El mejor enólogo innovador de Chile: en busca de un guerrero y sus “soldados del amor”



Tan cotidiano resulta por estos días descorchar una botella de vino, que muchas veces es para recordar –en la soledad
de esta pandemia– momentos hermosos, y quizá también los más nostálgicos. Es la excusa por excelencia del buen compartir, el símbolo de la celebración y el reconocimiento del territorio donde nace; sin embargo, qué poco sabemos de cómo se logra este zumo capaz de alegrarnos tanto la vida. En este viaje fuimos en busca de un guerrero, un productor que sueña vinos.
Así se reconoce y, por eso, quisimos conocer parte de su historia. Roberto Henríquez Ascencio (35), ingeniero agrónomo y reconocido como el mejor enólogo innovador de Chile y el mejor del país, por parte del Círculo de Cronistas Gastronómicos, dice que hacer vino es muy simple. “Casi como hacer sopaipillas”, agrega. Una respuesta que describe a un hombre sencillo y honesto, que ha sabido imponer un sello que hoy lo distingue en el circuito nacional y en el extranjero.
Además, Henríquez es el líder de los llamados “soldados del amor” (como la canción de Manuel Mijares de 1988), y es quien guía e imprime la mística a un grupo de jóvenes que, con sed de aprender la técnica, el oficio y la tradición, se motiva con esta y otras tantas melodías cada comienzo de jornada. Así, con buen ánimo los “soldados” saludan al frío de la mañana, al sol que pica, y siguen las instrucciones para realizar las múltiples tareas, como por ejemplo, la cosecha de parras bajitas, de troncos negros y firmes, a pie franco y solo receptivos al agua de la lluvia, que a veces se ausenta por largas temporadas en este territorio de resistencia vitícola.
Junto a Henríquez, vimos a Lucas, Juani, Nico, Beto, Agustí, Italo y Paula; el engranaje perfecto para sacar adelante esta vendimia 2020, justo en medio de la pandemia por un virus que tiene secuestrado al mundo. Ellos se mantienen unidos, casi aislados, moviéndose entre los campos, la fruta, las carreteras y la bodega. Han renunciado a su cotidianidad por dos meses o más, separándose de sus familias y asumiendo con amor y compromiso lo que los ha unido a Roberto. Hacer vino, pase lo que pase.
Agustí Costa es uno de ellos. Un catalán que, arriba de su caballo, viaja por su “petit país” y cultiva sus parras en el Penedés de Cataluña. “Me siento como en casa, amo estas viñas viejas y creo que debemos amar la tierra para hacer esto”. Agustí volverá a su casa, con su manta mapuche y, de seguro, con mucho más que un recuerdo.
Alberto Fernández es sommelier y es parte del team estable de Henríquez. Un día decidió cambiar el rumbo, dejó su Colombia natal en busca de un sueño, aprender el oficio en una pequeña viña al sur del mundo y aquí está. Se la jugó en un mensaje por Instagram y la respuesta fue: “vente, aquí hay trabajo, casa, vino y comida”. El Beto se emociona, su vida no ha sido fácil, pero sí muy sencilla; por lo mismo valora lo que sus ojos ven y lo que su corazón siente. “Esto es mucho más que vino”, dice.
Sentado bajo un manzano vemos a Lucas Santis, quien ha decidido extender su estadía. Estudia agronomía y llegó al grupo motivado por una charla que Roberto dio a estudiantes en la Universidad de Concepción en 2018. En esa conversación les mostró que existía otra realidad, otra forma de hacer viticultura: la consciente, la natural, la auténtica, la campesina.
Aquí Lucas aprende, pero además trabaja en su tesis, que va en esa mis- ma dirección, “quiero investigar las variedades que siguen resistiendo y que son tan únicas como lo que aquí estamos viviendo”.
Para Henríquez este es un gran equipo y espera que siga su mismo camino, o al menos uno parecido. Sabe que el Biobío necesita de las nuevas generaciones y su fuerza para que las barricas se mantengan siempre rebosantes de vino, y con sus raíces firmes y bien profundas.
Viña 77
Poco a poco nos vamos sumergiendo en estas historias y en este territorio. A pocos kilómetros de Concepción avanzamos río arriba, como los salmones cuando desovan contra la corriente. Allí nos espera Roberto Henríquez, quien parece ir contra esas mismas aguas; intentando desempolvar y oxigenar un pasado tan desconocido como trascendente; no solo para Chile, también para América.
