Holocausto: mi abuelo Enrique Friedman y el “dolor” por haber sobrevivido


Crecí entre sombras, baúles cerrados, secretos del pasado. No sabíamos, no se hablaba, estaba prohibido preguntar.
Sólo estábamos informados que mis abuelos maternos, judíos de origen húngaro, y algunos de sus hermanos se habían escapado de los nazis y gran parte de la familia había sido exterminada en los campos de concentración. ¿Quiénes? ¿Cómo? No lo sabía con exactitud.
Sólo en fechas simbólicas se mencionaba, entre sollozos y en voz muy baja, como si los nazis aún nos vigilaran, a Feigue Rivka, la madre de mi abuela Eva, a su hermana mayor Rajel, a su esposo e hijos. También a familiares de mi abuelo Enrique.
Prácticamente no se hablaba de las circunstancias o se hacía de manera confusa, de forma que no quedaba claro el destino de uno, ni de otro. Al parecer, el silencio, el aparente “olvido” era un intento de borrar el pasado, de seguir adelante y, en un sentido más profundo, de sobrellevar la culpa de haberlos dejado y sobrevivido.
Una vez, siendo niña mi abuelo viajó a Hungría a visitar a su madrastra, que lo había criado. No entendí cómo la mujer había salvado ilesa de la ocupación nazi de Budapest. Hasta entonces, además, nunca había escuchado hablar de ella. Solamente sabía que mi bisabuela había muerto cuando mi abuelo era pequeño.
Esa vez, tampoco obtuve respuesta. Volvió del país europeo y retomó su rutina como si ese pasado, esa historia, ese país no lo determinaran en nada. Regresó a su silencio, a su secreto, a su sobrevivencia. Y volví a no preguntar.
No tenía a quién más consultar. Los hermanos y hermanas de mis abuelos (que eran los menores de sus numerosas familias), que lograron escapar y sobrevivir, vivían en lugares lejanos. A la mayoría no los conocía, a algunos los había visto una vez como a una suerte de sombras, seres oscuros, distantes.

Cada uno de ellos y sus familias escaparon hacia los países donde recibieron visa o los aceptaron a cambio de dinero. Así, algunos se instalaron en Australia y Palestina, otros en Bélgica. Incluso, una hermana de mi abuela y su clan residieron muchos años en Cuba, entonces, gobernada por Fulgencio Batista a pesar de ser un régimen antisemita. Ahí, los llamaban “los polacos”.
Cuando mi abuelo tenía cerca de 80 años le hice una propuesta: escribir, grabar (en una grabadora o casetera) y/o filmar su historia como un legado para su descendencia. Con la dulzura y amabilidad que lo caracterizaban, me respondió que sí. Casi con entusiasmo. Sin embargo, en cada oportunidad que intentaba dar inicio al proyecto, surgía una nueva excusa.
Eso se prolongó durante años. Finalmente, dejé de insistir. Entendí que no podía quitarle eso que era sólo suyo: ese “silencio”, ese murmullo interno, ese relato en voz muy baja que le había permitido, de alguna forma, seguir. A él y a mi abuela.
Cuando ambos murieron, logré reconstruir parte de ese complejo y extenso rompecabezas. Sólo parte. Supe con certeza que muchos murieron en las cámaras de gas, otros en los pasos fronterizos europeos mientras intentaban escapar y que algunos estuvieron en los campos de concentración: algunos fueron asesinados y muy pocos sobrevivieron.
Y en honor a mi abuelo conocí quizás las únicas historias humanas de esta tragedia, en lo que concierne a mi familia materna, que fue destruida, humillada, tatuada, diseminada por todos los rincones de la tierra.
Mientras dos hermanos de mi abuelo estaban en los campos, uno intentaba sobrevivir y el otro era incinerado en las cámaras de gas, su padre Mordejai Joel y su esposa se refugiaron en una casa en Budapest. Esta estaba custodiada por los suizos, quienes izaron su bandera y determinaron que ese lugar era parte de su territorio y nadie podía entrar sin su permiso.
A los nazis se les prohibió el ingreso y la captura de los judíos, que se encontraban en su interior. Así, mi abuelo, tras la guerra, pudo visitar a la mujer que lo maternó y saber de primera mano que su padre había pasado los últimos años de su vida con cierta “tranquilidad” –ya había muerto-.
En septiembre del 2001, Jaim, como se llamaba en hebreo mi abuelo Enrique -proveniente de una familia húngara judía ortodoxa- murió con su silencio, su pasado dulce y muy agraz y con el recuerdo lejano de esa visita, que le “habló” del Dios en que tanto creía.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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