A 35 años de la toma y retoma del Palacio de Justicia en Colombia



El M-19 fue una guerrilla inspirada en las guerrillas urbanas del Cono Sur, sobre todo en los Tupamaros uruguayos que nació tras una serie de hechos como reacción al fraude electoral ocurrido en las elecciones del 19 de abril de 1970. De ahí su nombre Movimiento 19 de abril, M-19.
En 1985, la guerrilla del M-19 era conocida por todo el país, no solo por robar camiones de leche para repartirlos entre los barrios más pobres, lo que generaba simpatía entre algunos sectores, sino sobre todo por cometer atentados muy mediáticos y espectaculares, como el robo de la espada de Bolívar, bajo el eslogan : “Bolívar, tu espada vuelve en pie de lucha” y “con las armas, con el pueblo, al poder”, también el robo de 5000 armas de una importante guarnición militar en Bogotá, el Cantón Norte, a través de un túnel, o la toma de la embajada de la República Dominicana llena de diplomáticos incluido el embajador de Estados Unidos, lo que obligó al gobierno, en esa ocasión, a negociar con la guerrilla entregándoles un millón de dólares y permitiendo que los comandantes de la toma viajaran a Cuba.
Todos estos golpes de gran impacto mediático y social, habían llevado a que las Fuerzas armadas (FFAA) se sintieran humilladas en su institucionalidad y tenían una pugna particular con este grupo guerrillero. Esperaban ansiosos el momento para vengarse y recuperar su honra herida.
Un año antes de la toma del Palacio de Justicia, en 1984, el gobierno de la época con el presidente Belisario Betancur a la cabeza, había firmado unos acuerdos de paz con varios grupos guerrilleros como las Fuerzas Revolucionarias de Colombia (FARC), o el M-19, entre otros, reconociéndolos ya no como grupo subversivos al margen de la ley, sino como actores políticos. Era un plan no sólo muy ambicioso, sino con muchos enemigos que, incluso dentro del gobierno mismo y las FFAA, consideraban un error y veían la guerra como única opción posible para alcanzar la paz.

En 1985, un año después de lo acordado, la guerrilla del M-19 se sentía traicionada, pues sus bases habían sufrido atentados por parte del ejercito de Colombia, y en los primeros meses de 1985 el conflicto armado había cobrado nuevas victimas mortales dentro de sus líderes. La guerrilla consideraba pues que el gobierno había incumplido lo pactado. Pero también el ejercito acusaba a la guerrilla de seguir cometiendo actos terroristas. Semanas antes del ataque al Palacio de Justicia, el 6 y 7 de noviembre de 1985, el M-19 había atentado contra la vida del comandante del Ejercito Nacional. El comandante salió ileso, pero el acto generó gran repúdio de parte de las FFAA.
Con esos antecedentes, la mañana del 6 de noviembre de 1985 un comando de la guerrilla decidió tomarse la sede de las altas cortes de justicia del país y retener como rehenes a los magistrados con la absurda idea de obligarlos a realizar un juicio de responsabilidad política frente al presidente de la República Belisario Betancur y su gobierno por el incumplimiento de lo acordado el año anterior. La guerrilla creía que con este golpe, todo el país y el resto del mundo, conocería la traición y así ellos se reafirmarían como los verdaderos defensores del bien común.

