Todo es demasiado – El Mostrador



No han sido buenos tiempos para la escritura. No al menos en mi caso. Desde que comenzó el encierro no he escrito una línea de ficción. Cuando mucho debí corregir las pruebas de imprenta de una novela, algo por lo general terrible, agotador y hasta triste (porque todo libro publicado es una despedida sin vuelta). Ahora, sin embargo, esto me resultó casi agradable porque se trata de un texto escrito antes, mucho antes, cuando todo era un poco mejor que ahora.
La literatura es un escape, un túnel de fuga. Es una manera de ir, llegar y quedarse en un lugar distinto del que uno está. La escritura de ficción es robarle tiempo a las ocupaciones y a las obligaciones para evadir y borrarse un poco, pero cuando el paisaje cambia y aquello que más necesitas (tiempo, aislamiento, silencio) ahora es una obligación, algo hace que el motor no parta ni sientas la necesidad de hacerlo partir.
Demasiado tiempo.
Demasiado aislamiento.
Demasiado silencio.
Por eso descreo de la escritura como un acto profesional, de cuello y corbata, y de sol a sombra. Alguna vez lo pensé y lo quise, pero los deberes de un escritor profesional, de alguien obligado a escribir, van la contra del deseo y del impulso que hace posible la literatura. Distinto es el periodismo, que vive y necesita el presente, que se consume en el acto: los errores de hoy los corregimos mañana y así nos vamos.
La escritura profesional tiene más que ver con el esfuerzo de dejar en el papel las palabras que tienes rebotando en la cabeza del mejor modo posible, y aquello, en este tiempo en que todo queda al margen en pos de la supervivencia, intentar otro mundo posible, torcer las reglas de la gravitación universal, me parece… me parece… más bien no me parece nada.
La lectura, creo, va por el mismo camino. Es otra forma de evasión que llega al mismo sitio. En estas semanas largas y uniformes sólo he leído dos libros: “El ruletista” de Mircea Cărtărescu, para un curso en la universidad, y la autobiografía de David Vincent, para un fanzine de música que con un amigo dejamos de hacer en 1989 y que, treinta años después, retomamos de puro aburridos.
Todo, al final, tiene que ver con eso: con la saturación y lo monotemático, con el único tema posible. Pasará lo que pasó con el levantamiento de octubre: decenas de libros escritos a la rápida, apurados (que no es lo mismo que con urgencia) tratando de explicar lo que todavía no era ni es posible de explicar. Todo por la oportunidad de hallar lectores dispuestos a pagar por ellos. Digo: público y clientes necesitados de sintonizar con el tema de moda.
Lo mismo pasará una vez que la epidemia termine o nos acostumbremos a ella. Nos llenaremos de libros que hablarán del asunto con más o menos relieve; libros que tratarán de analizarlo todo con más o menos rimbombancia, o bien novelas llenas de personajes con mascarilla que buscarán enganchar todas las metáforas posibles a todas las situaciones posibles. Pero tal como ocurre con los buenos libros de la Segunda Guerra Mundial, sólo serán útiles y atractivos cuando hayan pasado muchos años, cuando tengamos la distancia sana y necesaria. O bien cuando sean otros los que quieran saber qué les pasó a los que antes habitaban este planeta.
Patricio Jara es escritor, periodista  y académico del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile.



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