translated from Spanish: Capitalismo y socialismo intraempresarial

La característica distintiva de los clásicos es que son susceptibles de ser reinterpretados una y otra vez, para bien y para mal, por lo cual nunca los sepultamos.
El pasado jueves el think-tank Liberty Fund hizo las maletas y se encerró ni más ni menos que en Zapallar con motivo de su retiro anual, para tratar la vigencia de la obra de Adam Smith, el padre de la economía moderna.
Como Smith, Karl Marx, su revolucionario crítico, se inscribe en la Escuela Económica Clásica. Es de él de quien hablaremos en esta oportunidad, a propósito del 136° aniversario de su muerte, que tuvo lugar el pasado 14 de marzo. En mayo de 2018 se celebraba el bicentenario de su nacimiento en diversas partes del mundo. En China, por supuesto, el Gran Salón del Pueblo recibía al pleno del Partido Comunista con un colosal retrato del economista alemán. En el suroeste de Alemania, por su parte, se desvelaba, en pleno centro de su natal Tréveris, una soberbia estatua del filósofo.
Esta columna está dirigida al mundo obrero contemporáneo, colectivo del que forma parte también aquel industrioso “ejército de profesionales” de que habla Peter Sloterdijk y que, sin ningún poder de decisión, constantemente superespecializado y sometido a un proceso de hipnosis de bienestar laboral orquestado por los departamentos de Recursos Humanos de las corporaciones, se subordina al poder empresarial.
Y aun cuando hoy se incurra en violencia laboral amenazando al personal de que “nadie es imprescindible”, de todas maneras los esfuerzos millonarios que se están invirtiendo en satisfacer al trabajador tanto como al cliente echan luz y dan una esperanza sobre una compensación del plusvalor arrebatado, de una revolución humanista. ¡Sí, y en el corazón mismo del Capital!
Antes de cualquier vindicación, repasemos primeramente a Marx, en un esfuerzo olímpico, remitiéndonos a lo que reza el volumen I de El Capital. En él se evidenciaría, por medio del concepto de “plusvalía”, el hurto en que incurre el empresario, quien nunca compensaría justamente el trabajo de un agente laboral, pues se apropiaría indebidamente de una parte de él, lo que le lleva a acrecer su poder social y, en consecuencia, su capacidad de dominación. Decía también que el Capitalismo albergaba en su seno la semilla de su destrucción. Creía que aquella, además, se daría en la forma de convulsionadas masas de trabajadores explotados que abandonarían sus puestos en las fábricas y, sosteniendo el martillo y la hoz, saldrían a hacerse con las riendas del Estado.
Salvemos asimismo que el hecho de que el socialismo de Estado haya fracasado en un número importante de sus intentonas, abdicando en favor del Capital, como suele decirse, no quiere decir que Marx se equivocara. Una cosa es el concepto y otra muy distinta el modo de su implementación. El imperio soviético, por lo demás, se extendió por buena parte de Europa y se filtró por las fronteras asiáticas, tiñendo de rojo, por ejemplo, las escamas del Gran Dragón, China, el cual dirige a su modo nuestros destinos hoy, contrapesando dialécticamente el poderío de los EE.UU. Pero no es a China ni al influjo geopolítico del comunismo formal al que deseo referirme.
Entremos, entonces, como diría nuestro pensador, en “materia”.
El propio Marx, en los albores de su teoría materialista, específicamente en La Ideología Alemana, estableciendo una genealogía del hombre, había propuesto que el sujeto primitivo, sometido a las inclemencias del medio, sin las condiciones materiales mínimas, difícilmente iba a cobrar conciencia de sí mismo, pensarse existencialmente, porque sus procesos conscientes se abocarían de lleno a la tarea de sobrevivir.
En consecuencia, visto desde esta cara del prisma marxista, tiene sentido que las masas, tras las revoluciones que tuvieron lugar en aquellas naciones que se tornaron socialistas, abdicaran en cúpulas partidistas que se hicieron con el control total del Estado, sin tener oportunidad de requerir participación activa en el gobierno y ser compensados justamente por su aporte, pues les reclamaban las exigencias básicas de la carne.
