Una carroza en la fiesta del orgullo por los crímenes de odio



“Soy la viuda negra”. 
Se ríe.
Kenya Citlali Cuevas, mujer trans, activista, portadora de VIH, antigua trabajadora sexual, expresidiaria, se ríe. 
Viste de negro, como si estuviese de luto. Es posible que una parte de ella no haya dejado de estarlo desde el 16 de septiembre de 2016, cuando su amiga Paola Buenrostro fue asesinada a tiros delante suya. A su alrededor hay carrozas, música de Ricky Martin, la embajada de Estados Unidos con un enorme cartel por la diversidad sexual. 
La suya es una historia tristemente conocida. 
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Ocurrió en la esquina de la calle Aldama con el puente Alvarado, a un par de cuadras de la alcaldía Cuauhtémoc. Paola, prostituta, marchó en el coche de un cliente. Apenas avanzó unos metros cuando Kenya escuchó unos gritos, seguidos de unos disparos. El tipo que la mató intentó dispararle a ella, pero el arma se encasquilló. La mujer pudo grabar al homicida y a su amiga agonizando. A pesar de ello, la fiscalía le dejó en libertad y Kenya, junto a otras compañeras, se manifestaron terminaron cortando el tráfico en avenida Insurgentes con el féretro de Paola para denunciar la impunidad.

Durante el proceso fue ignorada. Insultada. Discriminada. “Hablaban de Paola y de mí como si fuésemos hombres. Una fiscal me dijo que como somos putas de la esquina nadie nos iba va a hacer caso. Me subestimaron”, afirma. 
No dejó de pelear el caso. 
“Lo que viví con Paola me dejó marcada. No puedo seguir permitiendo que mis compañeras sigan sufriendo esta violencia”, dice Kenya. Explica que su duelo lo canalizó fundando la Casa de las Muñecas, una institución de defensa de la diversidad sexual con un albergue. Fuma un cigarro y dirige una mirada provocadora. Kenya Cuevas ha sido muchas cosas a lo largo de su vida, pero ahora, en este momento, usa el humor macabro para presentarse como una “viuda negra”. 
Hoy está contenta. Va a intervenir en la marcha del Orgullo y, sobre todo, acaba de lograr una recomendación de la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México en la que se reconoce que el asesinato de Paola Buenrostro, su amiga, su compañera, con quien compartió ocho años de vida desde que esta llegó de Chiapas, fue víctima de transfeminicidio.
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Por primera vez en la historia de México se reconoce que una mujer trans fue asesinada por su condición de trans. Es decir, que la mataron por ser lo que era. También, que a la investigación de la Procuraduría General de Justicia le faltó perspectiva de género. 
México es un país homófobo. Según el colectivo Letra Ese, en los últimos cuatro años, 381 personas de la comunidad LGBT+ fueron asesinadas. Una de esas víctimas fue Paola.

Música a todo volumen y un recuerdo a las víctimas
“Todos los días me acuerdo de ella. Todo lo que hago se lo dedico a Paola”, dice Kenya. Su gran objetivo: “que haya justicia”. El tipo que apretó el gatillo jamás ha sido condenado. Lo arrestaron con la pistola humeante, lo dejaron en libertad y nunca más se supo de él. Desde entonces, la mujer no ha podido vivir tranquila. Recibió amenazas de muerte. Alguien llevó una corona de flores a su casa simulando su propio fallecimiento. Sufrió un atentado con una cuchilla de 23 centímetros que le dejó varias cicatrices en los brazos.
La historia de Kenya es dolor, superación, denuncia. Es una parte de la historia más cruel del colectivo LGBTTTI que, al menos por ahora, tiene una parte de final feliz. 
No han dado las 11 de la mañana y una multitud se concentra en Paseo de la Reforma. Carrozas con hombres semidesnudos, drags con plataformas que exigen tremenda destreza para caminar, utensilios BDSM, máscaras, pelucas, pompas de jabón, carteles que reivindican la igualdad y banderas arco iris. 
khttps://www.animalpolitico.com/2019/06/imagenes-marcha-orgullo-gay-2019/
Música a todo volumen. Pum, pum, pum, pum, pum. 
También marcas. Muchas marcas. Estamos en la Marcha del Orgullo 2019 y no hay carroza que no sea patrocinada. 
En medio del ruido está la mujer trans, vestida de negro como sus compañeras de la Casa de Muñecas, una institución fundada en 2016, después del asesinato de Paola. En medio de la exuberancia del desfile, ellas se mueven con una carroza mucho más humilde: un coche funerario. Representa que hoy, en el México de 2019, en el México en el que hombres, mujeres y trans pueden reivindicar su condición sexual en un multitudinario desfile, todavía se mata por quién eres y con quién te acuestas. 

