Refugiados de Venezuela en Alemania: “Es como una cárcel”, las penosas condiciones en las que viven algunos venezolanos en Leipzig



Pese a estar rodeado por una doble cerca de alambre de más de dos metros, cámaras de seguridad por doquier y una garita con un vigilante monitoreando la entrada y salida de las personas, no es una cárcel.
Pese a su aspecto de prisión, hablamos de un centro de refugiados ubicado a unos cuatro kilómetros del centro de Leipzig, una ciudad en el este de Alemania. Allí hay cientos de venezolanos.
Luisa Granados, de 64 años, es una de las inquilinas de Max-Liebermann, ubicado en una calle del mismo nombre donde se ven más venezolanos que alemanes y parece ser más común escuchar español que el idioma local.
Luego de una larga travesía, esta mujer originaria de Maracaibo llegó a Alemania hace apenas tres meses, sin un centavo en el bolsillo.
“Unas amigas venezolanas, viendo mi situación económica, me regalaron el pasaje. En 2018 me fui a Estados Unidos, donde ellas viven, estuve un rato en Miami y después me mudé a Monterrey. Pero allá la delincuencia también es grave y estando AMLO en el poder me dio miedo de que las cosas se pusieran como en Venezuela, entonces desistí de quedarme allí”, explica.
Su vida en Venezuela comenzó a deteriorarse en 2007, cuando el gobierno del difunto presidente Hugo Chávez le expropió su mina de arena en el estado Zulia, cerca de la frontera con Colombia.
Después de tres años de litigios legales con el Estado, un ministro de la época se reunió con ella y le dijo: “Mira, Luisa, como tú lo sabes nosotros tenemos mucho poder y decidimos que tú no vas a trabajar más”.
“Desvalijaron la empresa y todos mis ahorros se vinieron abajo. Cuando me fui del país, solo contaba con mi jubilación, alrededor de US$3 mensuales. Y yo era el sostén de mi familia y de mi mamá, que actualmente está en un asilo en Venezuela”, dice sin poder contener las lágrimas.
Siguiendo el consejo de sus amigas en EE.UU. y de un youtuber, que explicaba el proceso para pedir asilo en Alemania, Luisa llegó a Europa en octubre de 2019 y, luego de una corta estadía en Berlín, fue trasladada al centro de Max-Liebermann por las autoridades alemanas.
“Es como si quisieran ocultarnos”
La crisis ha forzado a casi 4,8 millones de venezolanos a abandonar sus hogares y emprender una nueva vida en otras latitudes.
De estos, más de 700.000 han tramitado solicitudes de asilo, una cifra que representa un incremento de 4.000% con respecto a 2014, según la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur).
Max-Liebermann no es el único centro de refugiados con venezolanos en Leipzig; en las afueras de la ciudad se encuentra otro, conocido como Dölzig.

Solicitantes de asilo venezolanos

Si bien a primera vista el lugar donde hace vida Luisa parece remoto y recuerda a una cárcel; comparado con el centro de Dölzig, Max-Liebermann es bastante céntrico y decente.
Se necesita casi una hora de viaje en autobús y caminar por el medio de la carretera por unos minutos -o sobre barro si no te importa ensuciarte los zapatos- para llegar a este sitio ubicado en el medio de la nada.
“El supermercado más cercano queda a kilómetros de distancia. Aquí no vive nadie: es como si quisieran ocultarnos y que no nos mezclemos con la civilización”, explica Eduardo*, otro solicitante de asilo venezolano que no quiso revelar su identidad por miedo a represalias del gobierno alemán.
Una habitación compartida con seis personas
Eduardo también se queja de la falta de privacidad en el campo, pues comparte una habitación con 6 personas.
Exmiembro de un partido político de la oposición venezolana, Eduardo se considera un perseguido político que tuvo que huir de su país con dinero prestado después de que atentaran contra su vida.
Llegó a Alemania en 2019 “pensando que el proceso de asilo era organizado y justo”, pero asegura haberse dado cuenta poco después de su llegada de que no lo es.
El equipo de BBC Mundo contactó a las autoridades del estado de Sajonia pidiendo un permiso para realizar un reportaje audiovisual en ambos centros, pero la solicitud fue negada por “motivos de seguridad”.
Eduardo considera que la verdadera razón es que no quieren que el mundo vea cómo viven los solicitantes de asilo en Alemania.
