Cuando pienso en la nueva normalidad



Hoy en día, las discusiones abundan. ¿Será verdad nuestro número de enfermos? ¿Compraron o no ventiladores suficientes? ¿Salvamos la economía o a la gente? ¿Entrarán los estudiantes a clases? Estas preguntas parecen no tener respuestas claras.
Mientras le busco una respuesta a estas preguntas, pienso en mi situación. Soy profesor en un colegio vulnerable, familiar y apretado. Vengo de una familia llena de privilegios, muy diferente a las que conozco en mi trabajo. Mi sueño es cambiar el mundo desde la educación, y tratar de darle mejores oportunidades a quienes este país se las ha negado sistemáticamente. Siempre he pensado que el sistema se hizo cargo de que nuestras realidades sean demasiado distintas.
Hasta que no lo son tanto. Hasta que una pandemia mundial ataca. Hasta que mis padres caen hospitalizados, graves, por trabajar en el mundo de la salud y verse expuestos a esta enfermedad en una región donde el centralismo impidió que fueran escuchados. Ahora, pagan las consecuencias. Mi único hermano, contagiado, es quien los cuida. Él, también trabajador del área de la salud, se ha expuesto todos los días, estudia sobre el coronavirus y trata de ser un aporte a la verdadera guerra que se vive en los hospitales del país. Y cuando mi mamá se está jugando la vida en la UCI y yo simplemente no puedo estar con mis seres queridos, de repente, las respuestas ya no importan. Estoy lejos, sin poder acercarme a ninguno, a 3000 kilómetros de distancia y trato de apoyar como puedo. Entonces, el miedo que tengo de lo que puede suceder es tan grande, que voy perdiendo el interés de responder las preguntas anteriores.
Mientras tanto, voy al supermercado, y muchos salen sin ninguna protección. El discurso de la nueva normalidad abunda mientras la vocera de gobierno que receta la vacuna del amor hace una arenga invitando a los empleados públicos a que vivan “el momento de su vida”. Mi vocación está intacta, seguro que la de mi familia también lo está. Y yo quiero que mis estudiantes tengan oportunidades más justas, las que realmente se merecen. ¿Pero a costa de qué? Nadie puede venir a decirnos que el momento de nuestra vida es ir a exponer a la gente. Solo alguien que no está viviendo la incertidumbre de esta enfermedad, que no sufre por tener sus seres queridos tan lejos que no pueden verlos o abrazarlos, que no está aterrado por el temor de perderlos tan latente, que ve a quienes fallecen como solo números, ese y solo ese tipo de persona podría invitar a sus compatriotas a continuar en su “nueva normalidad”.
Con el paso de los días, hoy he encontrado la respuesta que necesito: yo no quiero esto para mis estudiantes. No quiero esto para mis colegas. No lo quiero para mis amigas, amigos, ni siquiera a mis peores enemigos. No quiero esto para nadie más. Porque en el mundo hay tanta gente sintiendo tanto dolor, tanta angustia, tanta pena, rabia, impotencia e incertidumbre, que no tomar las precauciones hoy y seguir pensando en esta nueva normalidad es, francamente, reírse de los sentimientos de esas personas. Es no entender nada y no empatizar con las realidades de cada familia, de cada persona.
Todavía quiero cambiar el mundo, pero no va a ser a costa de las vidas de las personas, ni tampoco de su dolor. Mis ganas de cambiar el mundo deberán esperar. Si este es el momento de nuestra vida, entonces aseguren que, sin miedo, podremos seguir viviéndola. Hasta entonces, mientras tengamos el privilegio de poder hacerlo, tenemos que quedarnos en casa.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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