Hacia una democracia exitosa: cambios políticos para la estabilidad social



Nuestro país vive, sin lugar a dudas, uno de los momentos más importantes en su historia reciente, para bien o para mal las nuevas generaciones, luego de años de pedir una serie de cambios urgentes por vías regulares y movilizaciones esencialmente pacíficas, hemos dicho basta de no ser escuchados/as. Para muchas y muchos la forma es motivo suficiente para descartar de lleno el fondo, pero antes de eso es importante prestar atención a la concatenación de eventos que durante las últimas décadas nos han traído hasta este punto.
Érase una vez un golpeado y traumatizado país llamado Chile, el que se encontraba recién saliendo de una larga y sangrienta dictadura por allá por fines de la década de los 80s. Tras mucho tramitarse y varios intentos fallidos, el espectro político tradicional lograba sacudirse del régimen autoritario de Pinochet, supuestamente para entrar en democracia, ¡por fin! Pero seamos honestos, esta democracia donde se suponía que todas las y los chilenos íbamos a comenzar a decidir qué tipo de sociedad queríamos para nuestro futuro, en realidad ya venía predefinida. Astutamente los sectores políticos que -cada vez menos públicamente- fueron partidarios de la dictadura, dejaron escritas en piedra las reglas del juego: Estado subsidiario, libre mercado como dogma irrefutable, Tribunal Constitucional con atribuciones de cuarto poder del Estado, y un largo etcétera.
Sobre la base de lo anterior, al pueblo de Chile se le ofreció exclusivamente la posibilidad de elegir quiénes iban a administrar este modelo, debiendo optar entre dos alternativas (Concertación por el cambio o Alianza por Chile) que no lograron -ni intentaron- hacer grandes cambios al sistema heredado del régimen dictatorial. Y es que la promesa neoliberal fue encontrando apoyo en todos los sectores políticos, al punto en el cual se nos hizo creer que uno de los grandes valores de nuestro país era su “estabilidad” y que más temprano que tarde íbamos a ser un ejemplo para todas las sociedades que aspiraban al desarrollo. Por supuesto que para las generaciones que vivieron la dictadura o que crecieron durante su ocaso, esto estaba lejos de representar un problema grave, más que mal, el recuerdo de los militares en las calles acechaba aún -lo sigue haciendo- en el ideario colectivo.
Con el pasar de los años y el cambio de milenio, fuimos las nuevas generaciones las que comenzamos a denunciar, con cada vez más ímpetu, que este sistema priva de sus derechos básicos a la gran mayoría del país. Que mientras unos pocos se aprovechaban de sus vínculos políticos y sus tremendas fortunas para lucrar con todo lo que pueden, la mayoría no llega a fin de mes. Que el sistema educativo, ya deficiente en términos de calidad, está diseñado para garantizar el negocio de los bancos y los dueños de universidades-empresa, mientras las y los estudiantes nos endeudamos de por vida para luego no trabajar en lo que estudiamos y recibir sueldos miserables en gran parte de los casos. Que mientras las AFPs tienen rentabilidades exuberantes, las y los pensionados no reciben suficiente para sobrevivir, ni hablar de vivir dignamente. Que mientras las forestales ocupan cientos de miles de hectáreas y consumen toda el agua para monocultivo, el pueblo Mapuche es perseguido en sus propias tierras y criminalizado por agentes del Estado. Así suma y sigue.
De esta manera, vimos cómo la movilización se fue tomando la agenda política con cada vez mayor recurrencia, donde las históricas movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011 fueron sólo el puntapié inicial de un proceso que continuaría con movimientos como No + AFP, o la Ola Feminista.
Las nuevas generaciones no teníamos por qué valorar la “estabilidad” de un sistema que denigra a su gente y precariza su vida. Y sin embargo, por muy justas que fueran las demandas, recibimos siempre una negativa tajante, o una falsa promesa de cambio que luego se vio desvanecida, muchas veces tildada de inconstitucional si es que estaba bien encaminada, y en otras ocasiones -no pocas- descartadas por simple inexistencia de voluntad política.
Ahora, esto es sólo un rápido recuento de lo que ha sido nuestra historia reciente, lo cierto, es que el éxito de cualquier democracia se basa, en parte, en su capacidad de entender que los años no pasan en vano, que las personas y las sociedades cambian, que el problema que no se resuelve hoy se agudizará mañana y que por tanto no son tantas las cosas que nos debe interesar preservar intactas por los siglos de los siglos. Más aún, es sólo sentido común que una sana democracia tenga la capacidad de retroalimentarse y adaptarse a las necesidades vigentes de la sociedad, con relativa permanencia.
La “estabilidad”, la “seguridad” y el falso éxito de este modelo, son hoy parte de un relato que busca disuadirnos de avanzar, de cambiar y evolucionar en la línea de dar solución a los problemas que aquejan a nuestro pueblo y de decidir colectivamente qué tipo de país queremos ser mañana. Y ya lo vemos a diario, a los Kast, los Moreira, los propios ministros de Estado y el Presidente de la república, entre otros tantos que intentan amedrentarnos con la incertidumbre, con la inestabilidad y con el caos, jugando a desinformar y apelando a quienes durante décadas guardaron silencio, esperando que una vez más les den el visto bueno para seguir ostentando sus privilegios a costa de la precarización de nuestra gente.
Pero no, este próximo 26 de abril, tenemos la oportunidad histórica de echar a andar un proceso que lejos de imponer posiciones, busca darle la oportunidad a Chile para decidir sobre su propio futuro.
Desde ya, con mucha fuerza y convicción, en las calles y en las urnas, vamos por una Nueva Constitución vía Convención Constitucional.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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