“Si yo hubiera sabido lo que viviría aquí y lo frío que son los alemanes, me habría ido a otro lado, tal vez a otro país de América Latina”, asegura.
“Nunca pensé que tendría que abandonar a mi hijo”
Desirée Briceño es más entusiasta que su compatriota caraqueño.
Como Luisa, ella también es zuliana y llegó al campo de Max-Liebermann con su hija de 14 años en octubre. Su hermana, que vive en Hamburgo, la alentó a que comenzara el trámite en esa ciudad norteña, pero poco después de enviar su solicitud fue trasladada a Leipzig, una ciudad que no sabía que existía.
La Oficina Federal de Migración y Refugiados (BAMF, por sus siglas en alemán) distribuye a los solicitantes de asilo a lo largo y ancho del territorio de acuerdo a su nacionalidad. Desirée ha notado que “a los peruanos y salvadoreños, por ejemplo, los envían a Baviera, en el sur, y a los venezolanos a Sajonia, en el este”.
La crisis política, económica y social que atraviesa la nación petrolera obligó a esta licenciada en administración de empresas a tomar la difícil decisión de emprender un viaje hacia lo desconocido y así intentar ofrecerle a su hija un futuro mejor.
“En la Venezuela actual no hay ningún tipo de oportunidades para salir adelante. Yo nunca pensé que tendría que abandonar mi país, a mi familia y a mi hijo que aún está allá”, relata.
Los alemanes: “cerrados e inflexibles”
Su experiencia, contrariamente a la de Eduardo, es positiva. “Yo trato de ver el lado bueno de las cosas. Aquí tenemos al menos un techo, comida y esperanzas”.
Esta mujer de 45 años describe su vida en Leipzig como tranquila y organizada: “Es como un pueblo grande. La sociedad es un poco conservadora, pero hay muchas actividades culturales y cosas qué hacer”.
Y si tiene algo que criticar sería el carácter “cerrado e inflexible” del pueblo alemán. “Todo lo contrario a nosotros los latinos que somos abiertos y cálidos”, explica.
Pero aun así dice sentirse a gusto con su nueva vida y agradecida con el gobierno alemán.
Cerca del 80% son venezolanos
Tanto en Max-Liebermann como en Dölzig, la mayoría de los migrantes no habla ni alemán ni inglés, por lo que su comunicación con el exterior es limitada.
Algunos reciben clases de alemán básico todos los días y los más pequeños van a una escuela destinada a ayudarlos a ingresar al sistema educativo local. En tan solo tres meses, la hija de Desirée, que domina el inglés, ha aprendido a defenderse en la lengua de Goethe.
De acuerdo con sus inquilinos, al menos un 80% de los solicitantes de asilo en ambos centros son venezolanos, pero también hay vietnamitas, georgianos, cameruneses, entre otras nacionalidades.
Cada grupo está segregado. Los venezolanos se pasean juntos y son más, mientras que los pocos vietnamitas y georgianos andan por su lado, sin mezclarse. “Ha habido roces entre las diferentes comunidades, pero no es tan común”, dice Eduardo.
El tráfico de drogas en estos campos también parece estar al orden del día. Según el caraqueño, no es raro ver gente drogada. “Todo el mundo lo sabe, pero nadie dice nada porque generalmente no se meten con nadie”, explica.
En el centro de Max-Liebermann, considerado como modelo, los refugiados cuentan con una guardería, una cancha, un pequeño gimnasio, una lavandería y hasta una peluquería.
“Te dan todas las cosas para que te arregles tú misma. Aquí hay profesionales, así que entre nosotras nos acomodamos y quedamos bellas”, se ríe Desirée.
“Es como una cárcel”
Pero en Dölzig, la realidad es distinta. “Las condiciones de vida son paupérrimas. Hay una carencia absoluta de actividades de esparcimiento, por eso hay gente que vive día y noche sentada viendo para el techo. Tienes que comer, ducharte e incluso ir al baño en horas específicas: es como una cárcel”, denuncia.
Y un viaje a Leipzig es algo que la mayoría no se puede permitir. “Representaría un costo de siete euros diarios y nuestro presupuesto semanal es de €35 (US$39) que nos da el Estado alemán”.
A Desirée tampoco le gusta que le dicten la hora a la que tiene que comer o ducharse. “Es difícil, porque uno siente como que están manejando tu vida y no debería ser así porque uno no está preso”.
