Los arquitectos de Allende – El Mostrador


Rivalizan por un pasado imposible de reconstruir. Algunos productores simbólicos, ellas y ellos, compiten por denominar y caracterizar procesos. Gracias a su desempeño resurgen expresiones mientras otras emergen retroactivas. Vía chilena al socialismo y gobierno de la Unidad Popular, por ejemplo, evocan una transformación estatalmente direccionada y provienen de un pretérito imperfecto. Presidencia de Salvador Allende, por su parte, apela a una personalidad al tiempo que transmite un tono aparentemente desindividualizado. Observada con más detención, nada que implique u orbite al ex mandatario parece inmunizado a su trágico desenlace personal. Del subsidio se beneficia: “los arquitectos de Allende”. Alter ego de “los economistas de Pinochet”, el plural sugiere pensar en algún tipo de mancomunidad profesional. Un grupo comprometido, enlistado por una o varias generaciones y que, a diferencia de los neoliberales sobre estudiados, incluía mujeres.
Escarmenar la expresión ayuda a moderar el efectismo que pudiera rondarla. De entrada, existen varias razones para valorizarla más allá, inclusive, de la aduana retrospectiva. Arquitectos de Allende refiere a un colectivo de proyectistas y constructores inscritos en la izquierda comunista-socialista cuando el tándem era una referencia social, cultural e, incluso, estética. Esa afinidad longitudinal permite introducir un matiz contextual. Salvo excepciones, el ibañismo no sedujo a los arquitectos de Allende. Aunque varios protagonistas de época colaboraron con la Corporación de la Vivienda en los cincuentas y observaron con interés el protagonismo del arquitecto-urbanista Enrique Gebhard en el Ministerio de Obras Públicas, lo cierto es que contemplaron defraudados la liberalización recomendada por la Misión Klein-Saks. Maniatada por la falta de recursos y la inefectividad de un gobierno volátil, la administración ibañista fue un espectro arquitectónico-urbanístico pese a la superlativa cantidad de instituciones, planes y leyes que consiguieron legislar o decretar.
Más que una generación
Críticos y medianamente iconoclastas, la preocupación por el inquilinato, la habitación insalubre, las plusvalías fundiarias, los lanzamientos, la plástica y las políticas de vivienda de cuño curativo, figuran como parte de la caja de herramientas a la que se expusieron los arquitectos de Allende. En su formación tuvo una influencia cardinal una transicional Escuela de Arquitectura de la Universidad de Chile. El plantel, en plena ebullición por 1945, fue el epicentro de una reforma precedida por dianas acumulativas y múltiples expectativas.
Sin desmerecer sus propias orientaciones, los arquitectos de Allende estuvieron expuestos a varias ideas disruptivas, casi todas provistas de circulación mediática. Por lo pronto, la existencia de políticas de vivienda de carácter nacional y popular, eran parte activa de la discusión pública. De hecho, un lustro antes que Sergio González se convirtiera en inquisitivo parlamentario (1953), la arquitecta Irene Frey había liderado, con apoyo partidario, una propuesta para construir 50.000 unidades por año. En otro registro, el impuesto a los propietarios de viviendas de lujo, como se consigna en las publicaciones doctrinarias del socialismo popular conducido por Clodomiro Almeyda y pensado por Felipe Herrera, era una idea susceptible de controversia. Lo mismo se puede decir, como clima de ideas y llamamiento a la acción, de la organización de ocupaciones colectivas como las que proliferaban en ciertos sectores de la ciudad, también por 1945-1946. Mientras en Londres y otras ciudades inglesas, militantes comunistas se apropiaban de viviendas desocupadas, en Santiago las ocupaciones avanzaban hacia lotes fiscales, semi fiscales o particulares. La concomitancia permite una comparación intercontinental, entre muchas que se pueden establecer con Londres, tal y como las viene investigando Alejandra Celedón. Retroinfluencias, las llamó alguna vez Horacio Torrent.
Enriquecidos por una formación que bebía de un marxismo más cerrado que abierto, la mayoría de esos arquitectos y constructores afines al “allendismo”, habían cursado primaria, en escuelas, y, secundaria, en liceos. En casi todos los casos, la matriz laica predominaba sin contrapeso, tal y como figura en el fragmento escolar y violento de las memorias de Jodorowsky. Aunque se suele omitir, la reproducción de un discurso pastoral de sensibilidad social era una narrativa con la que los arquitectos de marras discrepaban teórica, pero también metodológicamente. La caridad, por ejemplo, suscitaba críticas enconadas por su paternalismo. Cuando, años más tarde, el Hogar de Cristo Viviendas y el Movimiento Techo se lanzaron a la arena pública por primera vez, los arquitectos de Allende cerraron filas con los sin casa al tiempo que se indisponían con la mediagua. En el caso de Santiago, su filiación se mantuvo afín a la Asociación Provincial de Pobladores. Las luchas políticas por la conducción del movimiento de pobladores tendrían su momento climático por 1962. La internacionalización de la ciudad, decían los socialcristianos, configuraban una oportunidad perfecta para toda clase de algaradas. La sombra del doble 1957 (02 de abril y 30 de octubre) estaba viva y era un recurso publicitariamente explotable. Pero los miserables no descendieron de los cerros ni desde la periferia desangelada se dirigieron, encolumnados, a desahuciar el centro adocenado. La descripción incendiaria, mezcla de Edwards Bello y Salazar Vergara, figuró en algunas portadas modulada con tono amenazante, pero la heredamos hoy como un intento, frustrado, por fabricar pánico moral.
