Eterno resplandor del polémico espectáculo de este gobierno



Al ver los matinales en estos días, se posee la impresión de que quienes trabajan en la televisión respiran en estado de éxtasis con las desgracias de la pandemia. Es como si, de pronto, el rector de la Universidad Diego Portales y distinguido por sus columnas de El Mercurio, Carlos Peña, tuviera toda la razón cuando sostuvo que ello les otorga sentido a sus vidas (19 de abril, “El espectáculo del miedo”). No obstante, existe algo que supera y sobrepasa a la crisis sanitaria epidémica: desde el 18 de octubre, los matinales se han dedicado a invitar a señores —la mayoría— o señoras que interpretan actos propios de un experto no necesariamente especialista: en nuestra actualidad, basta con vestirse formalmente y/o ser dirigente gremial para pasar por sabio competente y articular dos o tres cosas, con el vago propósito de explicar una y otra vez cómo las partes de algo a analizar componen otro algo a examinar.
Luego del estallido social del 2019, el sociólogo de la Universidad de Chile y presidente de la Fundación Socialdemócrata —término que Joaquín Lavín ha puesto de moda—, Juan Eduardo Faúndez, expuso que se ha generado “una interesante proliferación de miradas, conceptos, interpretaciones y posiciones, de modo de lograr dar con la receta de cómo se encara el Chile del siglo XXI” (agosto de este año en su columna del presente medio de comunicación). Dado que —por mucho que se han postulado distintas interpretaciones— el estallido social nació a causa de un clima populista, entendido por el rawlsiano Cristóbal Bellolio como una “reacción al déficit democrático de las democracias liberales contemporáneas” (Bellolio, 2020, Revista de Sociología), no es la escasez de soberanía del pueblo ni poder político por medio de representantes el problema, sino que su incapacidad de procesar correctamente la voluntad popular.
Si ello es así, cabe cuestionarse qué tan común y corriente es la torpeza de la élite legislativa y ejecutiva: para cumplir el propósito de evidenciar que esto ocurre incluso en los acontecimientos más menudos, particulares y secundarios, examinemos un ejemplo que lleva recorriendo varios meses de este peculiar año. Lanzaron hace más de un mes y pico un nuevo instructivo para este programa del Estado, asegurando que no se debe personalizar su entrega y se tiene que resguardar la vida privada de los beneficiarios: con el fin de ayudar a las familias que se han visto afectadas por la crisis sanitaria, nació la campaña Alimentos para Chile, y el presidente Sebastián Piñera anunció que se han entregado cientos de miles de cajas de alimentos en la Región Metropolitana y todo Chile. Florecieron las críticas de la oposición y el disentimiento de opiniones contrapuestas. ¿Significa esto que se debe ajustar conscientemente los recursos de la sociedad a los pareceres particulares de las autoridades sobre quién debería tener qué? O, alternativamente, si se piensa que existen más opciones y el debate no se cierra en torno a las acciones que dirige exclusivamente el gobierno, ¿hay algún método que no requiera la intervención coercitiva o arbitraria del poder?
Desde el estadio Movistar Arena, ubicado en el Parque O’Higgins, el ministro de Desarrollo Social, Cristián Monckeberg, dio inicio a la segunda etapa del plan. El tema central es que se deben crear condiciones bajo las cuales el conocimiento y la iniciativa de los individuos tengan el mejor alcance para que puedan planificar con mayor éxito. Es importante hacer esta afirmación porque resulta perjudicial plantear la sustitución de la competencia por la planificación centralizada.
Según lo explicado en Camino de servidumbre, la manera más conveniente de guiar los esfuerzos individuales es creando una “competencia efectiva” (Hayek, 1944, p.37). En la mayoría de los casos, es el método más eficiente; el modelo de mercado es el mejor para asignar recursos (Stucke, 2013). En cambio, si observamos la utilidad de la operación del poder ejecutivo, “no alcanzaría a cubrir el 25% de hogares vulnerables en Los Ríos” (Márquez, 2020). La empresa llevaba más de quince días y el total de canastas familiares distribuidas era menos de ochocientas mil unidades. Empezó el 22 de mayo y recién el 8 de junio sumaron 850 mil. En la Región Metropolitana, donde el plazo de entrega de la primera tanda concluyó el 21 de junio, el avance era del 30%. Para que las familias chilenas puedan salir adelante, se debe hacer el superior uso posible de las fuerzas de la rivalidad económica como un medio para coordinar los esfuerzos humanos. Ludwig von Mises (1949), economista austriaco, afirmó: “Los competidores apuntan a la excelencia y la preeminencia en los logros dentro de un sistema de cooperación mutua” (p.117). La función de la competencia, sostuvo, es “asignar a cada miembro del sistema social la posición en la que puede servir mejor a toda la sociedad y a todos sus miembros”.