El proceso de solicitud de asilo puede durar entre dos meses y un año. “Todo depende de tu caso: es una lotería”, afirma Desirée, quien agrega que el que te lo aprueben o no también parece ser un sorteo.
Durante este periodo, los solicitantes no pueden trabajar. Mientras que Eduardo tiene más de seis meses esperando una respuesta y comienza a desesperar, Daniel*, otro caraqueño que llegó a Alemania en octubre, vio su solicitud aprobada en tan solo dos meses.
“Los casos de asilo político reales suelen ser tramitados rápidamente. Las autoridades se tardan más con los casos de refugiados económicos, los detectan y muchas veces rechazan sus solicitudes”, explica Daniel.
Arroz solo por una semana y pasta por dos
Él también dice ser un perseguido político, exmilitante de un partido de oposición que tuvo que huir del país “cuando las cosas se pusieron feas”.
“Primero me fui a Colombia, donde trabajé un par de meses con el fin de reunir dinero para venirme a Alemania. En Bogotá, vi a un montón de venezolanos durmiendo en las calles, aquí al menos te garantizan un techo, comida e incluso algo de dinero”.
Para este joven todo es relativo y depende de la situación personal que se tenía en Venezuela. “Yo en Caracas llegué a comer arroz solo por una semana, y pasta por dos, así que para mí el refugio ha sido un paseo”, confiesa.
732 solicitantes de asilo venezolanos se instalaron en Sajonia el año pasado, un número muy por encima de los 404 casos registrados en 2018, y más del triple de las 203 solicitudes recibidas en 2017, según cifras de la BAMF.
Estos números no incluyen a inmigrantes ni a estudiantes, por lo que el número de venezolanos que ha llegado a Alemania es mucho mayor y la comunidad del país petrolero tanto en Leipzig como en Dresde, la capital de la región, ya comienza a ser visible.
Una noche diferente
Cae la noche del viernes, y un grupo de alrededor diez venezolanos, la mayoría con solicitudes aprobadas y un par del centro Max-Liebermann, se pasea por la Richard-Wagner-Platz que es “como la Plaza Venezuela de Leipzig”, el epicentro y una encrucijada obligada de la ciudad.
Indecisos sobre sus planes y sin muchas opciones, deciden hacer algo diferente: irse a un bar a bailar.
Pero cuando se cuenta con un presupuesto semanal de €35 -es decir €5 diarios- tienes que pensarlo dos veces.
“Yo soy medio exigente con el alcohol, pero podemos comprar este ron que está baratico y mezclarlo con un juguito de naranja”, dice una de las integrantes del grupo.
Los demás aceptan silenciosamente la propuesta y minutos después se sientan a beber en una plaza de la ciudad antes de ir a pasar una noche distinta, que para algunos se tiene que acabar antes de medianoche porque después no hay tranvía… “y un bus hasta Max-Liebermann tarda demasiado”.
A la espera de una decisión
Desirée y su hija no tienen planes para volver a Venezuela en el futuro próximo.
“Incluso si las cosas comienzan a mejorar ahora, el país tardará al menos 10 años en recomponerse y yo no quiero desperdiciar mi vida y la de mi niña en una sociedad que está descompuesta”, dice la maracucha.
Luisa, por su parte, no ve la hora de poder regresar a su país, comerse una arepa, reunirse con su familia y recuperar sus tierras.
“Hay personas que planean volver a Venezuela cuando ya todo esté arreglado. Yo quiero regresar tan pronto como pueda para ayudar a reconstruir el país, no cuando todo esté bonito”.
“Toda mi vida trabajé por Venezuela, estuve durante 18 años en el Ministerio de Minas, después en la Gobernación del Zulia. Muchos me consideran como la madre del catastro minero zuliano porque fui yo quien hizo los planos y sé donde están todos los minerales en el estado. Sueño con poder seguir contribuyendo con el desarrollo de mi país”, agrega la mujer.
Pero por el momento, sabiendo que las circunstancias actuales no le permiten regresar, intenta adaptarse a la sociedad y al frío inclemente del invierno alemán, aprendiendo la lengua local y esperando que su solicitud de asilo sea aprobada, como también es el caso de otros cientos de venezolanos en este remoto lugar en pleno centro geográfico del Viejo Continente.



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