Y tiene sentido, por lo tanto, que tras nunca haber logrado la utopía comunista las masas se entregaran a quien más fácilmente podía garantizarle unos mínimos higiénicos para la subsistencia o, mejor dicho, para lograr la romántica idea del “mundo libre”: el Capitalismo neoliberal.
Este, a su vez, explotaba las condiciones precarias de la condición material del hombre a través de la propaganda, seduciendo a los ciudadanos del orbe con imágenes de un mundo colorido, lleno de productos al alcance de todos, pero del que nunca podrían tener las riendas de su producción. De lo que se trataba, como diría el estadounidense Noam Chomsky, era de crear un Mercado, un gallinero en el que meter a todas las aves y que se estrellaran ahí torpemente unas contra otras, y hacerle creer al ciudadano ordinario que este era su mundo, sin saber que afuera de la caverna platónica, donde hay luz, están los capitalistas moviendo los hilos de ese mercado y de las políticas públicas, esto es, modelando a su antojo la plastilina (materia) humana. (El pensador esloveno Slavoj Žižek dice a este respecto: “El poder verdadero no necesita arrogancia, una larga barba o voz agresiva, sino que te envuelve en cintas de seda, encanto e inteligencia [marketing]”.)
Es curioso, no obstante, cuando se van subsanando esos mínimos higiénicos a que aludiera, cómo el ser humano, colectivamente coordinado, empieza a impulsar cambios a su favor.
En efecto, cuando se trabajan menos horas y con menores costas físicas, aun cuando la jornada laboral sea exigente en términos de reuniones y de estar operando comandos en un software, las patologías sociales que engendra el Capitalismo pueden ser mejor identificadas y pensadas de una manera que le era inaccesible al obrero que describiera Marx, que solo podía morir, ser barrido y descartado por las fábricas londinenses.
Y aun cuando hoy se incurra en violencia laboral amenazando al personal de que “nadie es imprescindible”, de todas maneras los esfuerzos millonarios que se están invirtiendo en satisfacer al trabajador tanto como al cliente echan luz y dan una esperanza sobre una compensación del plusvalor arrebatado, de una revolución humanista. ¡Sí, y en el corazón mismo del Capital!
El modelo Quality of Life de la Universidad de Toronto es, si se quiere, el ejemplo por antonomasia. El mismo ha sido adoptado por la multinacional Sodexo como suma directriz operacional para todas sus filiales. Se cumpla o no, el desarrollo académico le prescribe a la corporación la siguiente receta: debe generar primerísimamente bienestar a sus colaboradores, pues teniendo a estos plenamente satisfechos habrá de satisfacerse, por defecto, plenamente también al cliente.
Por otro lado, hoy no existe ninguna gran corporación que sea indiferente al ranking Great Place to Work. Todos quieren ofrecer el mejor sitio para laborar y así maximizar la captación de los mejores talentos.
De otra parte, los mismos emprendedores ya no se ven a sí mismos como sus padres, el anticuado empresariado preocupado sin más de incrementar en cada ciclo de operaciones su margen de utilidad (financiera), y cuyo único cuidado estaba en no contravenir la Ley, al margen de la demanda civil. El empresariado moderno persigue hoy, además de fortuna, también una validación social y no es ajeno a temas de la contingencia, como son la contaminación medioambiental, el maltrato animal, la paridad de género, entre otros. Hay, no cabe duda, un punto de inflexión en la manera en que se están mirando las cosas.
Trasladándonos ahora al ámbito del oficinista común y silvestre, es habitual ver hoy cómo muchos equipos se alinean sobre la base de metodologías que instituyen el más gregario socialismo intraempresarial, donde cualquier apetito personalista es severamente penalizado. Solo por citar un ejemplo, existe un marco metodológico para el desarrollo de proyectos informáticos que se ha extendido al desarrollo de proyectos en general, a saber: SCRUM.
