“Lear, el rey y su doble”, en el imaginario de Flavia Radrigán y de Jesús Urqueta


La connotada dramaturga Flavia Radrigán, en “Lear, el rey y su doble”, toma parte de la historia del rey Lear de Shakespeare, en relación con el viejo y otrora poderoso monarca, ahora decadente y final, en conflicto con sus hijas y su relación con Cordelia, la amada hija menor, incesto de por medio; pero esa es la intertextualidad. Flavia Radrigán hace otra cosa que retomar la tragedia shakesperiana y recrearla en una nueva obra; y el director, Jesús Urqueta Cazaudehore, los actores Francisco Reyes y Daniel Antivilo, con la escenografía, diseño e iluminación de Belén Abarza, pondrán en escena una obra en que la trama, la escenografía, su simbología, la iluminación, la ambientación sonora (Álvaro Pacheco) van a la par con el texto, para una puesta en escena memorable. 

Cada cual puede apreciar esta obra desde su sensibilidad, experiencias previas ‒teniendo en cuenta o no el referente shakesperiano‒, desde sus propias motivaciones, gustos y desafecciones; pero creo que el espectador de esta coincidirá en la notable puesta en escena. Ver a dos actores como Francisco Reyes, como Lear, y Daniel Antivilo, como el bufón ‒que representa al pueblo, la conciencia, quien interpela al viejo rey, próximo ya a la decadencia total y a la muerte: lo que es revisitar su propia vida, para ver qué de ella ha estado bien y qué no‒ es ya algo muy potente. Una gran actuación. La  relación de Lear con su pueblo, con sus hijas, desde el poder total, traspasado todo límite en sus afectos y decisiones. Todo esto trasladado, en un salto temporal, a la vida actual, a los avatares de hoy, en esa suerte de eternidad y de permanencia de las acciones y sentimientos humanos.
La obra presenta momentos estéticamente inolvidables, escenas muy potentes; en la penumbra, por ejemplo, al inicio, con un  juego de luces y sombras, como un cuadro de Rembrandt, el viejo y decrépito rey es aseado en su cama por su bufón. La potencia escénica de un cuerpo semidesnudo, vista casi con los ojos de un pintor; el contraste entre el poder y la decadencia; la música, los efectos de la iluminación, los diálogos entre Lear y el bufón, el monólogo del viejo rey, repasando, desde la soberbia del poder, parte de su vida. Esa conciencia que es el bufón; el intercambio de roles entre ambos personajes. Qué potente puede ser un actor, o dos actores, solo o solos sobre el escenario, cuando se alcanza una gran intensidad dramática, cuando lo sonoro, la iluminación, la escenografía que puede significar una corona invertida colgando del techo, o el espacio cerrado en que se encuentran los personajes, confluyen en ello.
Una obra que no resulta fácil reseñar: hay que estar frente a ella, dispuesto a las emociones que sobrevienen por el texto, la dramaturgia, lo escenográfico, lo sonoro, y las actuaciones de dos actores que conocen, por su experiencia, los recovecos del alma humana. Y el vasto y profundo imaginario creador de la dramaturga Flavia Radrigán, del director, en fin, del colectivo involucrado.
Brillante puesta en escena, memorables actuaciones y dirección, a la altura de recordar, como referente, la gran tragedia de Shakespeare, y abandonándola Flavia Radrigán lo preciso para crear la obra original y propia, con su sello de ahondar con decisión en las problemáticas y relaciones humanas.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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