Recuperar la escuela para la vida



La pandemia nos ha hecho repensar muchos aspectos de nosotros mismos y de la sociedad, entre ello, aparece la escuela. Basta mirar con cierto detenimiento para darnos cuenta de que buena parte de la vida, no sólo de niñas, niños y adolescentes, sino de las familias e incluso de la comunidad, dependen de ella.
La escuela, antes y hoy, ha sido un espacio de protección, de guardería para que padres, madres y apoderados puedan trabajar, así como un canal de distribución de servicios de alimentación y otros beneficios sociales. Así también, es un espacio de participación, a veces el único posible. Tampoco podemos olvidar que, en momentos de crisis y emergencia, se ha transformado en albergue, refugio y centro de acopio y distribución. En otras ocasiones, ha funcionado como local de votación y de selección universitaria y como extensión de centros de salud. Quedando en evidencia sus distintas funciones sociales, la escuela se nos presenta como irreemplazable.
A pesar de toda esta circulación de vida en ella, por décadas se ha ido consolidando la idea de que la escuela es sólo el lugar para adquirir ciertos conocimientos y habilidades prescritos en el currículo explícito u oficial, que se miden principalmente a través de pruebas estandarizadas como medio de verificación y rendición cuentas. El resto, la vida misma, circula bajo la etiqueta de “extracurricular”, “extraprogramático” o “programas externos”. A lo más, algunos de estos elementos se “encapsulan” en alguna unidad curricular quedando atrapados en textos, o siendo marginalmente incorporados en otros indicadores educativos, como los Indicadores de Desarrollo Personal y Social (IDPS). En definitiva, lo que a nivel oficial se ha considerado importante de la escuela no es el conocimiento vivo, sino las credenciales para progresar de un nivel a otro, los resultados estandarizados y comparativos sobre el conocimiento.
La coyuntura -que se transformó en una larga coyuntura- nos ha mostrado que no es el conocimiento formal el que nos permite hacerle frente a éste ni a cualquiera de los verdaderos desafíos de la vida, que transcurren fuera y dentro de la escuela. Por el contrario, el quiebre de la situación escolar habitual debido a la crisis sanitaria por COVID-19 ha visibilizado la función esencial de la escuela, la epistémica, aquella que implica aprender a mirar la vida interrogándola e interrogándonos respecto de nuestro posicionamiento, de nuestro modo de situarnos en ella. Esta emergencia ha puesto en evidencia que la educación -y la escuela, si quiere ser efectivamente educativa- sólo tiene sentido si hace mejor la vida, para lo cual la vida ha de ser su centro: “Sólo hay una materia para la educación, y es la vida en todas sus manifestaciones”.
Hay algunas claves que nos parecen importantes: primero, pensar en la escuela como un espacio compartido donde conviven distintos estudiantes y se deben generar las posibilidades de crear intereses conjuntos, por sobre apuntar a necesidades individuales. En este sentido, la función de la escuela, como tal, tiene un doble movimiento. Por una parte, la de poner a los estudiantes en posición de ser capaces y a la vez, de mostrarles algo de afuera, es decir exponer el mundo. En este contexto, la función pedagógica y política de la escuela es reunir a los niños, niñas y adolescentes en un lugar común para despertar su interés por aprender, en términos de un “abrir futuros”, entendido como desarrollar “capacidades para poder actuar y hablar”.
De igual manera, la función de la escuela no tiene que ver con hacer que los estudiantes logren los mejores resultados, sino que se trata más bien de ofrecerles el tiempo y espacio necesarios para ponerse en forma, para trabajar su condición intelectual, física y emocional, como señalan Simons y Masschelein, la escuela tiene que ver con la preparación, no con la performance. Para esto es importante considerar la realidad de los niños, niñas y adolescentes, puesto que “su equipaje socio-cultural, sus condiciones de vida forman parte de «lo que es» cada individuo y no pueden permanecer al margen de los procesos educativos” .
Por estas razones, la escuela es y será irreemplazable, siempre que recupere su sentido educativo profundo: generar las condiciones para que todos los estudiantes aprendan a mirar la vida. Tenemos que hacernos cargo de lo que nos ha mostrado esta contingencia y la forma en que hemos debido abordarla. Está claro que necesitamos la escuela, pero también que no podemos seguir haciendo en ella lo que hemos venido haciendo; tenemos que entender que el currículo oficial es un medio, no un fin.
El fin es una vida mejor, una vida buena, y el principal aprendizaje que la escuela puede proporcionar es el buen vivir. Y eso se aprende en la vida, esa que transcurre en todos los ámbitos de la escuela, la mayoría fuera del currículo oficial y fuera del establecimiento, en las familias, en la comunidad. Necesitamos la escuela, pero hay que reconocer la vida de la escuela y recuperar la escuela para la vida.



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