La destrucción de los íconos escultóricos



La escultura, en todas las culturas conocidas, ha sido (y lo sigue siendo) una de las bases en la ejecución y estudio de las artes. Es de las primeras manifestaciones plásticas junto con las primeras pinturas prehistóricas. En sus comienzos era parte de las representaciones vinculadas a los ritos de las necesidades básicas de alimentación y procreación (fertilidad). A medida que las técnicas y tecnologías de los dispositivos culturales se fueron complejizando y las relaciones humanas también, las representaciones de las esculturas pasaron por diversidad de motivos de importancia.
Como en todo principio de eslabones perdidos en los estudios de la representación, una de las teorías aceptables es el “uso” de los principios escultóricos como manifestación de los mitos a través de los ritos. Estos últimos se daban desde principios “mágicos” y misteriosos, lo que, a través de los milenios derivó en modelos de poder, es decir, lo que en principio pudiera atribuírselo, retroactivamente, a una relación de transubstanciación (en términos católicos) devino en representación simbólico de estatus religioso, político y social.
Desde la Edad Media y el Renacimiento muchos de los artistas/artesanos elaboraban sus obras por petición de mecenas y la iglesia, lo cual daba como resultado muchas representaciones míticas y, posteriormente, de los mismos mecenas como una manera de “inmortalizarlos”, acercarlos a los dioses; ser parte de ellos. En la Reforma católica, o Contrarreforma, se realzaría la integración directa de estas representaciones plásticas con la divinidad, o sea, las esculturas eran el puente directo entre los humanos y dios.
Son muchos los períodos, civilizaciones, perfeccionamientos y cambios en las técnicas de lo escultórico, sin embargo lo que me interesa resaltar en la presente columna es el poder simbólico que nunca cesó de la tradición clásica sobre la representación del cuerpo humano idealizado.
A pesar de las experimentaciones modernistas y vanguardistas, la escultura tradicional del cuerpo humano enaltecido continuó y se propagó, durante milenios en espacios públicos, llegando a imponerse en la construcción de las ciudades y pueblos americanos en la conquista y colonización. Los métodos económicos para la ejecución se mantenían relativamente parecidos: el mecenazgo, la escultura por pedido, ya sea para instituciones particulares o para privados que podían pagar por ellas. Es así que el hecho simbólico de ser representado e idealizado en una escultura pública era -y lo sigue siendo- un privilegio de estatus por sobre la normalización cotidiana de los demás humanos semejantes.
Desde octubre del 2019 en Chile y mayo del 2020, en distintas partes del mundo occidental, ha resurgido una especie de nueva oleada de iconoclasistas contemporáneos. En Chile, durante la revuelta, se despojaron del espacio público variadas esculturas pertenecientes a la historia oficial de Chile. Hoy en día, luego de la injustificada muerte de George Floyd en Mineápolis, Minesota por parte de la policía, volvemos a presenciar la eliminación de esculturas que representan justamente lo que los y las manifestantes no quieren que los represente.
La historia y la memoria, atraviesa en estos períodos del siglo XXI un quiebre relacionado con la tradición occidental fundante; son las representaciones de ciertas memorias que instauran los íconos de una época, y quizá una era (en Chile también se han destruido esculturas religiosas). Hay historiadores, arquitectos y estudiosos de distintas disciplinas que apelan al cuidado de estos monumentos públicos, independiente de su violenta representación para una porción importante de la población. Uno de los argumentos emitidos es sobre la conservación de ciertas memorias (quizá, para algunos pueda analogizarse con el mantenimiento del campo de concentración en Auschwitz, hoy convertido en una especie de museo del holocausto).
La conservación de memoriales del horror puede entenderse como un punto de inflexión representación al relevante para la memorización de lo que deberíamos no olvidar y no repetir, pero el hecho de la existencia de íconos escultóricos públicos de tradición de enaltecimiento clásico es otro tema. Hay multiplicidad de maneras de conservar ciertas memorias incómodas, no necesariamente con el mantenimiento de volúmenes en el espacio público construido, el cual incide en congniciones para quienes deben recorrer esos espacios constantemente. Los patrimonios, con su fuerte carga simbólica-subjetiva- tienen arbitrariedades cuando se trata de estos temas (un ejemplo negativo de la promulgación patrimonial de sectores de ciudades, por ejemplo, nos ha mostrado que, mayoritariamente, terminan fuertemente gentrificados; también no olvidemos que parte importante de ornamentos escultóricos, en el intento modernizante chileno, por parte de la aristocracia, eran compras por catálogo a Francia, los cuales también son patrimonizables).
Parte de los aspectos interesantes de esta nueva iconoclastía popular la resumo en dos puntos: el primero es la potencia simbólica que sigue manteniendo la representación artística escultórica cuando se trata de sensibilidad política y/o religiosa, es decir, el humano representado mantiene cierta parte de la inmortalidad de nuestras tradiciones arcaicas: una representación artística puede violentar la convivencia social.
El segundo punto es el más claro ejemplo de los quiebres de las tradiciones culturales que se viene dando desde las primeras protestas globales posteriores a la tradición idealista histórica (podríamos pensar que mayo del 68 podría ser una inflexión actual y Seattle del 99 la primera organizada a través de Internet). La tradición del conquistador, del héroe, del salvador, todas vinculadas a procesos de explotación humana física y simbólica  incitan a ser invisibilizadas de lo público, pues este es el espacio para las representaciones de quienes lo habitan, los cuales, en su mayoría, son herederos del trauma que se les presenta en una obra enaltecida en la tradición clásica divina, por sobre la realidad material humana precarizada.        

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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