Mujer va a lavar platos a geriátrico para acompañar a marido enfermo


Ciento catorce días que no veía a su marido. Desde que la residencia de ancianos donde está su esposo prohibió las visitas por el coronavirus. Fue la primera vez que Mary Daniel se separó de Steven desde que a él le diagnosticaron el mal de Alzheimer hace siete años.
Cuando la residencia de ancianos Rosecastle at Deerwood de Jacksonville declaró una cuarentena en marzo, Daniel, quien administra una empresa que procesa facturas médicas, no pensó que durase mucho. Le había prometido a su esposo que no se alejaría de su lado tras el diagnóstico que le hicieron a los 59 años.
Su marido, hoy de 66 años, respondió bien en el geriátrico, donde se maneja como si él estuviese a cargo. Se instala en la mesa de entrada y abraza a todos los visitantes y despachadores. Crearon una rutina: todas las noches, Mary iba a la residencia, le ponía a Steven su pijama y los dos veían televisión en la cama.
El 11 de marzo, sin embargo, recibió una llamada en la que se le dijo que no podía volver a la residencia. Los geriátricos de todo el estado declararon una cuarentena para evitar el contagio de pacientes vulnerables.
Impertérrita, se ofreció como voluntaria. Eso no funcionó. Probó de nuevo, ofreciéndose a llevar perros que ella cría para usarlos como terapia. Otra vez le dijeron que no.
“¿Puedo conseguir un trabajo?”, preguntó.
Observaba cómo la gente encontraba formas creativas de conectarse con sus seres queridos en cuarentena. Pero las cosas son diferentes con los pacientes con demencia. Steve no puede completar oraciones, por lo que las conversaciones con video no son una opción.
Probó las “visitas de ventana”, en las que se ven por una ventana, ella desde afuera de la residencia. Pero Steve lloró las dos veces que lo hicieron. No comprendía por qué ella estaba tan lejos. Fue una tortura y ella prometió no volver a menos que pudiese verlo de cerca y tocarlo. Los pacientes con demencia empeoran más rápidamente sin el contacto humano, explicó.
Todos los días le enviaba un email al gobernador y le escribía a todo el que quisiera escucharla. Las semanas se convirtieron en meses. Se unió a un grupo de apoyo en Facebook y se transformó en una activista.
“Mi esposo está a ocho kilómetros, pero no puedo verlo”, afirmó. “Es como si hubiese muerto. Pero es peor que eso, porque no tiene paz”, sostuvo.
Objetivo cumplido
Un día, de la nada, sonó el teléfono hace tres semanas. Era la empresa que administra la residencia de ancianos de Steve. Necesitaban alguien que lavase platos a tiempo parcial. ¿Le interesaba?
Dijo que sí sin pensarlo dos veces. Se sometió a un análisis en busca de drogas e hizo un seminario de 20 horas de video sobre seguridad alimenticia y cómo deshacerse de material peligroso.
Kelley Withrow, directora ejecutiva del geriátrico, dijo que es importante impedir las visitas, pero admitió al mismo tiempo que “es muy duro para familiares y para residentes. Por ello creemos que hacen falta soluciones creativas, sobre todo en el caso de Mary y Steve”.
Ahora, dos veces por semana, Daniel sale de su trabajo y se encamina a la cocina del geriátrico, donde lava platos 90 minutos. Dice que hace “todo lo posible” por ver a su marido. “Necesita verme y que lo toque”.
“No hay esperanzas, no hay ayuda”, dijo Daniel, aludiendo a la separación de las familias. “Eso es lo que sienten cientos de miles de personas en estos momentos. Mueren solas y eso es trágico. Es algo que raya en la crueldad”.



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