Pasados muy pocos minutos de que el comando guerrillero compuesto por 20 hombres y 10 mujeres, entrara al Palacio de Justicia ese 6 de noviembre, el ejercito tenía ya rodeado todo el edificio con francotiradores, tanques de guerra, helicópteros y soldados estratégicamente ubicados en diferentes esquinas y tejados de los alrededores de la edificación en la plaza de Bolívar de Bogotá. El área estaba completamente acordonada y todo lo que allí se movía estuvo en todo momento controlado por la fuerza pública. Más de 3500 miembros de la fuerza pública intervinieron en la retoma.
Hasta hoy persiste la pregunta sobre porqué precisamente ese día la seguridad de la entrada del Palacio de Justicia había sido retirada, lo que permitió a los subversivos entrar sin ningún obstáculo al edificio, pues sólo se toparon con dos vigilantes privados, sin capacidad para reaccionar a un ataque de esa magnitud. Los dos vigilantes fueron asesinados en el acto por los guerrilleros.
Los magistrados, el personal del edificio y los visitantes ocasionales, quedaron entonces atrapados entre los dos bandos armados. El ejercito no paró de disparar durante 27 horas contra y dentro del edificio, aun sabiendo que allí habían muchas personas inocentes.
Por su lado, la guerrilla tampoco tomó nunca la decisión de rendirse, a pesar de a las pocas horas de la toma quedó muy claro que su estrategia militar y política había sido un completo fracaso. A ninguno de los dos grupos armados les importó la vida de los civiles y tampoco al gobierno que se negó a negociar, dejando a la rama judicial completamente abandonada.
Mientras tanques de guerra disparaban contra el edificio y el fuego lo consumía todo, el ministerio de Comunicaciones censuró la transmisión en vivo sobre lo que ocurría en el centro de la capital del país y los medios de comunicación obedecieron con mansedumbre. Esa noche del 6 de noviembre mientras en el corazón del país se libraba una batalla sangrienta, la televisión transmitió un partido de futbol de poca trascendencia, para esconderlo todo. Desde entonces ese fue el espíritu que se mantuvo en el país con relación a los hechos del Palacio.
Los medios de comunicación han tergiversado los hechos reales y han logrado imponer la versión oficial: la de los héroes de la patria salvando a las instituciones a manos de la guerrilla aliadas al narcotráfico que se repite una y otra vez, incluso en series populares de Netflix que adulan la figura de narcotraficantes, o incluso documentales de la televisión franco-alemanes como Arte. Esta versión ha imposibilitado, hasta hoy, que el país conozca la verdad real de los hechos en todas sus dimensiones.
En esos fatídicos días del 6 y 7 de noviembre no sólo el ejercito y el ejecutivo tuvieron responsabilidad directa en los excesos y crímenes cometidos, sino también Medicina Legal quien recibió cadáveres que después desaparecieron, la pasividad de la Cruz Roja, el silencio del Congreso de la República y la fiscalía que ha investigado por momentos gracias a los cuales algo hemos podido saber, pero casi siempre a regañadientes, de manera tardía y en desmedro de los fiscales generales que han movido de sus investigaciones a personas valientes como la fiscal Ángela María Buitrago.
La manera como se enfrentó esta tragedia y la impunidad precedente en el caso del Palacio de Justicia sentó las bases para que en los siguientes 35 años se siguieran cometiendo los crímenes más atroces en todo el país. Si algo así pudo suceder en la capital del país contra la corte más importante del país, qué se podía esperar en rincones alejados en donde reinaba y sigue pasando la nula presencia institucional. Miles de masacres, miles de personas asesinadas, demostrarían que Colombia dejó en manos de grupos armados, legales e ilegales, la justicia de tierra arrasada.
La sociedad civil en completa desconexión social quedó paralizada y acató el pacto de silencio. Hubo algunas voces aisladas que pidieron explicaciones, pero fueron rápidamente silenciadas, estigmatizadas o directamente aniquiladas.
Habría que recordar que la corte de la época de la toma del Palacio de Justicia, era una corte que buscaba hacer respetar los derechos civiles y humanos, exigiendo responsabilidad de los criminales. Por eso era mirada celosamente por el poder criminal, los corruptos e incluso parte del establecimiento que se ha beneficiado de la guerra. Entre sus mayores enemigos estaban los carteles de la droga y allegados a las Fuerzas Armadas que los tachaban de ser títeres del comunismo. Los magistrados recibían con frecuencia amenazas de muerte de todos lados, por realizar su labor y buscar hacer justicia.
Tras los hechos de noviembre de 1985, el ejecutivo argumentó que habían tenido que sacrificar esas vidas para salvar a la justicia y la institucionalidad, pues una negociación con la guerrilla habría sido darle legitimidad a aparatos ilegales en el corazón de la insitucionalidad colombiana. La ironía y la inhumanidad de ese sacrificio, el de personas que defendían el estado de derecho es plausible. El Estado no estuvo para proteger a la justicia sino que la abandonó. Hoy 35 años podemos ver que esos hilos que salieron desde los hechos de la toma y retoma del Palacio de Justicia el 6 y 7 de noviembre se mantienen intactos y se sigue persiguiendo y asesinando a quien defiende el Estado de Derecho. En lo que va del año, cerca de 250 lideres sociales, personas que venían luchando por los derechos humanos y ambientales e incluso algunos de sus familiares, han sido ejecutados, sin que haya investigaciones serias al respecto. También ellos, al igual que los magistrados de la toma del Palacio de Justicia en 1985, han sido abandonados por el Estado.

