Protestas en el mundo árabe: un río que no cesa



Protestas en Beirut (Líbano), octubre de 2019. Foto: Shahen books, trabajo propio (Wikimedia Commons / CC BY-SA 4.0)
No es, como nos indican los casos de Hong Kong, Chile, Bolivia o Francia, un asunto exclusivamente árabe. Tampoco responden a las mismas motivaciones, dado que las particularidades de cada sociedad imprimen un fuerte carácter nacional a cada uno de los movimientos de protesta que se están registrando hoy en diversas partes del mundo. Y, por supuesto, no cabe identificar una única causa para explicar procesos como los que se están registrando en Argelia, Egipto, Líbano, Irak o Sudán. En todo caso, sin caer en el error de creer que hay un simple efecto contagio que explica lo que en ellos ocurre, es evidente que el vaso de la paciencia ciudadana árabe está tan lleno que cualquier gota añadida puede acabar por desbordarlo. Y eso mismo vale para el resto de los 22 países árabes, en la medida en que en todos ellos las asignaturas pendientes –tanto en el ámbito social como en el político, económico y de seguridad– son abrumadoramente más numerosas que las ya aprobadas.
Y es ese pésimo balance estructural, mucho más que los perfiles exactos de las gotas que acaban por provocar el desbordamiento –sea un joven que se inmola ante una comisaría, como en Túnez, o el intento de aplicar una cuota mensual de casi 6 euros por las llamadas telefónicas de Whatsapp, en Líbano–, lo que debemos tomar en consideración para analizar lo que sucede. Así, en un repaso de urgencia, cabe entender que:

Ninguno de estos países carece de medios y recursos suficientes para garantizar una vida digna a sus pobladores. El hecho de que no la tengan no es el resultado de una condena divina ni de una incapacidad metafísica, sino el efecto directo de una acción política nefasta, corrupta por sistema, crecientemente ilegítima y generadora de una desigualdad insoportable que acaba dejando en la cuneta, con todos los matices que quepa añadir, a la inmensa mayoría de la población.
Ese modelo de gestión política está completamente fracasado a ojos de los propios gobernados (difícilmente se puede decir ciudadanos) y solo se sostiene a duras penas gracias a su capacidad represiva y a un clientelismo y paternalismo que solo funciona parcialmente cuando la coyuntura económica es favorable. Dicho de otro modo, los millones de árabes que habitan esos países no esperan ya nada de unos dirigentes que han mostrado sobradamente que solo se mueven para mejorar sus privilegios de casta.
Esa clase política ha dilapidado totalmente su capital político ante los ojos de una población que, consciente de su mala situación y de que en el siglo XXI hay otras alternativas para ver satisfechas sus necesidades básicas y garantizada su seguridad, no quiere contentarse con más cambios cosméticos, sino que demanda una limpieza a fondo de un sistema profundamente disfuncional. Así se explica que, a diferencia de tantas otras movilizaciones en el pasado, estas sean mucho más transversales, superando el tradicional sectarismo, con profusión de banderas nacionales (en lugar de las habituales de signo partidista) y sin que la religión juegue en ellas un papel destacado.
Hoy como ayer, la respuesta de los gobiernos afectados vuelve a combinar la tradicional represión policial con las parciales promesas (escasamente creíbles) de nuevos pasos en la senda de unas reformas eternamente pendientes, sin que nada de eso asegure que la situación pueda volver a una calma que, de hecho, hace mucho que no existe.
Las injerencias foráneas –tanto por parte de potencias regionales como globales– son, desde hace tiempo, elementos que añaden incertidumbre a las agendas nacionales. No puede extrañar así que, aunque en el arranque inicial quepa identificar factores endógenos, de inmediato las movilizaciones quedan contaminadas por los cálculos de esos agentes exteriores, que en demasiadas ocasiones pasan por encima de las necesidades y expectativas de las poblaciones locales.
El parco balance de la primera oleada de movilizaciones que sacudió el mundo árabe en 2011 –saldado en todo caso con la caída de cuatro dictadores–, aconseja la máxima cautela a la hora de analizar lo que pueda suceder hoy en esta segunda. En todo caso, mientras son muchas aún las incógnitas por despejar, ya cabe concluir que sin la presión popular –mayoritariamente pacifica– ninguno de estos imperfectos regímenes ha mostrado la mínima señal de contar con la necesaria voluntad política para modificar las bases de unos modelos tan desiguales.
Sobre el terreno se visibiliza hoy una doble corriente: revolucionaria y contrarrevolucionaria. Por la primera vía desfilan los movimientos ciudadanos que apuestan por un cambio sin hipotecas con un pasado sin futuro. Se trata de una población que, impulsada por su frustración suprema con la situación actual, ha perdido el temor a ser arrestada o eliminada por unas fuerzas de seguridad que ya han demostrado holgadamente su perfil violento. Ellos son, también con diferencia, los más débiles y los que menos apoyos tienen para sostener el pulso en las calles.

Por la otra se hacen presentes actores mucho más poderosos, con un aparato represivo, de propaganda y económico mucho más potente, interesados en neutralizar la protesta por todos los medios (incluso sobreactuando con una violencia desproporcionada por el miedo a que la situación se les escape de las manos). El mantenimiento del actual statu quo, del cual son los principales beneficiados, es así su objetivo principal.
Para remate (desgraciado y hasta escandaloso), tanto Estados Unidos como el conjunto de los países de la Unión Europea parecen cada vez más decididos a alinearse con estos últimos. Sin entender que ese cortoplacismo no servirá para defender mejor sus verdaderos intereses, se muestran mayoritariamente inclinados a proseguir con un ejercicio que no solo es incoherente con sus propios valores y principios, sino que refuerza aún más (incluso aunque no lo deseen) a las fuerzas retrogradas que hoy lideran los gobernantes de Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos o Egipto, entre otros.
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