Creación / conocimiento como “moneda” de cambio en la privatización cultural



En Chile existe una precaria paradoja que no deja de ser interesante con respecto a la cultura. Si reconocemos, con preocupación, que el valor de cambio contemporáneo aumenta en lo concerniente al conocimiento, es decir, que en la “jerarquización monetaria” del capitalismo actual el conocimiento aumenta exponencialmente como valor transable, esta situación genera un nuevo tipo de desigualdad exponencial, pues la transacción de intercambio capitalista requiere, necesariamente, una estructura de intercambio auto-impuesto: un poder simbólico que sea posesión de algunos para usarlo en beneficio transaccional para quienes no lo posean. Otro problema es que esta transacción es ficticia o extremadamente lenta para la dimensión de vida humana en un mundo. La paradoja precaria se refiere a que en Chile el exitismo económico nunca ha usado esta “moneda de cambio” desde la invención del neoliberalismo. Quienes han gobernado, sus ministros, los partidos políticos y diversos puestos públicos en sus funciones cortoplacistas no se han percatado, aún, que el conocimiento creativo es la inversión para la riqueza a mediano plazo. En su precariedad formativa se ha reemplazado el conocimiento por la formación técnica, la cual es importante en aspectos específicos en el funcionamiento de los dispositivos culturales hoy en día, pero, el problema es que se ha “creído” que este tipo de formación es la inversión del conocimiento. Toda la formación técnica instrumental solo hace esclavos si no posee una formación conjunta (o paralela) de conocimientos humanistas y científicos, donde la cultura y la creación en las artes, como contribución conjunta, nos “entrega” un humano capacitado e integral en su desarrollo mental, en tanto creador, sensible, ético y político. Chile, en cambio, es un importador de conocimientos culturales. 

Para cierta fortuna, desde cierta perspectiva, desde octubre del 2019 se evidenció, literalmente, esto último. La perspectiva relativa es la que nos presenta la paradoja: un país que se cansa y muestra que estaba más politizado de lo que se pensaba, dada sus urgencias materiales, revela su indignación con décadas de abusos que ya conocemos en muchos temas. En lo que respecta a esta columna, una de las importantes indignaciones es saberse estar en una posición de desventaja de valor educacional, de valor cultural. La inteligencia de saberme ignorante es más fuerte que mi precaria educación. En demasiadas décadas no se invirtió en personas de alta y exigente búsqueda de conocimientos y creación. Lo interesante de esta ceguera institucional es que ahora, dentro de una mayoría poco o mal educada (aunque estén en universidades o institutos lo son, pues el nivel, exigencia y auto-incentivo es precario), existen las condiciones de posibilidad de no querer participar de ciertos privilegios culturales históricos, sino de destruirlos. El problema, y también la contradicción, es que los privilegios a los que me refiero casi no existen en Chile, pues, como mencionaba antes, las autoridades y políticos profesionales también viven una realidad técnica en sus imaginarios vinculados a las soluciones de problemas. Fueron educados bajo el mismo modelo (ya sea en Chile o afuera), en el cual las artes son una anécdota interesante, la filosofía es un buen ejercicio, la ciencia es fascinante, la poesía es extraña y encantadora, pero no viven en su cotidianidad ninguna de estas cosas, pues no las ven relevantes en su día a día (quizá la ciencia, mal entendida, les cause cierta atracción, pero en tanto avance tecnológico).
Ahora bien, si estas cosas cambiaran, lo mejor que conseguiríamos es vivir un capitalismo más culto, con más demandas e intercambio cualitativo de individuos autoexigentes y creadores de nuevos mundos exportables. Pero para que esto funcionase, tendría que existir otra cultura con baja expectativa de valor cultural para poder mantener ciertos privilegios. Siempre es un círculo vicioso cuando se piensa en el mundo entero (como la tranquilidad cómplice pasiva de suecos o noruegos que no se enteran que la pobreza de nosotros está interrelacionada con el intercambio desigual de la riqueza de ellos). 
Bueno, en las artes pasa exactamente lo mismo, incluso en artistas y agentes que, supuestamente, no están de acuerdo con el sistema y trabajan o luchan (a sus maneras) contra el sistema de intercambio de conocimientos simbólicos. Esto se potencia -o al menos se mantiene- cuando organizaciones artísticas vinculadas a lo político intentan, supuestamente, solucionar alguno de estos problemas. Instituciones como APECH, ACA o PAV, en Chile, caen en la ingenuidad de negociación reformista, incluso con omisiones sobre temáticas relevantes en la discusión como son los derechos de autor que plantean sin mayores investigaciones ontológicas en el tema, la cual se asemeja bastante a una protección privativa individualista de artistas (desarrollaré el tema de derechos en otra columna). Las asambleas y congresos que generan organizaciones como las mencionadas se plantean como intento de diagnóstico y propuestas de negociación blanda en materia de cambios de cualidad prospectiva a largo plazo (sin mencionar su educado centralismo que no sale del closet). Estas posiciones en las artes contemporáneas, con respecto al principio de relaciones éticas entre los agentes y artistas del arte contemporáneo y su relación con las instituciones y el Estado chileno, no deberían ser moneda de cambio, es decir, la discusión de lo ético es fundamental primero en las relaciones verticales de los paradójicos derechos individuales en cultura (y los menciono como paradójicos, pues siempre debiesen ser sociales), lo cual no se resuelve con el arreglo de negociaciones con las instituciones ni el Estado (que son lo mismo en su tradición actualizada), pues estaremos discutiendo, en el mejor de los casos, en un  corto o mediano plazo sobre la relación de beneficios que los sectores individualizados adquieren y sobre los pocos o nada que reciben los de precariedad socio simbólica. La discusión ética también debe pasar por las agencias y pymes de arte o industrias culturales que comienzan a beneficiarse con la precariedad socio cultural y económica, impulsados, en no pocos casos, por el Estado en un emplazamiento de banalización y, muchas veces, espectáculo efímero: emprendimiento -técnico- artístico/cultural (económico y/o político). Uno de los problemas de todo esto es que la mayoría de artistas tiene buenas intenciones (incluidos los que participan en las organizaciones mencionadas), creyendo que los pequeños logros alcanzados en las negociaciones nos ayudarán a todxs. Con todo respeto, pienso que no alcanzan a ver el problema por ansiedad en la inmediatez, intereses particulares mal canalizados o formación educativa, es decir, pensar y trabajar con modelos instaurados y reconocibles en la mantención autodisciplinar y de autocontrol relacionado con la búsqueda de la modelización ya no de conocimientos, sino de beneficios.   
Una nueva auto educación requerimos (Yoda) (no se bien en qué dimensión política por ahora) si queremos partir, desde los campos de la creatividad “por casa”. Si no entendemos que estamos siendo parte de lo mismo que criticamos no aprenderemos lo que ahora desconocemos (tanto en lo personal como en la ficcionalización de lo organizacional), lo cual -disculpen mi pesimismo- se necesita un potente cambio socio cultural en el tema que no alcanzo a ver muy cercano. Espero, sinceramente, equivocarme.  
Samuel Toro. Licenciado en Arte. Candidato a Doctor en Estudios Interdisciplinarios sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, UV.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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