“Hay que retomar todo el sufrimiento, las muertes que tenemos, los crímenes de odio, por transfobia, por homofobia, por lesbofobia. Es donde tenemos que alzar la voz. Ese es el sentido de esta marcha. No es como para ponernos hasta la madre e ir encuerados. Yo entiendo que cada cual puede tener su expresión, pero creo que la marcha debemos tomarla más en serio”, dice Kenya.
La marcha del Orgullo Gay celebró su 41 edición en Ciudad de México. Se trata de un número simbólico. El 41 es un número que tradicionalmente se ha identificado con el colectivo LGBTTTI. El 17 de noviembre de 1903 hubo una redada en un baile celebrado únicamente por hombres. La mitad de los participantes estaban disfrazados de mujer. Todos ellos fueron arrestados. Bueno, en realidad, todos no. Faltó uno. Ignacio de la Torre y Mier, yerno del entonces presidente Porfirio Díaz, es ubicado como es asistente 42. El que se libró de ser encerrado en el calabozo J, que daría origen al peyorativo “jotos” que se utiliza hacia el colectivo homosexual. 
Kenya Cuevas no parece una persona a la que no le guste la fiesta. Sin embargo, hace un gesto al ser cuestionada sobre el modelo del orgullo. “Se ha descontrolado un poco en los últimos años”, dice.
Dice que no está en contra del alcohol ni del desenfreno. Pero sí reivindica la memoria. 
“Hace 10  años no podías transitar por esta alcaldía, o por ninguna”, dice. “Las autoridades tenían la orden de levantarte y llevarte al toro”.
Recuerda una lógica perversa. “Por andar vestida de mujer estabas incitando a la prostitución”. 
Y unas prácticas indecentes. “Pasábamos 36 horas en el toro. Ahí nos ponían chapopote en los glúteos para que se nos quitase lo homosexual. A veces pagábamos la multa y, al salir, nos volvían a agarrar”.
Pum. Pum. Pum. Pum. Avanza el coche fúnebre con Danielle, otra mujer trans, en su techo.
“Vengo representando a una muerte porque queremos quitar los crímenes de odio, la transfobia”, explica.
Tras el carro fúnebre, un panel con rostros y nombres. Cada uno de ellos representa a una persona. Es Zoe, Ángela, Elvira. “Fueron asesinadas por cuestión de género, de su condición sexual”, dice Francisco León, un artista que se ha inspirado en el Tzompantli, una representación azteca de rostros de muertos en la explanada. “Retomo el simbolismo y lo traigo para honrar a las personas”, dice.
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Pum. Pum. Pum. Pum. Suena la música. Avanza un coche fúnebre en medio de una fiesta que hace años sería impensable. Llueven los condones. No ha pasado tanto tiempo desde que en 1968 la policía irrumpió en el Stonewall, en Nueva York. Pareciera que fuesen siglos. Aunque si uno escarba un poco se da cuenta de que más allá de la fiesta de un solo día existen infinidad de tareas pendientes.  

El hijo de exiliados que protesta por la presencia de empresas
“Antes no nos querían y ahora somos un muro donde poner sus publicidades, porque de todas las marchas de protesta que hay en el mundo la gay es la más colorida, la más divertida. Consigues ciertos derechos y te vuelves sujeto de crédito, de ventas. Se han ido apropiando”. Xabier Lizarraga Cruchaga tiene 70 años y está en la marcha del orgullo desde el principio. Fue miembro del Grupo Lambda de Liberación Homosexual, un colectivo mixto que, junto con el Frente Homosexual de Acción Revolucionaria (compuesto solo por hombres) y Oikabeth (compuesto solo por mujeres) organizaron las primeras ediciones. “Éramos muy pocos. Estaríamos 100 ó 150”, recuerda.
Lizarraga es hijo del exilio provocado por la guerra civil española. Presume de sus apellidos vascos y del origen de sus padres, de Pamplona y Tudela, respectivamente. Su padre, antes de llegar a México, estuvo encerrado en un campo de concentración en Francia. 
Lo de la reivindicación debe llevarlo Lizarraga en los genes.
Quizás por eso en la marcha del orgullo se ubica junto a una pancarta que denuncia que el gobierno y las empresas se están apropiando de la reivindicación. 
Las cosas han cambiado mucho desde aquellas primeras marchas. Aunque él conoció el orgullo en Barcelona, en 1977, un año antes de que la reivindicación de la diversidad sexual desembarcase en México. De aquellos años recuerda que “hubo intentos de golpes, insultos, pero también mucho apoyo”. 
Como Kenya Cuevas, Lizarraga también sabe qué es la represión. 
Recuerda, por ejemplo, la vez que la policía intentó arrestarlo en los baños de un restaurante.
“Me ligué un chavito, pero era un gancho. Llegó la policía. Me arrestaron, pero, al pasar en frente del restaurante, empecé a gritar que me estaban secuestrando los agentes. Terminaron corriendo ellos”, dice, sonriente. 
No todas sus historias tienen final feliz. México es un país en el que se mata mucho y el colectivo LGBTTTI es especialmente vulnerable. Recuerda a Francisco Estrada, doctor y activista contra el SIDA. Era muchas cosas, pero, sobre todo, era su amigo. Lo mataron, junto a otras dos personas, en 1992, en medio de una oleada de crímenes de odio. 
Mientras el hombre habla, junto al ángel de la independencia, llega una enorme carroza. Es propiedad de alguna discoteca. Da igual el nombre. Un tipo entregado en la parte superior vocifera desde el micro. “¡Uuuuuueeehhhhhhhhh!”
“Por esto haremos una marcha en noviembre, el orgullo crítico. No permitiremos que venga ninguna empresa”, afirma. 

