Los extranjeros – El Mostrador



Es razonable que en la mente de las personas, al enfrentarse a algo que se encuentra fuera de la norma, se active un estado de alerta que venga acompañado de mecanismos de defensa (sensación de desagrado, irritabilidad, violencia). Lo extraño produce ese fenómeno. Sin embargo, la raíz de ello no es exclusivamente que el fenómeno sea algo extraño, sino propiamente que se trata de algo desconocido. Cuando algo que se encuentra fuera de la norma pasa a ser conocido, en la inmensa mayoría de los casos se vuelve inocuo, más cercano, algo integrado y parte de la norma. Por tanto, como todos los elementos, se vuelven también perceptibles sus aleros positivos.
La palabra extranjero en lengua castellana es un préstamo del francés antiguo estrangier que se deriva a su vez de estrange, locución que significa simplemente extraño. El extranjero –la persona que no es propia de un país− es extraño ante la normalidad de éste. Por lo tanto, la forma como cada persona trata a los foráneos expresa la manera en que dicha persona trata con lo que no conoce. Y en muchos casos lo ve como una amenaza simplemente porque sus costumbres o rasgos físicos se encuentren fuera de lo cotidiano, generando el estado mental de alerta anteriormente descrito.
La indisposición en el trato con los extranjeros, las opiniones vertidas en contra de ellos o las acciones que los degradan se encuentran planteadas desde una posición que es errada, esta es, la suposición de que quien las emite no será en algún momento también extranjero. Quien se queja o lamenta desde el calor del hogar y de la tierra que le es conocida no empatiza con quien viene desde otro país, en primer término, porque nunca ha vivido la vulnerabilidad que ese estado acarrea, porque descansa en la idea de que vivirá siempre en su patria. Sin embargo, la modernidad tardía demuestra que eso no es así: cada vez es mayor la movilidad de las personas a través de la geografía mundial, incrementando la probabilidad de ser foráneo en algún momento de la vida.
La aproximación que cada cual tiene hacia los extranjeros es expresiva de qué tan grande son sus prejuicios (o de qué tan pequeño es su mundo). Dejarse vencer por el fenómeno explicado en el primer párrafo –por el temor a una cultura desconocida− da cuenta de un desinterés general por las personas, lo cual implica no interesarse por las diferentes costumbres, lenguajes, historias nacionales y culturas. Tal como el elemento primario de estudio de los matemáticos son los números, el de los humanistas es la persona. El ser humano. Luego, si una persona tiene la expectativa de considerarse alguien humanista, se contradice severamente al prejuiciar y desvalorar a otro ser humano.
Las últimas décadas han permitido una inédita extensión de la posibilidad de viajar. Ello ha implicado la creación de una suerte de discurso respecto a la nobleza del viaje (“se nos abre el mundo”, “cambia nuestra visión de las cosas”, “es una cuestión cultural”, etc.). Lo cierto es que lo difícil no es que al viajar se abra la mente –eso ocurre por la propia naturaleza del ejercicio; escuchar otro idioma, ver paisajes distintos, etc.− lo difícil es que, una vez que la persona vuelve del viaje y retoma la rutina, su mente siga estando abierta. Cuando el viajante se siente bien tratado y valorado en su calidad de extranjero entiende, luego en su patria, que el extranjero merece ser valorado aquí y en toda la tierra.
