Mi mejor enemigo: de la ACES y el gobierno



Para el filósofo y politólogo alemán, Carl Schmitt, la totalidad de la política se basa en el criterio de amigo-enemigo. Se trata de definir a un nosotros, de crear una pertenencia -fundada, desde luego, en ciertos motivos (valores, principios, etc.)-, y, al mismo tiempo, a un grupo que sirva de opositor a esa noción establecida y sus componentes. “Enemigo -dirá Schmitt- es sólo un conjunto de hombres que siquiera eventualmente, de acuerdo con una posibilidad real se opone combativamente a otro conjunto análogo”. No obstante, aun cuando exista esa “oposición combativa”, el enemigo, justamente por no formar parte de ese nosotros, es a la vez imprescindible para este grupo, pues le permite justificar su propia condición particular. La pertenencia existe, en este caso, siempre y cuando exista un otro adversario. En este adversario no hay nada de natural: “Sólo es enemigo el enemigo público, pues todo cuanto hace referencia a un conjunto tal de personas, o en términos más precisos a un pueblo entero, adquiere en sí mismo un carácter público”. El enemigo es siempre público pues es siempre elaborado, presentado como tal con el propósito de articular un relato específico que sirva de razón de existencia a dicho nosotros o le sea provechoso en algún grado. Al enemigo siempre se le declara como enemigo.
Dado su carácter absoluto, esta dualidad estaría presente en todo tipo de expresión política, y nuestro objeto de análisis no vendría a ser la excepción.
Desde acontecido el estallido social que el gobierno no goza de buen aspecto; es más, no lo gozaba desde antes que ocurriese, y su estado actual viene solo a dar cuenta irrefutable de su efectiva inutilidad. Abrumado por un pueblo legítimamente vehemente e inflexible con sus autoridades (calificativo, este último, más que risible a estas alturas), o con “los poderosos” en general,  y que demanda, no reformas, sino el cambio completo de un modelo ya derrumbado, la respuesta por parte del sistema político y del ejecutivo en especial ha sido la de optar por la alternativa policial, eso a lo que llaman, en términos concretos, “resguardar el orden público”. Usan -malusan, abusan- de la fuerza física del Estado, y con ello del principio de legitimidad que la justifica, con tal de conservar un orden insostenible pero que les favorece. Su decisión es a todas luces absurda (favor, preguntarle a María Antonieta y al monarca), sin embargo, es su decisión al fin y en su absurdo es que ahondaremos.
Con su línea política, resultado de la sumatoria entre represión y reformismo (reformismo, aunque sea como simple apariencia, que, en efecto, lo es, y que si no lo fuera sería igualmente baldío), el gobierno intenta establecer como propia una noción, de configurar un nosotros a partir de un motivo específico: el orden. Ante tanto caos e incerteza, nosotros somos la respuesta. Nuestras formas y nuestros métodos son los correctos: doblegar para luego disponer; ir por la razón de la fuerza. Tal es el relato. Esa es su esencia al menos. Sin embargo, ¿cuáles serían aquí los enemigos? Si los amigos son quienes abogan por el orden -en los términos en que este se encuentra planteado-, los enemigos, entonces, vendrían a ser quienes, de una u otra manera y por motivos diversos, estén en contra del orden que se postula y que manifiesten su desacuerdo “combativamente”, es decir, que lo disputen en lo público. Grupos públicamente contrarios al gobierno y a su singular visión del orden hay muchos; desde profesores y ancianos organizados hasta capuchas y anarquistas acérrimos. La paleta de colores es amplia y pródiga en matices. Mas no olvidemos: “Solo es enemigo el enemigo público”. El enemigo es enemigo únicamente en tanto el nosotros, en este caso, el gobierno, le califique como tal. Al mismo tiempo que lo aborrece, el nosotros -el gobierno- comprende que todo contrario le puede ser funcional, la cuestión residiría, entonces, en cómo utilizarle instrumentalmente para la consecución de sus fines.
Es aquí que hace su entrada la ACES.