Tal como cuenta, desde niño supo cuál era su lugar. Los días en Florida, en pleno Valle del Itata, junto a su tío viñatero Vicente Ascencio, despertaron desde muy temprano la curiosidad y los deseos de seguir aquellos mismos pasos. A los 15 años ya sabía cuál sería su destino y no se equivocó.
Nos recibe en su campo, en la llamada Viña 77 –un nombre que figura en los registros de inscripción de estos viñedos en la región y que da cuenta de su antigüedad–, que se encuentra en El Venado, en las cercanías de Santa Juana, a 70 kilómetros de Concepción. Un paisaje contradictorio; un tesoro escondido en medio de la actividad forestal imponente en la zona. Inmediatamente el ojo se abre, la vista se llena ante los colores y las texturas próximas al otoño.
Un cerro de parras de la cepa País forma una especie de pirámide. Es la cepa que llegó desde España, sobreviviendo invasiones, conquistas, batallas, incendios y a su propia suerte que, hasta aquí, para varios productores ya es mucha. Casi un milagro.
“Las viñas Países chilenas tienen más de 100, 200 o incluso 300 años. ¡Tanta historia hay en todo este período! La cepa País como vino es alucinante, pero todo lo que arrastra desde el punto de vista de la historia es tremendo”, dice.
Así vamos entendiendo de qué se trata todo esto y lo que hemos conocido hasta aquí; porque este viaje es mucho más que participar en una vendimia. Es acercarnos al origen, a la esencia de una cepa única, delicada, reflejo de la geografía volcánica, de la energía del río más ancho de Chile, de los vientos que vienen desde el mar o la influencia de la cordillera.
Entender todos estos factores, manteniendo la simpleza en la elaboración, respetando los tiempos, y además la pasión, es lo que por ejemplo vemos reflejado en su vino Tierra de Pumas, un vino que nace en estos campos para resistir y evocar los tiempos donde la vida silvestre era la única imperante, vigilada por el puma, el gran rey de Nahuelbuta.
Santa Cruz de Coya
De Santa Juana nos vamos a Nacimiento, a 104 kilómetros de Concepción. Aquí, a los pies de Nahuelbuta, están los viñedos de don Enrique Herrera Otto, un hombre que un día buscó a Roberto Henríquez para que rescatara su uva.
El enólogo pasó muchos días investigando, desempolvando los pocos registros que existen sobre estos campos. No solo quería indagar en la historia, también necesitaba entender por qué las parras llegaron hasta aquí o por qué se sitúaban tan elevadas geográficamente y, a la vez, tan cercanas a un suelo rojizo y arcilloso esparcido de un frágil y abundante cuarzo.
Nos cuenta que cercana a estas viñas se emplazó la ciudad bautizada como Santa Cruz de Coya, hoy inexistente, y que fue fundada bajo este nombre por el gobernador de Chile Martín García Óñez de Loyola en el 1595, quien habría renunciado a sus títulos en España para casarse con Beatriz Clara Coya, princesa de la casa real Inca. Un territorio llamado por los mapuches como Millacoya, una hermosa palabra formada por el mapudungun Milla, que es oro, y Coya, que en lengua quechua significa princesa.
Así nace el vino Santa Cruz de Coya, un nombre elegido por Henríquez para distinguir la calidad y la producción de estos viñedos. Ese fue el gran despegue. En 2016, Santa Cruz de Coya fue elegido como “el mejor vino País de Chile”, según la Guía Descorchados, un logro que se repitió en 2017 y en 2018.
Pero la fuerza y delicadeza de los vinos de Henríquez van por más; y el último aplauso que recibió Santa Cruz de Coya es digno de admiración y gran orgullo. En 2020, la revista especializada de Estados Unidos The Wine Advocate, Inc. de Robert Parker, le otorgó un reconocimiento de 94 puntos, el más alto concedido hasta ahora a un vino de esta cepa; seguido con 93 puntos está País Franco, que nace también en otro de sus campos. Un vino que cuesta seis mil pesos y que hoy encontramos en Nueva York, San Francisco, Montreal, Quebec, São Paulo, París, Londres, Dublín, Barcelona, Amsterdam, Estocolmo, Copenhague, Brujas, Sydney y Seúl.
Los vinos del Biobío comienzan a ser respetados y admirados en las grandes capitales, al mismo tiempo que Roberto Henríquez seguirá defendiendo –con consecuencia y particular estilo– los mostos de su tierra, a la sombra de sus boldos. Y es que la pasión de este enólogo está haciendo historia, cautiva a quien le conoce y conmueve con la simpleza y honestidad de cada una de sus botellas.
*Este reportaje fue realizada por Ximena Perone. Texto completo en la última edición de Revista Velvet



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