La organización aspira al millón de asistentes
No todos comparten la visión crítica con la presencia de las corporaciones. 
“De unos años para acá la presencia de marcas busca el dinero rosa. Somos licenciados, abogados, médicos. Eso provoca que la comunidad tenga dinero. Las empresas voltean hacia allá. No me parece mal. Qué bueno que seamos más visibles”, dice Néstor Ramírez, gestor cultural. Lleva 19 años con una sala de lectura muy reconocida, así que, asegura, es reconocido por lo que hace y no por quién es su pareja. 
En la misma línea, Ivenka Patula, miembro de la Alianza Feminista Diversa y de Incluye T, que es quien organiza la marcha. 
“Las empresas son un beneficio para todas nosotras. Estas marcas, las presencias de estos logotipos, es porque están dentro de algún movimiento de inclusión dentro de sus empresas”, afirma. 
Habla junto al cartel oficial de la marcha. Ser es resistir. Aeroméxico. Uber. Impulse.
“Hay muchos altibajos con el gobierno, no ayuda, a veces pone el pie. Todos quieren tener la batuta, pero esto es a favor de toda la población”, dice.
Su objetivo: reunir a un millón de personas en las calles. La última referencia era de 450 mil. En realidad, el número es lo de menos. Una megalópolis abarrotada. Hombres, mujeres y niños normalizando algo que es lo más normal, que cada uno desarrolle su identidad sexual como le venga en gana. 
Aunque todavía hay mucho que hacer. 
De eso sabe Celeste Ascencio, presidenta del comité de Juventud del Congreso, diputada de Morena, lesbiana. 
Dice que a sus 26 años sabe qué es la discriminación. Viene de Paracho, un pueblito en Michoacán en el que tiene que escuchar que “si las mujeres no mandan en casa, cómo van a mandar en política”. 
Lamenta que haya reaccionarios que cuando escuchan “educación sexual”, entiendan “promiscuidad”. 
Dice que todavía hay muchas cosas por mejorar. Recuerda, por ejemplo, el momento en el que sus propios compañeros de Morena votaron en contra del matrimonio igualitario en Sinaloa. 
Uno podría pensar que la política es un lugar de protección. Y lo es. Pero Celeste recuerda cómo recientemente, en el ascensor del Congreso, una mujer habló de su oficina como la de “los homosexuales”. 

Definitivamente, hay mucho trabajo por delante. 
De eso sabe Licia Tirado, de 58 años. Hace dos décadas fundó un colectivo de mujeres lesbianas mayores de 30. “Hay una discriminación a las personas mayores. La mayor parte de los grupos es para chavitas”, dice. 
Sus principales experiencias de discriminación han sido los insultos, explica, mientras camina con su pancarta por la avenida Reforma. A su alrededor no cabe un alfiler. Se venden paraguas con el color arcoíris y banderitas y cervezas. Se venden muchas cervezas. 
Tirado explica que para ella salir del closet fue algo sencillo. Y eso que fue hace más de 20 años. Aunque reconoce que, por ejemplo, nunca diría en su club de natación cuál es su orientación sexual. “Son todo señoras casadas y no sé qué pensarían de mí”, dice. 
Durante una larga jornada, la Ciudad de México es un espacio liberado. Desde el Ángel de la Independencia hasta el Zócalo, convertido en inmenso escenario de un concierto al aire libre que hasta Tláloc respetó, hombres y mujeres se expresaron en libertad de un modo que hace años resultaría impensable. Sin embargo, la fiesta no lo es todo. 
Una morra, jovencísima, mostraba un cartel justo al entrar al Zócalo. “No soy jota pero vengo por el desmadre”. 
Quizás no todos lo habían entendido.
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