Obra “Narciso Fracturado”: un trabajo es militante y reivindicativo


El levantamiento de proyectos artísticos que buscan articular una propuesta ideológica y, por extensión, política, es tan antigua como el arte mismo. En el caso específico del teatro, está en su origen en occidente; es posible que haya una confusión en torno a esto en la medida que se trata de un problema formal, es decir, las formas de proferir y sostener los modelos de instalación de estas intenciones ideológicas, a lo largo de la historia y en diversos contextos, se han manifestado de modos más o menos distintos con intenciones más o menos explícitas.
“Narciso Fracturado” es un trabajo cuyas intenciones reivindicativas e ideológicamente militantes son claras, diríase que, incluso, son el sustento de este proyecto que, evidenciando esta lógica, cierra la trilogía “Identidad y Memoria Homosexual en Chile”, antecedida por “Heterofobia” y “Sangre como la mía”, esta última basada en la novela (notable, por cierto) del mismo nombre.

La dramaturgia del montaje, arriesgadamente, trabaja sobre saltos temporales y fragmentariedad de conciencias discursivas, un riesgo que funciona bien en la medida que está sólidamente construida, estructurando un texto atractivo para la escena, exigiendo espectadores que dialoguen con el montaje e incluso completen la obra. En muchos sentidos, se trata de un acierto, pero expondré solo una razón para ello aquí y esta es que, fundamentalmente, se trata de un enriquecimiento y exploración del lenguaje dramatúrgico como un fenómeno que no está fuera de escena, sino que supone la conciencia profunda del ejercicio de la dramaturgia como parte de la acción escénica. 
El punto no es menor, si recordamos que el texto fue desarrollado por 4 dramaturgos, a saber, Jorge Marchant Lazcano, Juan Claudio Burgos, Bosco Cayo y Pablo Dubott, más la asistencia en dramaturgismo del propio director. Es cierto que la obra a momentos repite temas y algunos diálogos quedan un tanto impostados, sin embargo, es justo aclarar que sucede en contados episodios y que el problema no se trata, necesariamente, de una cuestión textual.
Las actuaciones, por su parte, son productivas al texto. Poseen un atractivo particular en la medida que sobre estas se manifiesta una de las propuestas políticas del montaje. Ambos personajes, a lo largo de la obra, juegan con los lugares comunes e incluso con las lógicas discursivas de la discriminación en torno al mundo gay; a partir de la comprensión de esta (me parece) premisa del programa actoral de la obra, este ámbito se caracteriza como un lugar ideológicamente acentuado del montaje.
Nono Hidalgo formula un personaje estridente que marca un lugar de furia y desinhibición, en tanto Freddy Araya acompaña y sostiene a partir  de una modulación más intima y sutil a esa misma lógica de actuación.
Es justo, también, decir que la puesta en escena, en sus diversos ámbitos, queda permeado por un tono de victimización que dociliza que, en última instancia, doméstica la línea contestataria y reivindicativa que parece subyacer al montaje.
La dirección, a cargo de Jimmy Daccarett, logra levantar un montaje que posee diversas complejidades, diría yo, en absoluto comunes. Daccarett organiza una escena que se sitúa desde la fragmentación con objetivos políticos claros y con la búsqueda de un lenguaje que propone un plan escénico de largo aliento. Como toda dirección, posee decisiones y líneas compositivas que potencian el espectáculo fijando estructuras escénicas que permiten la comprensión y sensibilización de la audiencia (más allá de un “mensaje”) con la propuesta. Hay también decisiones que pueden ser cuestionables, difíciles de comprender o digerir y que distancian de la obra, en la medida que, por momentos, esta se convierte en una suerte de elefante blanco escénico.
Una cosa es clara, el trabajo es militante y reivindicativo. En este sentido, asistimos a un trabajo de buena factura que reinstala una temática que ha dejado de tener la resonancia que merece en los últimos tiempos y esto se agradece. Del mismo modo, el montaje (tal vez como todo arte militante) se ve afectada por sus mismas intenciones; llama la atención, por ejemplo, como el problema del VIH, en la obra, se ilustra como monopolizado por el ámbito discursivo gay, así también, el montaje resuena como un estatuto demasiado seguro de una verdad, sin poner en crisis nunca el lugar de habla ideológico desde donde se instala, tendiendo a constituir una visión en blanco y negro que no detecta los grises de una sociedad más ancha y compleja de lo que una postura determinista concluye y, es raro, pues la obra en su totalidad no carece de sensibilidad y hondura emotiva.
El diseño integral, a cargo de Ricardo Romero es un trabajo sutil y extraordinariamente logrado, toda vez que, semióticamente, densifica el trabajo y, desde un cuidado minimalismo, tributa al montaje sin convertirse nunca en protagonista y permitiendo, a partir de su instalación escénica, el mejor desenvolvimiento de la acción. Esto no es en absoluto casual, en tanto Romero es un diseñador que comprende profundamente el sentido del espacio, la mirada y la significación del mismo; hablamos, sin duda, de uno de los mejores diseñadores que hoy día están activos en el país.
Es en esta misma lógica que trabajan los otros integrantes del equipo. Guillermo Donoso y Eduardo Cerón, a través de las proyecciones visuales, comunican emociones claramente a tono con la acción, sumando recursos a la gestación de un mundo posible propuesto en la obra, tal como hace Daniel Marabolí en el universo sonoro, quien genera atmósferas cautivantes y sensibles.
“Narciso Fracturado” es un trabajo complejo, a momentos desigual, que aborda el teatro ético a partir de la estética, cosa que se agradece en una sociedad desmemoriada y tardocapitalista como la nuestra.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



Source link

Related Posts

Add Comment