¿Qué pasó con los migrantes que llegaron hace un año en la caravana?



Si le preguntas a Ayyi Collins, hondureño de 22 años, sobre qué es lo mejor que ha hecho en su vida, te responde sin pensarlo: “la caravana”.
Y eso que Ayyi es de los que no lograron su objetivo tras su larga marcha centroamericana que entre octubre y noviembre de 2018 atravesó México con destino a Estados Unidos.
El joven caminó durante mes y medio junto a sus compañeros. Pidió raite, subió en camiones, durmió a la intemperie. Pasó hambre, frío, sueño, calamidad. Estaba a puntito de lograrlo. Pero cuando se encontraba a un paso del sueño americano, cuando ya pisaba tierra californiana, cuando creía atravesar los primeros metros del éxito, fue interceptado por una patrulla fronteriza.
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No hay datos sobre cuántos de los integrantes de la caravana lograron su objetivo o cuántos fueron deportados. Según estimaciones del Colegio de la Frontera del Norte (Colef), una institución con base en Tijuana, Baja California, a esta ciudad llegaron unas diez mil personas que integraban las marchas de octubre y noviembre de 2018.
Es imposible hacer estadísticas sobre qué ocurrió con cada uno de ellos. Algunos pidieron asilo. Otros cruzaron de forma irregular y se convirtieron en indocumentados en Estados Unidos. A otros, como a Ayyi, los atraparon, los encerraron y les deportaron.
Según datos del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), en el año fiscal de 2018 fueron deportados 28,218 hondureños, 15,455 salvadoreños y 50,319 guatemaltecos. Solo los mexicanos superan a los centroamericanos en número de expulsiones, con 141,45 retornados. Es decir, en un año Estados Unidos expulsó a más mexicanos que guatemaltecos, hondureños y salvadoreños juntos.
Los datos de 2019 todavía no son públicos y ahí aparecería gente como Ayyi, detenido en 2018 pero deportado meses después.
El joven recuerda perfectamente el momento en el que fue interceptado.
“No moverse. Mi perro va a morderlos. ¿Usted tener papeles?”, le dijo el agente norteamericano.
Para cuando se dio cuenta, el pobre Ayyi ya estaba rodeado: perros, agentes, vehículos policiales y hasta un dron. Todo el despliegue que la mayor potencia del mundo es capaz de exhibir para frenar el camino de un grupo de centroamericanos cansados, hambrientos y enfermos.
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Sería el mes de diciembre cuando Ayyi fue atrapado y encerrado en la “hielera”, los centros de detención del Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos. De ahí, a una cárcel en Adelanto, California, donde permaneció dos meses. Y de ahí, de vuelta a Honduras, a El Progreso Yoro.
A pesar de todo, Ayyi asegura que mereció la pena.
“Es una aventura que nunca se olvida, todos los días me acuerdo, las personas que conocí, las que me enseñaron, a las que les enseñé. Hubo días tristes, alegres, cansados, fuertes. Pero fue un tiempo lleno de historias, aventuras y retos”, dice, por teléfono, desde su humilde casita ubicada en Progreso, Yoro, un municipio del norte de Honduras, a 30 minutos de San Pedro Sula. Él reside en el barrio de San Jorge, una zona humilde y con fama de peligrosa. En todos los barrios hay alguien que manda y, en el caso de San Jorge, es la Mara Salvatrucha, la MS-13, la pandilla que rivaliza con el Barrio 18 y que opera en Guatemala, El Salvador, Honduras, sur de México y Estados Unidos.
Hace exactamente un año, miles de centroamericanos atravesaban México, convertidos en un campo de refugiados itinerante. Ayyi Collins era uno de ellos. Él no tuvo suerte. Lo atraparon cuando ya tenía la miel en los labios. Otros, sin embargo, tocaron el cielo con sus propias manos y se encuentran en Estados Unidos. Algunos se quedaron a medio camino y han convertido México en su hogar, aunque siempre con la vista puesta en cruzar al gabacho.
“Me quiero marchar”, dice Ayyi. Saber que no lo quieren en Estados Unidos no es motivo suficiente como para no pensar en buscar una mejor vida.
Desde que lo deportaron, el joven hondureño lo ha intentado todo. Buscó trabajo en Honduras, pero a los tres meses tenía la maleta nuevamente hecha. Con dos intentos fallidos de alcanzar el Norte (el primero abortado por un secuestro a manos del crimen organizado en Tamaulipas y el segundo, el de la caravana, frenado por la Border Patrol), Ayyi optó por cambiar de rumbo. Y miró hacia el sur, hacia Costa Rica. Allí llegó con una visa de turista y ganas de trabajar. Pero tampoco tuvo éxito. Pasó por un carwash y vendió frutas, pero cuando venció el plazo de tres meses se regresó a Honduras.
Actualmente trabaja como taxista.
Ser taxista en Honduras es una profesión de alto riesgo.
Entre enero y julio de 2019, un total de 18 taxistas fueron asesinados según el Comisionado de los Derechos Humanos, que reportó 75 muertos en ataques al transporte público.
A los taxistas en Honduras, Guatemala o El Salvador, los extorsionan. Y, si no pagan, los matan. Eso lo sabe bien Ayyi. “Es peligroso, pero la vida es un riesgo”, dice, riendo. Luego asegura que algo ha cambiado en su zona, que ya no se rentea a su gremio. Una buena noticia, al menos.  Su gran preocupación es el salario. Asegura que hay días en los que trabaja 14 horas y apenas llega con diez dólares en el bolsillo. “Trabajo para comer”, dice, frustrado.