El inmigrante no es otra cosa que un extranjero en circunstancias particulares, en la inmensa mayoría de los casos, más precarias. El hecho de que exista resistencia a ellos se explica, en primer término, por el ya mentado temor natural a lo desconocido y la pequeñez del prejuicio. Pero contra este grupo en particular se enarbola otro elemento en su contra. El inmigrante –en esto sigo a Zygmunt Bauman− nos recuerda la fragilidad de nuestras circunstancias; nos recuerda con su ejemplo material que existen eventos trágicos e inesperados en la historia de las naciones que hacen que las personas tengan que huir y comenzar una nueva vida. Muchos sirios, venezolanos, afganos llevaban una vida relativamente cómoda y tranquila antes de que, de forma impredecible, el infortunio cayó sobre sus tierras. Tratar con inmigrantes cotidianamente produce ese miedo: que la vida que se ha edificado con esfuerzo y paciencia se vea destruida por circunstancias ajenas, las que contienen fuerza propia e independiente. Pero eso no es culpa del inmigrante, quien lo único que hace es develar un riesgo inherente de las sociedades de la modernidad tardía[1].
Llama la atención que, al deliberar sobre temas relacionados con inmigrantes, los sectores más conservadores de la sociedad tiendan a tener las posiciones menos integrativas para con ellos. Grupos cuyo fundamento último es la fe cristiana desconocen las referencias a las Escrituras que llaman a abstenerse de ejecutar acciones opresivas con ellos[2] o sientan la base para la ejecución de acciones integrativas[3]. Sin embargo, en un sentido más profundo, lo que el conservador que se opone a la integración de extranjeros devela es que no comprende el comienzo ni el fin de su teología: en un comienzo en el mundo se hablaba un solo idioma[4] y el día del Juicio Final todas las naciones estarán reunidas[5]. Uno pensaría, entonces, que debiesen comenzar a cultivar una mayor predisposición a juntarse con extranjeros. Salvo, claro, que abriguen la expectativa de los vendedores de bulas del siglo XVI, es decir, que el Señor tenga asientos diferenciados para quienes hayan pagado una versión Premium.
Las razones que resultan aceptables para elaborar políticas públicas restrictivas respecto a los extranjeros deben ser de índole administrativa y no valorativa. Es prudente, por ejemplo, pensar que un país no pueda recibir más personas inmigrantes temporalmente atendiendo a que los sistemas de prestaciones sociales no lo resisten. La razón que se esgrime para tal acción es una administrativa: las condiciones materiales no son suficientes para ofrecer una vida digna (la obligatoriedad de revertir tal situación es una carga supererogatoria para la sociedad y el Estado, salvo al tratarse de refugiados). No es, en cambio, una razón valorativa, como sería hacer un juicio de valor sobre el país de proveniencia, la cultura o raza del extranjero que solicita la entrada. Porque esta última “razón” pierde su carácter intrínseco de tal al estar construida en base a las fibras del temor a lo desconocido y el prejuicio.
El extranjero frente a las reglas de una sociedad es uno de aquellos que se encuentra en la posición más desventajada. En los momentos de crisis es normal –aunque no justificable− culparlos de todos los males padecidos, porque es una forma de negar la realidad que duele, ya que permite construir la fantasía (errada) que “si no estuviesen ellos, nuestro país volvería a estar bien” o “si no fuese por ellos, esto nunca habría pasado”. El tiempo y la calma debiesen permitir reflexionar hasta notar que los problemas, tanto de las naciones como de los seres humanos, son esencialmente internos.
[1] Gerber observa con agudeza que el asunto central de la cuestión migratoria radica en que obliga a re-plantarse constantemente dos preguntas: la sociedad debe preguntarse ¿quiénes somos?, la persona; ¿quién soy? Posiblemente sea esa una de las fibras más sensibles, cuya renuencia a ser enfrentada exacerba el rechazo hacia los inmigrantes.  Gerber, A., David (2011): American immigration: a very short introduction, Oxford University Press, NY, p. 5.
[2] Éxodo (23:9): “No oprimirás al extranjero, porque vosotros conocéis los sentimientos del extranjero, ya que vosotros {también} fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto”.
[3] Deuteronomio (10:19): “Mostrad, pues, amor al extranjero, porque vosotros fuisteis extranjeros en la tierra de Egipto.
[4] La torre de Babel, Génesis 11:1-9.
[5] Mateo 31-46.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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