Violencia a la sombra de la pandemia



El secretario general de Naciones Unidas António Guterres durante el encuentro virtual con la prensa para pedir un alto al fuego mundial durante la pandemia del coronavirus (COVID-19) (23/3/2020). Foto: UN Photo/Eskinder Debebe
Mal de muchos, ocasión de oro para algunos. Por un lado, se paraliza la vida para millones de personas en todos los rincones del planeta, sumidas simultáneamente en una profunda inquietud sobre su salud y sobre el impacto económico de la pandemia en sus bolsillos. Pero, por otro, el confinamiento ciudadano y el sobreesfuerzo de las autoridades nacionales e internacionales, de los servicios de inteligencia, de seguridad y de las fuerzas armadas para gestionar una crisis de dimensiones planetarias concede un amplio margen de libertad a los amigos de lo ajeno, a los que negocian con la desesperación y la codicia, enfrascados en todo tipo de comercios ilícitos, y a los violentos de todo signo.
Centrando la atención en el terreno de la conflictividad violenta, es obvio que en estas circunstancias quienes consideran que las armas y la voluntad de eliminar al contrario son el camino más directo para lograr sus propósitos, en contra del desgastado mantra de que “no hay solución militar” para la violencia que asola muchos países y regiones del planeta, disponen ahora de una ocasión inmejorable. Y en esa línea de pensamiento están tanto algunos gobiernos nacionales como muchos grupos no estatales, terroristas incluidos, que llevan tiempo apostando por el “cuanto peor, mejor”.
Saben, por una parte, que no les van a faltar armas en un mercado que sigue en alza y que algunos, como Trump, consideran “esenciales”. Los más recientes datos del SIPRI sobre el comercio mundial de armas muestran que las exportaciones de material de defensa en el periodo 2015-2019 aumentaron un 5,5% respecto a 2010-2014, con Estados Unidos en cabeza –supone el 36% del total, con ventas a 96 países–, seguido de Rusia (21%), Francia (7,9%), Alemania (5,8%), China (5,5%), Gran Bretaña (3,7%) y España (3,1%). Por el lado contrario, Arabia Saudí figura como el primer importador mundial –absorbiendo el 12% del total de todas las compras, lo que supone un incremento del 130% con respecto al periodo 2010-2014–, seguido de India (9,2%), Egipto (5,8%), Australia (4,9%), China (4,3%), Argelia (4,2%) y Corea del Sur, Emiratos Árabes Unidos, Irak y Qatar (con un 3,4% cada uno).
Y saben, igualmente, que se ha relajado aún más la guardia porque ahora mismo los ojos de muchos gobiernos y organismos internacionales están puestos en atender a los problemas que tienen en sus respectivas casas y porque, en esas condiciones, no es previsible que aumenten su nivel de implicación diplomática o militar para hacer frente a asuntos que, equivocadamente, pueden pensar que nos les afectan vitalmente. Y, mientras tanto, se producen distintos brindis al sol, tan loables como de irreal materialización.
Así, un creciente grupo de académicos y activistas reclaman una Constitución de la Tierra (olvidándose de la Carta fundacional de la ONU), sin pararse a considerar que ninguna regla de compromiso y ningún contrato social a escala global pueden resultar creíbles si no existe un órgano de gestión mundial dotado de medios (más la necesaria voluntad política para financiarlos) para vigilar que todos cumplimos las normas y para sancionar a quien se las salte. Y hoy la única instancia de ese tipo que tenemos es una menoscabada ONU que, en otro brindis al sol, reclamaba el pasado 23 de marzo el cese total de hostilidades. La misma ONU que, a estas alturas, ni siquiera ha convocado una reunión del Consejo de Seguridad para explorar una respuesta coordinada a la COVID-19. La misma, en definitiva, que con esa mera reclamación deja aún más a la vista su impotencia para imponer la paz y para garantizarla por falta de voluntad de los Estados miembros para dotarla de los medios necesarios. Una ONU cuya reforma no está hoy ni siquiera en el orden del día para adecuarla a las necesidades de un mundo globalizado multipolar.
Eso lleva a preguntarse quién y cómo –con una ONU demediada, con un incremento del nacionalismo ombliguista y con un hegemón desnortado, debilitado y en plena dejación de sus responsabilidades globales– se le van a parar los pies, por ejemplo, a regímenes como el de Bashar al-Assad en su afán por aprovechar el momento para rematar la tarea de volver a imponer su dictado en Siria, aunque sea machacando a opositores, rebeldes y civiles anónimos. Y lo mismo cabe plantearse con relación al régimen saudí, cinco años después del arranque de su trágica aventura militar en Yemen. Algo que también vale para regímenes como el argelino, el libanés o el iraquí (pero también para algunos latinoamericanos y africanos), que difícilmente van a aprovechar la parálisis provocada por el coronavirus para llevar a cabo las reformas sustanciales que les demanda una ciudadanía cada vez más reivindicativa. Y qué decir de los movimientos yihadistas, sea en el Sahel, en Afganistán o en tantos lugares del mundo árabo-musulmán, a los que esta situación les permite moverse a sus anchas, aprovechando la desatención internacional.
Dicho en otras palabras, si antes del estallido de la pandemia no se hizo lo suficiente para prevenir muchos conflictos o para solucionar otros, en qué podemos basarnos para suponer que ahora será distinto.
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