Modernos, el norte intelectual de los arquitectos de Allende, tributaba de las vanguardias históricas, pero también del repertorio funcional introducido por el diseño racionalista. Esa predisposición los acercaba a la producción disciplinar centro-europea más que norteamericana, incluso después de la migración de varios referentes de la Bauhaus hacia diferentes ciudades estadounidenses. En su mayoría, circulaba entre ellos y ellas una sospecha crónica hacia el imperialismo y que alcanzaba sus desdoblamientos científicos. Con matices (Jorge Bruno González había realizado un postgrado en EE.UU), el grupo recibió con frialdad la expansión de saberes que organizaciones como la Alianza para el Progreso convirtieron en narrativas predominantes. Hasta mediados de la década del sesenta, encabezaban la lista la ingeniería de transportes, la criminalística y, en cierto sentido, la planificación física. Por el contrario, el giro idiosincrático de los arquitectos de Allende los acercaba más a la literatura, el folklore, la filosofía y la geografía humana. La antropología y la psicología quedaban en un punto intermedio lo mismo que la economía.
¿Y la sociología? La arquitecta Ana María Barrenechea realizó estudios posteriores en sociología en una institución alojada en la Universidad de Chile, pero autónoma de ella. Los hizo en FLACSO, pero algunos años antes del estallido de Camelot. Después del affaire, la combinación de arquitectura y sociología fue, al menos localmente, una mezcla improbable. Tan improbable, que todavía medio siglo más tarde, llama la atención la doble militancia disciplinaria como un edil como Daniel Jadue exhibe sin complejos.
La activa presencia de la ya mencionada Barrenechea, Yolanda Schwartz, Margarita Pisano y otras proyectistas –algunas formadas en la Universidad Católica- , es indicativa del protagonismo de las arquitectas en lo que, primitivamente, he llamado arquitectos de Allende. Aunque la importancia de todas ellas ha sido débilmente enunciada, su relevancia es indiscutible. Schwartz escribiría crónicas sobre Santiago poniente para la revista AUCA a fines de los sesenta. Poco conocidas, sus aguafuertes se complementan con esas filmaciones cinéticas que Raúl Ruíz hizo del sector en la víspera de su demolición por causa de la construcción de la autopista Norte-Sur. Barrenechea, que llegaría a presidir las Asociaciones de Ahorro y Préstamo, consiguió devolverle al sistema habitacional la seguridad y liquidez que tuvo antes de la corrida financiera de septiembre de 1970. Pisano conduciría, años después del Golpe de Estado, un proceso clave dentro del feminismo autonomista. Crecientemente reivindicada, su rompimiento con cierta arquitectura “habitacional” es fundamental si se quiere entender la crítica a la miniaturización de las viviendas sociales que en una cifra superior a los 300.000 departamentos, se construyeron en las ciudades chilenas entre comienzos de los ochenta y fines de los noventa del siglo pasado. Pisano fue testigo temprano de esa reducción de habitabilidad y rehúso, con su trabajo proyectual, convalidarla.
Receptivos a parte de la modernización digitada durante el sexenio freísta, los arquitectos de Allende dirigieron sus cuestionamientos hacia las políticas de lotes con servicios. El reproche, pero en menor grado, también alcanzó la desfocalización de la renovación urbana (metrópolis San Borja). Mientras la operación sitio fue condenada por miserabilista (antes que fuera presidente del Senado, Allende las llamó despectivamente “casitas”), la remodelación San Borja fue cuestionada por no retener a los arrendatarios que vivían en el sector. Segregados, tal y como Volodia Teitelboim sostuvo en 1966, el diseño de grandes conglomerados fue objetado por su desescalada verticalización, altísimo coste y pronunciado aburguesamiento. No lo olvidemos, Santiago, apenas cuatro años antes, había sido rotulada como una de las capitales mundiales del subdesarrollo.
El ímpetu edificativo impulsado por CORMU bajo la conducción de Gastón Sant-Jean, abrió una oportunidad para el giro patrimonialista de arquitectos tenidos por radicalmente modernistas. La recuperación del Claustro del 900 no es único indicador del cambio adoptado por proyectistas muchas veces vistos como intransigentes. En rigor, la propia Remodelación San Borja había incurrido en una inflexión patrimonialista cuando sus proyectistas se propusieron mantener la Iglesia del Hospital San Borja, pero adaptada a un programa museístico.
Coda
Vista la totalidad de argumentos no parece tan sorprendente que el gobierno de la Unidad Popular enrolara un gran número de arquitectos, mucho más si el diagnóstico imperante suponía que la actividad constructiva re-dinamizaría la economía y descomprimiría el desborde popular. Con todo, que ninguno de los arquitectos de Allende –Moisés Bedrack y Carlos Albrecht, por ejemplo – fuera designado Ministro de Vivienda y Urbanismo durante los 1043 días de gobierno, podría ser entendido como una prueba de la debilidad del argumento. Si Allende nunca nombró a un proyectista en ninguna posición de poder, ¿cómo es que podemos hablar de los arquitectos de Allende?
Pese a que el intento de caracterización carece de una prosopografía de los arquitectos que se desenvolvieron en el Chile de la Unidad Popular, es evidente que la “experiencia chilena” hizo de la dimensión formal y compositiva un recurso más que un componente. El sentido, tempranamente captado por autores como Roberto Segre, viene siendo subrayado por Raposo y Valencia; Montealegre; Alonso y Palmarola; Maulén; Bianchini y Pulgar, entre otros y otras. Aunque la necesidad de repensar completamente el cruce entre izquierda, modernidad y movilización popular disciplinariamente promovida, podría parecer un ejercicio de necrofilia, en realidad, su vigencia goza de un interés extra académico. La contemporaneidad de alguna de las ideas expuestas, endosables al vigor de algunos de sus sobrevivientes, es cualquier cosa menos que un eco deformado. En el mínimo, constituyen una resonancia.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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