El 11 como pedagogía del deber de memoria


Con el 11 de septiembre del año 1973 se tiende a jugar al empate en la política oficial, en la historia oficial, en la filosofía bien pensante oficial, y qué decir, en el imaginario colectivo oficial. Tendemos a pasar más rápidamente la página de la historia que representa esta fatídica fecha, que todo lo que nos demoramos en dejarnos abatir por los titulares de la prensa televisiva, que seguramente, nos hablarán de barricadas y de jóvenes disparando a diestra y siniestra en la periferia de Santiago, produciendo así, un real y perverso desplazamiento de sentido: el 11 es una fecha que nos divide y que hoy más que nunca significa violencia, protesta y barricada fuera de contexto, el país que nunca quisimos ser, la vía armada hacia la pobreza de la que los militares y los Chicago boys nos salvaron o la posmoderna Chilezuela que los actuales administradores del miedo siguen profitando a más no poder.
Jugar al empate implica, entonces, la existencia de algunos que exigen que se ponga sobre la mesa de discusión histórica, lo que ellos denominan “las causas” del 11, lo que produce en picada un recurso al infinito, pues una causa nos lleva a otra causa y a otra causa y a otra causa. Es un empate torcido por el VAR que controlan unos cuantos jueces, fuera de la cancha de juego, con criterios lisa y llanamente políticos, destinados a mantener el orden del imaginario social y colectivo. Ciertamente el 11 es un día complejo, sin embargo, lo es sólo en una dirección, porque miradas las cosas desde la violación de los derechos humanos perpetrada –diseñada- ejecutada y dispuesta para su posterior olvido, es decir, miradas las cosas desde “lo imperdonable”, no hay dos opiniones. El 11 significa una sola cosa y no es posible ningún empate ni juego de abalorios.
Muy rápidamente pasamos por alto la obligación moral de recordar “lo atroz”, “lo terrible”, “el horror”, la violencia extrema y fundadora, la ira del honor militar, la perversión –dicho a la chilena- del “hacerse el gil” que la élite inauguró con tanto éxito. Muy rápidamente olvidamos lo que se conoce como el “deber de memoria” y qué decir, podríamos ser capaces hasta de dejar fuera del currículum escolar la pedagogía que hay en ese deber.
Lo imperdonable –expresión de Jankélévich- aconteció en Chile y es deber moral resguardarlo en la memoria, mantenerlo presente, hacerlo presente, y reflexionarlo. Las condiciones históricas de producción de este deber, y además, sus condiciones pedagógicas y educativas, no están a la altura de lo que ocurrió. Nos falta mucho que crecer como educadores de la memoria. La educación chilena en su currículum juega las más de las veces a ese empate que es finalmente otra forma de olvido. El deber de memoria es conjugable sólo mediante el imperativo, “debemos recordar”. No es pura memoria en su función declarativa o narrativa. No es un corpus discursivo para doctorantes en historia. El deber de memoria no quiere ser nunca una genealogía histórica sin sujeto moral. Se trata más bien de lo contrario: es una memoria moral que tiene como primer deber –sin ser un mero juego de palabras- no perder nunca su memoria.
¿Un 11 más? ¿otro 11 más?… pues eso es la banalidad del mal. El olvido hecho espectáculo.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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