La necesidad de penalizar efectivamente los delitos contra el medio ambiente


La ausencia de delitos medioambientales es, tal vez, una de las principales deudas sociales, políticas y de desarrollo que tiene el país. La responsabilidad recae sobre casi todos los sectores del espectro político, quienes en el juego del crecimiento económico olvidaron u omitieron la sustentabilidad ambiental como un activo trascendental de un crecimiento sano, con respeto del hábitat y la gente.
Luego de múltiples desastres ambientales y desde hace ya más de 10 años con urgencia, el país demanda la dictación de una ley que establezca delitos ambientales, sin que ello se haya concretado hasta ahora. No han sido pocas las iniciativas parlamentarias, hasta que recién en un texto refundido de ellas producido por el actual Gobierno, se encuentra en estado de ser despachada desde la comisión de medio ambiente del Senado para su votación en la Sala. Dado su carácter, contenido y objetivos, no se espera una aprobación rápida ni fácil.
Para entender este largo proceso se requiere hacer algo de memoria. En los inicios de los años 90 del siglo pasado, cuando el país ni siquiera tenía una legislación ambiental propiamente tal y, se debatía la que sería la Ley de Medio Ambiente, la voluntad esencial de la Concertación fue someter los temas ambientales a la primacía del crecimiento económico del país. Esto cuajó en la creación de una Comisión Nacional de Medio Ambiente y no de un ministerio, la que quedó bajo la tuición del ministerio Secretaria General de la Presidencia, y la tuición superior formal de un Consejo de Ministros. Fue el control político por sobre la prevención o mitigación ambiental.

Así, sin una legislación ambiental que consagrara delitos contra el medioambiente -enfocada sólo a multas menores- fue posible que empresas como Celulosa Arauco y Constitución (CELCO), ocasionaran en los años 2000 un desastre ecológico vergonzosos para la nación, en medio de un Santuario de la Naturaleza y sitio Ramsar, protegido por tratados internacionales, en la ciudad de Valdivia. También hizo posible que la empresa sueca PROMEL cometiera tráfico internacional de residuos peligrosos contaminando a centenares de personas en Arica y que CODELCO derramara relaves mineros por el estero Carén en la comuna de Alhué, sin responder por ello ante nadie. Todos casos, perfectamente evitables, con inversiones previas para que ello no ocurriera.
Esa legislación insuficiente, sin establecer delitos ambientales, ha permitido que la minería impunemente intervenga y destruya indebida, consciente y clandestinamente glaciares cordilleranos, acuíferos confinados y cuerpos de agua superficiales y subterráneas, sin autorización o título alguno para ello, sabiendo o debiendo saber el grave impacto que ello genera en los ecosistemas. Que Quintero-Puchuncaví se institucionalice como zona de sacrificio. Que la CMPC genere derrames de petróleo en el estero Tijerales en Renaico, sin reales consecuencias. Que Essal contamine y deje sin agua a la ciudad de Osorno tras una negligencia grave de sus operaciones.
El año 2016, la OCDE en su Evaluación del Desempeño Ambiental de Chile señaló que: “La legislación penal chilena no establece disposiciones específicas para las infracciones ambientales, situación que ha sido objeto de debates durante los últimos diez años” y recomendó expresamente la formulación de una ley penal para hechos graves.
La iniciativa que se encuentra hoy en el Senado es consecuencia de una insuficiencia grave de nuestra legislación y no un acto creativo del Gobierno o de Congreso. Más aún, su retardo demuestra la renuencia de las organizaciones empresariales y de muchos parlamentarios para, efectivamente, generar instrumentos legales que defiendan el hábitat, la salud de los habitantes y el patrimonio natural del país,
Por cierto, la discusión no es fácil y parte importante del debate ha estado orientado a intentar evitar los dobles juicios, ésto es que ocurrido un daño ambiental grave sea menester, primero, que un Tribunal Ambiental determine la existencia del perjuicio, para recién entonces permitirle a la Superintendencia del Medio Ambiente -u otro legitimado activo si los hubiere- que ejerza la acción penal y se pueda así, realmente perseguir penalmente a los responsables. La interfase temporal de algo así, perfectamente, podría llegar a los 10 años, cuestión absurda, inaceptable y que tendería a la impunidad.
El proyecto, además, no contiene un reforzamiento de la obligación de respetar estudios y permisos ambientales, como regla primera y básica de la responsabilidad por la comisión de delitos medioambientales. Peor aún, establece delitos que son fundamentalmente de carácter doloso y no culposo, cuando se sabe que una parte sustantiva de los desastres ambientales tienen su origen en negligencias o culpas graves, las que finalmente quedarían sin sanción. En cuanto a las multas, siguen siendo exiguas.
Los sectores más críticos al proyecto sostienen -con justa razón- que no contempla una amenaza jurídica real, que sirva de prevención general para el cuidado eficaz del medioambiente, pese a los ajustes hechos en la comisión. Tampoco queda claro cómo se ejercerá la acción penal y quienes serán titulares ante los tribunales.
Todo ésto parece un mal precedente para la COP25, mientras los dramas ambientales -como los de Quintero Puchuncaví- se siguen acumulando.



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