar en la Línea 1 y en la secuencia que va de Baquedano (general de ejercito, masculino) a Tobalaba (cacique de la época de la conquista, masculino), pasando por Manuel Montt, Antonio Varas, Pedro de Valdivia… Vale la pena acotar también que la mayoría de estos personajes no son solo hombres, si no hombres blancos, pertenecientes a la clase alta y, al menos públicamente, heterosexuales. La intervención nos obliga a hacer memoria, porque ésta es un ejercicio activo de recordar y hacer en el hoy.
Segundo, puede ser pensada como una intervención sobre nuestro paisaje habitual o, dicho de otra forma, sobre la relación sensible con nuestro entorno. Si tomamos consciencia de que nos desplazamos en una toponimia masculinizada que está abosultamente normalizada y que redunda, en su persistencia y reiteración cotidiana, en un re-conocimiento de lo masculino y un des-conocimiento de lo femenino, la intervención sobre los nombres de las estaciones tiene el carácter de una activación sensible frente a la dominación masculina instituida. Siguiendo con el ejemplo de la Línea 1, solo una estación recibe un nombre de mujer: Santa Lucía. Los nombres de mujeres en las líneas del metro de Santiago no son solo escasos si no que, además, pareciera que requieren estar en sintonía con el imaginario católico para adquirir la legitimidad de ser utilizados y aparecer en público (Santa Ana, Santa Isabel, etc.).
La intervención comentada nos recuerda que las mujeres de nuestra historia, a pesar de que muchos no lo quieran así, cuentan con la legitimidad para dar nombre a la ciudad en que habitamos, en el doble sentido de utilizar nombres de mujeres para organizar la ciudad común, y de ponerse de acuerdo entre ellas para (re)nombrar un lugar desde una perspectiva feminista. Además, la intervención nos interpela a hacer un ejercicio activo de pensar cuáles son los regímenes de representación que nuestras ciudades soportan. Un ejercicio que salta rápidamente a la palestra es el de pensar nuestros monumentos y estatuas, ¿quiénes son aquellos que la historia oficial ha considerado suficientemente valerosos para inmortalizar en piedra?

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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