Trump y “su” clase trabajadora



El presidente Donald Trump a su llegada a Tulsa (Oklahoma) el pasado 20 de junio. Foto: Tia Dufour/The White House (Dominio público)
Probablemente Trump no pensaba ganar en noviembre de 2016, pero sin duda lo intentó y lo consiguió en una campaña certeramente diseñada que está por ver si puede repetir o renovar de cara a noviembre próximo en el contexto de la crisis del coronavirus. Una prueba de que no confiaba demasiado, hasta casi el final, es la falta de preparación de un equipo para acompañarle en su entrada en la Casa Blanca. Pero una vez elegido, su primera prioridad fue ser reelegido. No es una especulación. Una de sus primeras decisiones tras ganar fue apuntarse como candidato republicano para 2020. Y por si alguien lo dudaba, por ejemplo, en materia de política exterior, el que fuera consejero de Seguridad Nacional, John Bolton –y que acabó mal con Trump, como tantos–, lo afirma en un pasaje de sus discutidas (por el presidente) memorias que acaban de publicarse: “Me cuesta identificar cualquier decisión significativa de Trump durante mi mandato que no haya sido impulsada por cálculos de reelección”. En esta reelección pesa la clase trabajadora, al menos cómo la ve el aspirante a seguir en la Casa Blanca. Ello pese a que, realmente, Trump ha hecho poco por este sector social especialmente en una materia como el seguro médico, que ha cobrado mayor importancia con la actual crisis sanitaria, económica y social que puede pesar en su contra. Aunque ha atendido a la cuestión de algunos valores de esta clase.
El 31% de los estadounidenses se suele considerar como clase trabajadora (los que ganan entre 19.000 y 45.000 dólares anuales) aunque también hay una clase baja (27%) dividida entre los “trabajadores pobres” (entre 9.000 y 18.000 dólares) y la subclase. No obstante, la mayoría de los estadounidenses se consideran clase media, alta, media y baja y ven como integrantes de la clase trabajadora a negros e hispanos. En estas consideraciones de sociología política, entra asimismo la dicotomía entre el país urbano y el rural. Este último apoya mayoritariamente al actual presidente y los demócratas se han ido centrando en las grandes ciudades, ignorando el otro hábitat. David Frum, en su reciente libro Trumpocalypse, señala cómo esa “América rural” está ahora sobrerrepresentada en la democracia estadounidense (algo que ha pasado en Inglaterra con el Brexit y las últimas elecciones británicas que, gracias también al apoyo de una parte de la clase obrera, dio un triunfo aplastante a Boris Johnson: paralelismos).
Trump no es clase trabajadora, aunque a veces intente parecerlo. Pero sabe que ahí está su base y la cultiva. Entiende por este concepto y su cultura principalmente a un hombre blanco y orgulloso de serlo, cristiano, de baja educación, contrario al ascenso social y económico de la mujer, venido a menos o estancado desde hace años por la globalización o la automatización en la industria, anti-elite y anti-Ilustración (aunque no la llame así). Su antiguo diseñador de campaña, Steven Bannon, se refería a ellos, afectuosamente, como los “hobbits” o los “deplorables”, como bien recoge Benjamin R. Teitelbaum, en su excelente libro basado en interesantes entrevistas, War for Eternity: The Return of Traditionalism and the Rise of the Populist Right (“La guerra por la eternidad: El regreso del Tradicionalismo y el auge de la derecha populista”), que insiste en la importancia de esta clase obrera para Trump, especialmente la de los cristianos rurales. El término “deplorables” lo había usado Hillary Clinton para referirse a los trumpistas, un gran error, una falta de sensibilidad que le costó muchos votos a la candidata demócrata en 2016. “Soy un ‘deplorable’”, le habían replicado algunos carteles.
Esta clase obrera es un sector que el Partido Demócrata, obsesionado por conjugar una coalición más étnica que social, había ido abandonando desde hace tiempo, pero especialmente en los últimos años, pese a ser históricamente una de sus bases, y que ahora intenta recuperar. Los demócratas se habían centrado en temas supuestamente “utópicos”, para la clase trabajadora, como la igualdad sexual, la legitimación de la homosexualidad, el aborto, la reforma de la inmigración, los derechos civiles de los negros, la regulación y eliminación de armas y una serie de posiciones en temas educativos, de seguridad social, y de orden y justicia que no cuadran con el “cuadro de valores” de la clase trabajadora. En las elecciones de 2018 ganaron los candidatos demócratas “moderados”, contrarios al aborto y al control de las armas. El partido está dividido en dos almas: los que lo quieren llevar a sus últimas consecuencias (Alexandria Ocasio-Cortez) y los que pretenden encontrar ese punto intermedio tan buscado como elusivo (que intenta Joe Biden).