Es un tipo optimista, Ayyi. Pero está decepcionado. Dice que quiere progresar, que quiere un empleo, que quiere vivir tranquilo. Por eso sabe que su futuro no está en Honduras. Solo es cuestión de tiempo que vuelva a intentar huir.
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Lo deportaron por considerarlo “líder” de una caravana
Walter Pomilio Coello tiene 42 años y una vida de trotamundos. Dos veces residió en Estados Unidos y dos veces tuvo que regresar a Honduras: la primera por su propio pie y la segunda deportado. Dicen que a la tercera va la vencida, pero se le resiste a este hombre de Tegucigalpa que trabajaba como taxista, pero se hartó de pagar extorsión a las pandillas.
Walter es uno de los tipos que conoce bien la caravana porque estuvo desde el principio. No logró su objetivo de alcanzar el norte. Fue deportado a Honduras por las autoridades mexicanas. Recurrió su proceso y, a pesar de tener una alerta migratoria, actualmente reside en Tijuana, donde trabaja en una filial de Samsung.
Su historia es la de un tipo obligado a escapar al que el camino convirtió en activista. La deportación por parte de México, el precio que tuvo que pagar por ese compromiso.
Él fue uno de los primeros 200 que se reunieron en la estación de San Pedro Sula aquel 12 de octubre en el que nadie imaginaba lo que estaba a punto de ocurrir. Estaba harto de pagar extorsión, que en Honduras se conoce como “impuesto de guerra”. No es que pagase una, ni dos, ni tres. Es que pagaba cuatro cuotas diferentes a cuatro grupos delictivos distintos: Mara Salvatrucha, Barrio 18, Los Chirizos y los 12 Templarios. Las dos primeras son las grandes pandillas que operan en Honduras, Guatemala, El Salvador, sur de México y Estados Unidos. Los segundos, grupos locales que también matan, secuestran, extorsionan y trafican.
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Tanto le exprimieron que Walter decidió marcharse, por no pasar doce horas al volante para pagar a otros tipos para que no lo mataran. Además de migrantes, se implicó en tareas de organización de esa caótica serpiente que fue la caravana. En concreto, en la seguridad: tratar de ordenar a miles de hombres, mujeres y niños cansados, decepcionados, deshidratados, enfermos y procedentes de una de las partes del mundo con mayores índices de violencia.
Walter.
“La caravana fue algo maravilloso, una experiencia única en la vida, poder ayudar a la gente, a las madres con niños, a los ancianos. Es bonito, una aventura. Uno sufre, pero gracias a Dios a los lugares que llegamos fuimos bien atendidos”, dice.
Hace un año todos relatamos el penoso tránsito de la marcha de los pies doloridos. Ahora, sin embargo, sus participantes recuerdan la épica, el apoyo mutuo, los buenos momentos.
La historia de Walter comenzó a torcerse en enero, con la primera caravana del año. En aquel momento el gobierno de Andrés Manuel López Obrador todavía fomentaba el espejismo de una gestión “ordenada” de la migración con la entrega de más de 13,000 tarjetas de visitante por motivos humanitarios en la segunda quincena del mes. Walter fue uno de los beneficiados.
El objetivo seguía siendo Estados Unidos y tener tarjeta legal no significaba disponer de los medios para atravesar México. Así que cientos de centroamericanos quedaron dispersos, en su mayoría en Chiapas.
Walter asegura que él trataba de colaborar con ellos, preparando comidas y organizando con otros voluntarios. Hasta que el 8 de febrero fue arrestado en Ciudad Hidalgo, en la frontera entre Guatemala y México, por agentes de la Policía Federal y el Instituto Nacional de Migración. Lo mantuvieron incomunicado una semana en la estación migratoria Siglo XXI, en Tapachula, hasta que fue trasladado a Ciudad de México. De ahí, en un avión, deportado a San Pedro Sula, donde llegó sin la posesión más preciada para un migrante que quiere moverse por México: su tarjeta de visitante por motivos humanitarios, que algún funcionario se la arrebató y no se la regresó jamás.
Dice Walter que los agentes le aseguraron que lo tenían que devolver porque tenía cuentas pendientes con la justicia en Honduras. Pero que, al llegar a la comisaría de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI), los agentes le miraron con cara rara, preguntándole que por qué estaba allí si nadie le estaba buscando. Así que dio media vuelta y regresó a México.
Actualmente se encuentra en Tijuana, trabajando. Además, sigue tratando de regularizar su situación. Se queja de que le impusieron una alerta migratoria por considerarle un “líder” de la caravana, pero él niega todo, asegura que es un taxista que quiso llegar a Estados Unidos por tercera vez y que, en el camino, se dedicó a apoyar a otros.
A pesar de la deportación, está agradecido con México. “Gracias a Dios, le doy gracias a México, no he tenido problemas con las autoridades”, dice. Asegura que el salario en Tijuana rinde más que lo que ganaba en Tegucigalpa pero que, sobre todo, lo que ganó fue tranquilidad.
Quién sabe si volverá a intentar cruzar a Norteamérica. Al menos, ahora, está a salvo.
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