Carlos Horacio Uran era un joven magistrado, profesor e investigador para la época del ataque al Palacio de Justicia y era mi padre. Había publicado artículos y libros sobre la relación de las fuerzas armadas y su alianza con el poder político en Colombia. Criticaba abiertamente que el ejercito se pusiera al servicio de potencias extranjeras. Él, al igual que muchos otros magistrados, cuestionaba el alto grado de militarización del país y precisamente la sección tercera donde él trabajaba en el Consejo de Estado, habían condenado de manera histórica al Estado por casos de tortura.
De mi padre supimos 22 años después de los hechos que había logrado salir vivo del edificio, contrario a la versión oficial que aseguraba haber sido herido de muerte por una bala perdida dentro del combate. Se comprobó que el magistrado Carlos Horacio Uran fue desaparecido, torturado a manos del ejercito de Colombia y después ejecutado por un tiro a corto impacto. El ejercito aprovechó la retoma para deshacerse de voces incomodas como la de él, a quien lo venían siguiendo de tiempo atrás por su trabajo y borró la escena del crimen para engañar a todo el país sobre lo sucedido en realidad.

Hoy treinta y cinco años después de los hechos, publico Mi Vida y El Palacio (Planeta, colección Memoria Colombia, 2020). Se trata de una explicación de los hechos ocurridos en el Palacio, pero también de una manera de abordar mi propia historia con dignidad. A través de una amplia investigación y en un informe autobiográfico relato esa historia de violencia política, la superación del pasado, y la política de la memoria en Colombia.
La narración comienza la mañana del 6 de noviembre. Relato nuestra vida familiar, cargando con un ominoso crimen a cuestas con 10 años de edad, la desaparición de rehenes y guerrilleros una vez finalizado el combate, el exilio por amenazas, las décadas de impunidad, pero también esta es una narración sobre la lucha por verdad de los familiares de las victimas y desaparecidos.
A través de mi relato, el lector puede entender cómo ha funcionado el crimen de estado y la mentira organizada sobre la muerte de mi padre, lo que significó para mi tener que salir al exilio (Uruguay, España, Estados Unidos) con una historia de violencia política no resuelta. Narro el recorrido que como familia, hemos tenido que dar con los posteriores procesos jurídicos, el significado de la impunidad rampante para una familia, la importancia de la sentencia de la CIDH a pesar de que no termina de ser cumplida por el Estado Colombiano y mi proceso de transformación y toma de conciencia en Alemania.
El caso del Palacio de Justicia, pero sobre todo la desaparición, tortura y ejecución del magistrado Uran, en concreto, es emblemático para entender como opera el crimen estatal en Colombia, y por qué al mantenerse una política de omisión y negación en vez de confrontar la verdad, Colombia parece condenada a la guerra eterna y a repetidos proceso fallidos de paz.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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