Trump fusionó su discurso y posterior política proteccionista, desglobalizadora y antiinmigración, que ha ido manteniendo, a la vez que defiende los intereses económicos de la elite más elite de EEUU. Ahí está el origen de su insistencia en America First y el lema Make America Great Again, y buena parte de su errática o contradictoria política frente a China –la actual gran defensora de preservar la globalización “tradicional”, aunque también las consideraciones geopolíticas, pues es el único verdadero rival de EEUU–. Hay un resentimiento de los trabajadores contra China por la fuga de puestos de trabajo y por la acusación de que China había estado “explotando” y “violando” a EEUU, y además engañando a los agricultores haciéndoles creer que iban a poder aumentar el precio de sus exportaciones.
Las consideraciones sobre la clase trabajadora se mezclan con factores religiosos. Trump no es personalmente religioso, aunque ahora tiende a cultivar esta faceta. Tiene a los evangélicos blancos férreamente su lado. Aunque no se sabe si repetirá, los representa el vicepresidente Mike Pence, persona que cree a pies juntillas en la literalidad de El Libro: así se refiere a menudo a la Biblia incluso en reuniones internacionales. También pesa a este respecto Mike Pompeo en el Departamento de Estado.
Y naturalmente, está el factor racial, que ha irrumpido en estas semanas. La población negra ha mejorado en los últimos 20 años, pero menos que otros sectores de la sociedad. De hecho, la renta disponible de familias blancas era en 2016-2018, 10 veces superior a la de las familias negras, según algunos estudios, lo que se ha reflejado en la incidencia más elevada del COVID-19 en su seno, y el consiguiente hartazgo que ha reventado con el asesinato de George Floyd a manos de la policía.
Ya en las elecciones de 2016, pese a la llegada de un Trump que no los consideraba parte de “su” clase trabajadora, el voto negro cayó con Hillary más que en los últimos 20 años a un 59,6% de sus integrantes, tras lograr un récord de 66,6% en 2012, según un estudio del Centro Pew. ¿Podrá Biden recuperarlo, él que debe al voto negro su definitivo impulso en las primarias demócratas? Sin duda, va a resultar decisivo. Dos terceras partes de los adultos negros consideran que Trump ha agravado las relaciones raciales en el país. Vinculando el tema religioso y el racial, más cristianos dicen ahora que las muertes de negros importan, pero más de siete de cada 10 protestantes evangélicos blancos y católicos blancos creen que la policía de todo el país está haciendo un trabajo “excelente” o “bueno” protegiendo a la gente de la delincuencia. Menos de la mitad de los protestantes negros opinan de este modo.
Trump es fiel a los principios con los que llegó a la Casa Blanca. No es un oportunista. Sigue defendiendo sus ideas, algunas de las cuales han quedado claramente a la luz con la crisis del coronavirus y sus reacciones a las protestas masivas, y a veces violentas, contra el racismo y la brutalidad policial. Su campaña de 2016, realmente insurgente, logró movilizar a votantes que se habían quedado en casa o habían votado por Obama en 2012. Un estudio de la Universidad Johns Hopkins señala que un 28% de los votantes de Trump en 2016 fueron votantes de Obama o no convocados en 2012. En comparación, solo un 16% de los votantes de Clinton fueron votantes de Romney en 2012 o no votantes en 2012. Los votantes que se pasaron de Obama a Trump eran desproporcionadamente blancos y de clase trabajadora, mientras que los abstencionistas de 2012 que votaron en 2016 fueron desproporcionadamente blancos. En conjunto, se concluye, el llamamiento de Trump a la clase obrera blanca fue crucial para su victoria.
¿Funcionará otra vez en noviembre próximo? Pues hay promesas incumplidas y no sólo por el coronavirus. Por ejemplo, la idea de que empresas repatriaran empleos a EEUU sólo había reportado hace un año, tras dos años de Trump en la Casa Blanca, unos 145.000. Sí, están regresando tareas –y más con los desequilibrios y fallos en las cadenas globales de suministros que se han puesto de manifiesto– aunque a menudo automatizadas. Un buen ejemplo lo recoge el documental de 2019 American Factory (Netflix), de la productora de los Obama, en el que capital chino invierte en Ohio para, tras desavenencias culturales, acabar automatizando su producción de parabrisas.
Todo esto está en la base de una posible, aunque cada vez más improbable, nueva victoria del actual inquilino de la Casa Blanca próximo para volver a ganar, no el voto, sino el colegio electoral. Gracias a la clase trabajadora y a la América rural.
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