A partir de ella, cada mañana, como si de una religión se tratara, los miembros del equipo se reúnen para: 1) ponerle una nota a su estado emocional, 2) preguntar luego si cabe que uno ayude al otro de acuerdo a una necesidad declarada y, enseguida, 3) transparentar cómo se sigue avanzando en los esfuerzos de cada quien en pro del colectivo. Todo lo cual no persigue otra cosa sino la integración y maximización de la sinergia del equipo y, por extensión, de los equipos de la organización. Es, si se aprecia, la culminación de la productividad capitalista, la máquina con los engranajes chirriando furiosos y corriendo a toda velocidad, con la gente dentro dando vueltas cual hámster.
Pero no nos quedemos en la explotación (o “autoexplotación”, como diría el psicoanalista francés Félix Guattari respecto a la fase terminante del Capitalismo), porque no es desde la interpretación canónica, por la razón que esgrimimos antes, desde donde podría advenir la genuina revolución. Puede que el alzamiento civil sea mucho más elaborado de lo que imaginamos.
Sigamos, por el contrario, a través del sendero providencial que describíamos, es decir, por medio de los correctivos que el Capitalismo aplica sobre sí mismo, lo que uno de los pensadores vivos más respetados, Jürgen Habermas, reconoce como un sistema recursivo, cada vez más insostenible, de “autoparchado”. Para ello quisiera, en fin, colgarme de los planteamientos de un autor corporativo, el belga Frederic Laloux, y de su bestseller Reinventar las organizaciones.
Como si el espíritu historicista de Maquiavelo, Hegel y Marx le hubieran sido inoculados, Laloux lleva a cabo en su libro una genealogía de los tipos históricos de organizaciones humanas. Arranca desde el homo homini lupus de Plauto (rescatado por el filósofo inglés Thomas Hobbes en De Cive), es decir, desde el hombre primitivo que se une por miedo y conveniencia a los otros para conformar una tribu, pasando por el dogmático y ultrajerarquizado Estado (religioso o moderno), la empresa del capitalismo rústico descrito por Marx y, por último, la flexible y sofisticada empresa neoliberal de nuestros días, para arribar al cabo a la menos opresiva de las formas de organización, a la que llama “organización turquesa”, que convergería en una verdadera inteligencia colectiva.
Se trataría de la clase culminante de sistema social, que buscaría prescindir absolutamente de las jerarquías, sin por ello impactar la efectividad del cometido empresarial. En este modelo la gerencia es individual y cada quien entiende su propósito y se consagra, pues, a su consumación de cara al propósito general del corpus. La metáfora que rige aquí es la del organismo vivo, en tanto se trata de organizaciones cuyos roles autoevolucionan, logrando así que las apetencias y efectividad de los individuos se condigan con el objetivo organizacional y viceversa.
Dicha autoevolución se logra sobre la base de un “proceso distribuido de toma de decisiones”, que lejos de asimilarse a una democracia en el sentido pedestre de tolerar todas las opiniones, busca el asesoramiento racional de todas aquellas partes que influyen en la ejecución del trabajo de un individuo, enriqueciendo de esta forma su perspectiva.
Por último, Laloux, lejos de ser idealista o materialista en clave marxista, se comporta pragmáticamente al defender la existencia de cada tipo de organización en el contexto particular que le ha tocado atravesar, si bien le da preponderancia a la emergencia de las organizaciones turquesa por el papel global que cabría desempeñar en el futuro mediato.
Así planteado, ¿parece descabellado hablar todavía del advenimiento de la utopía comunista? Recordemos las palabras de Feuerbach, predecesor de Marx: “Llegará el día en que el hombre deje de ser un lobo para el hombre”. Lenin, por su parte, interpretaba a Marx en El Estado y la Revolución aproximadamente de la siguiente manera: “En la utopía comunista, disuelto el Estado, no hacen falta directores sociales ni jerarquías de ninguna especie, pues cada ciudadano sabe perfectamente y se entrega a su particular quehacer a favor del colectivo como única vía de consumación de la felicidad en toda su expresión”.
Está claro que las categorías implícitas en esas visiones pueden y deben ser reinterpretadas a la luz de la evidencia empírica (material) que nos ofrece nuestra época, y de esta manera proyectar hacia dónde vamos como especie y qué podemos hacer para reencaminarnos, si cabe hacer algo.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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