Luego de tiempos tumultuosos, el gobierno había experimentado el relajo generalizado que todo final de año trae consigo. Es que hasta las revoluciones necesitan vacaciones. No obstante, dicha calma aparente sería desafiada: enero, y la Prueba de Selección Universitaria (PSU), reagendada debido a la “situación nacional”, iba, finalmente, a ser rendida. La PSU es, sin duda, parte relevante del modelo de sociedad impugnado en Chile por el estallido de Octubre. Siendo así, era esperable que surgieran voces que llamasen a acabar con ella definitivamente. Entre el murmullo, la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios (ACES) fue la que supo articular (más o menos) mejor el grito de rechazo. El gobierno veía en este acto una afrenta, es cierto, pero era en la afrenta y en su exageración que hallaba una posibilidad de provecho. Así pues, la estrategia consistía en, primero, realizar una equivalencia práctica: estudiantes=ACES; luego relacionar a estos con anarquía y violencia sinsentido. El gobierno era orden, los estudiantes -la ACES-, caos. Con el caos no se discute, al caos se le doblega. De ahí las conductas posteriores del gobierno: ostentar el garrote, demonizar a los estudiantes, amenazarles con todo tipo de sanciones. En la medida que lo hacían y estos reaccionaban, comenzaba un juego mediático creciente. La ACES, y su vocero, Chanfreau, iban ganando importancia en la prensa (su vocero mas no su vocera, Ayelén Salgado. ¿Sexismo en los medios?). A través de las impensadas tribunas con las que ahora contaba, el llamado a boicot se fue expandiendo. El movimiento tomó fuerza. La ACES y su vocero se habían vuelto influyentes. Pero nunca hay que confundir la influencia con el poder verdadero.
El gobierno sabía de antemano las consecuencias de su estrategia: la magnitud alcanzada por el llamado a boicot haría imposible que la rendición de la prueba se llevara a cabo en todos los establecimientos, y suponía, inevitablemente, enfrentamientos entre quienes ese día protestaran -fueran o no estudiantes- y fuerzas policiales. Lo que sucedió, de hecho, no escapó de los pronósticos, tanto así que debido a esas razones la prueba tuvo que ser reagendada, para quienes no pudieron rendirla, en hasta dos oportunidades y los detenidos en una de las jornadas superaron las cuarenta personas. Pero que la candidez no nos engañe: el escenario deseado era ese. En efecto, la estrategia del gobierno, del gobierno del orden, era apostar al caos, generar el desorden y suspenso necesarios para poder figurar luego como defensor de los estudiantes verdaderos, contrarios al boicot, y de su “legítimo derecho” (¡derecho!) a dar el examen, y, con esto, recobrar ante el país la imagen caída en desgracia de su propia capacidad política. Para lograrlo, requerían de un enemigo, un enemigo relativamente conocido pero banal, con una débil orgánica política pero que fuera capaz, con los estímulos correctos, de mantener las llamas encendidas el tiempo suficiente. Alguien que, sin al parecer saberlo, sin darse cuenta, se dejase utilizar. Desde el gobierno sabían que la ACES supondría problemas, pero sabían, además, que no había forma de que pudiera impedir la totalidad del proceso de admisión. Es por esto que la elaboraron como enemigo, su debilidad era uno de sus más grandes atractivos. Ahora, con el proceso de admisión ya concluido, la derrota de la ACES es ostensible. Sin mención ni prensa, vuelve a ser, no lo que era, sino lo que siempre fue tras las apariencias: intrascendente.
No obstante, quien crea que el gobierno es aquí el vencedor indiscutido no podría estar más equivocado.
Salir victorioso ante un enemigo poderoso es siempre valorable. El acto da cuenta, a su vez, del poder que uno mismo posee. Salir victorioso ante un enemigo débil es algo que, si se es supuestamente poderoso, no sería más que algo lógico. Pero el hecho de, siendo supuestamente poderoso, salir herido siquiera ante un enemigo débil, no incrementa un ápice ni mantiene tu poder, al contrario: lo cuestiona. El gobierno se intentaba mostrar poderoso -cuando no lo es- y salió considerablemente herido por un enemigo menor. Ellos -que plantearon un escenario completo que, en efecto, ocurrió- todo el tiempo no hicieron más que fabricar su propia contraproducencia. A pesar de llevar a cabo el proceso, no consiguieron el efecto que tanto pretendían, de demostrar que estaban capacitados de gestionar una crisis de manera eficaz, cuestión de la que -y todo lo vivido vino a reafirmarlo- carecen por completo. El gobierno, pues, salió derrotado de su juego que solo tuvo vencidos. Y eso, eso sí sería algo indiscutido.

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