No se debe substituir la situación de empresas que se enfrentan en el mercado, ofreciendo un mismo producto o servicio, por los pareceres económicos particulares de las autoridades debido a un segundo argumento: la competencia elimina la necesidad de un control social. Al administrar la disposición de estas canastas para más de dos millones de familias a lo largo del país, esto es, no sólo manejar de qué estarán compuestas —en este caso, artículos de aseo y alimentos no perecibles como fideos, legumbres, harina, aceite, etc.—, sino que además regir por mandato o autorización legal quiénes las recibirán -un 30% de los chilenos no obtendrían-, se pretende guiar y dirigir la vida privada. Dicho de otro modo, se intenta imponer un punto de vista sobre la nutrición, además de una eventual supervisión de la existencia particular y doméstica de muchos chilenos. Según Friedrich von Hayek (1944), uno de los pensadores liberales más influyentes del siglo XX, la competencia es el único método que “no requiere el control arbitrario de la autoridad”. Brinda a los individuos, proclamó, “la oportunidad de decidir si las perspectivas de una ocupación en particular son suficientes para compensar las desventajas relacionadas con ella”. Pero si las canastas beneficiarán al 70% de los chilenos y se entregaron, como fue prometido, a familias de “sectores vulnerables y de clase media necesitada”, vale decir que el costo lo asumirá, en cuantiosa medida, el treinta por ciento restante.
Y, como si fuera poco, a través de un decreto enviado a Contraloría, el presidente Piñera “comprometió recursos para los municipios” (Villavicencio, 2020). Solo otro movimiento desesperado del hombre que, si trabajara tan duro en legitimar —y no andar fugándose al recibir orden de arresto por fraude— un marco legal cuidadosamente pensado -para que la competencia funcione de manera beneficiosa-, como sí lo ha hecho para proteger su puesto mientras emplea los impuestos ajenos, lograría hacer de la grave situación del país algo mucho mejor. No obstante, un lector escéptico podría resistirse al previo juicio al señalar que se podría sacar una conclusión diferente de los mismos argumentos. Aunque la mayoría sigue siendo refutable, hay muchos contraargumentos posibles. De hecho, se podría objetar aquí que está siendo ignorada o minimizada cierta evidencia: el uso de servicios gubernamentales podría implicar un acuerdo para pagar por dicho auxilio o prestación de asistencia. Cuando el gobierno exige que le paguemos dinero, un neoliberal diría que el gobierno actúa como un ladrón. El uso de servicios gubernamentales podría implicar un acuerdo para pagar por esos servicios, pero esto sería así solamente si las personas que no usaron los servicios no tuvieran que pagar. De hecho, el gobierno obliga a los ciudadanos a pagar impuestos independientemente de si utilizan los servicios o no. Por lo tanto, el hecho de que utilicemos los servicios gubernamentales no indica nada sobre si aceptamos pagar impuestos. Pero si esto es así, ¿qué pasa con el hecho de que ninguna administración pública puede crear derechos de propiedad simplemente declarando que algo le pertenece a alguien? Está bien, si bien el gobierno de Sebastián Piñera está llevando a cabo una incautación obligatoria de los bienes de los habitantes del Estado, se le obliga a los ciudadanos a pagar impuestos porque les sirve la ayuda. Sin embargo, a pesar de reconocer su validez o plausibilidad, vale sugerir por qué en conjunto aquel argumento es relativamente menos importante o menos probable que lo que ya se propuso, y por lo tanto no lo anula: si el Estado domina directamente el uso de una gran parte de los recursos disponibles, los efectos de sus decisiones sobre el resto del sistema económico se hacen tan grandes, que indirectamente lo sofoca casi todo. Habría, por añadidura, un 30% desfavorecido. Por cierto, “es fácil ser visiblemente ‘compasivo’ si otros se ven obligados a pagar el costo” (Rothbard, 1962). Por consiguiente, se podrá discutir que el hecho de que alguien utilice los servicios del gobierno indica algo acerca de si acepta o no pagar impuestos, pero tomar la propiedad de las personas sin su consentimiento es un robo si es que no los beneficia. Si uno trata de defenderlo con la excusa de una emergencia sanitaria como la actual, tropieza con la destrucción del cuidado y vigilancia de la libertad individual. Como diría Hayek (1944), “las emergencias siempre han sido el pretexto con el que se han erosionado las salvaguardas de la libertad”.
Parafraseando a Ayn Rand (1957), en La rebelión de Atlas, aunque cada individuo desearía que el Estado actuase de alguna manera, habría casi tantas opiniones como personas acerca de lo que el Estado debiera hacer. Se necesita un gobierno para evitar una ruptura y colapso completo del orden social, no para darle de comer al ciudadano. El retiro del 10% representa casi a la perfección este argumento. En conclusión, es esta sustitución de la competencia por la planificación centralizada algo que puede ocasionar daño o menoscabo. Como señaló Ludwig von Mises (1938): “Cuanto más aguda sea la competencia, mejor cumple su función social para mejorar la producción económica” (p.84).

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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