We the people – El Mostrador



“We the People…” (“Nosotros, el Pueblo…”), son las tres primeras palabras de la Constitución de Estados Unidos de 1786. Joe Biden las ha recordado con insistencia en sus discursos de estos días.
Esa frase, en mi opinión, fue un gran acierto de los redactores de esa Constitución. Porque transmite con claridad, en primera persona, la idea de que son los ciudadanos de carne y hueso –el Pueblo de los Estados Unidos– los que pactan entre sí y para ellos mismos, a través de la Constitución, un ideal de sociedad, principios, derechos y obligaciones esenciales, y una forma de organizarse entre sí para cumplirlo.
Ese “Nosotros, el Pueblo…”, pienso, crea sentido de identidad y pertenencia de las personas con su nación y de compromiso con lo pactado por y para ellos mismos en su Constitución. Así esta deja de ser solo una regla abstracta y lejana que viene desde el Estado y sus instituciones –como sucede con la redacción de nuestra Constitución–, y en cambio pasa a ser mi pacto y nuestro compromiso también, como personas y ciudadanos.
Sería muy triste que las circunstancias de esta complicada elección en EE.UU. terminen socavando ese sentido de pertenencia, identidad y compromiso que uno percibe con frecuencia en muchos ciudadanos de dicho país. Se sienten parte de un sueño compartido como nación, que hacen prevalecer en la hora de la verdad. Es una característica de EE.UU. y sus ciudadanos que valoro y admiro mucho. Pese a que, aclaro, no soy un hincha de ese país.
Tal vez emerge ese sentimiento de pertenencia, identidad y compromiso en los estadounidenses cuando recuerdan el preámbulo completo de su Constitución: “Nosotros, el Pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, tender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros y para nuestra posterioridad, por la presente promulgamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América”. Quizá por eso mismo Joe Biden le ha vuelto a recordar con frecuencia a ese pueblo su compromiso esencial, mencionando sus tres palabras iniciales.
Trump ha dividido al país vulnerando esa declaración fundamental, porque la división y la confrontación es su eje estratégico para avanzar y afianzar su poder y su base de votantes y seguidores. Es muy parecido a lo que hacían Hitler y Mussolini cuando ascendían en su poder con el movimiento nazi y el fascismo, generando fanatismo y odio al mismo tempo en la mayoría de los alemanes y los italianos. En esta hora crítica para Estados Unidos se requiere la consciencia y las voces responsables del Partido Republicano, también de los ciudadanos de a pie que votaron por Trump. Que despierten y hagan honor a su compromiso constitucional, respeten las reglas del juego y reconozcan el triunfo de Biden de un modo pacífico.
Hace un mes y medio publiqué aquí una columna que titulé “Algo huele mal en EE.UU.”, en que anticipé lo que ocurriría el día de la elección: la negativa anticipada de Trump a reconocer su derrota, su denuncia de fraude electoral y sus reclamaciones ante las Cortes, tensionando innecesariamente a dicha nación y al resto del mundo. Desafortunadamente hasta el día de hoy voy acertando en mi pronóstico. Lo que seguía en mi vaticinio era que Trump después probablemente empujaría de manera indirecta a sus seguidores más violentos a salir a la calle, lo que provocaría que movimientos violentos del bando contrario también lo hagan y se arme un conflicto lleno de cólera y agresión en las calles, que dure hasta mediados de diciembre o mediados de enero. Sería muy triste. Espero equivocarme.
Lo más lamentable es que yo no soy pitoniso o adivino, sino que este escenario era absolutamente previsible conociendo a Trump y sus seguidores más fanáticos y cercanos. Por lo tanto, los partidos Republicano y Demócrata, los expresidentes y otros líderes nacionales de EE.UU. debieron haberse anticipado a este escenario probable y hacer lo que estuviera a su alcance para evitarlo.
Para hacer buena política es esencial tener sentido republicano, actuar de buena fe, seguir las reglas del juego con un comportamiento leal, con sentido del honor y de rectitud. Se requiere saber ganar siendo generoso y saber perder con humildad y dignidad. Es necesario entender que los otros –aunque sea con ideas distintas– también están luchando por un país mejor, por el bien común y el bienestar de los ciudadanos. Ello hace posible también la amistad cívica entre adversarios que se desempeñan en los asuntos públicos. Esa amistad es esencial para dialogar y ponerse de acuerdo, permitiendo el progreso y desarrollo sustentable de una nación.
Donald Trump no cumple ni de lejos dichas características. Ese es su peligro principal, que daña también la dignidad y la democracia estadounidense.
Las reglas no resuelven todos los problemas ni los conflictos. Menos cuando se trata de problemas o crisis de envergadura, porque en general las reglas son diseñadas para la normalidad y no para la excepción. En momentos de crisis graves y de problemas complejos, es la agudeza, la grandeza de espíritu y la condición moral de las personas de carne y hueso las que realmente permiten resolverlos. Más aun, en ocasiones, son esas condiciones personales las que resuelven ciertas crisis graves aún mucho mejor que las reglas. Así sucede en la gran política.
Las elecciones de 1884 en Estados Unidos fueron curiosamente parecidas a las de ahora. Muy reñidas, raspadas y agresivas, con acusaciones recíprocas, recuentos de votos y también un candidato republicano muy corrupto. Ganó el demócrata Grover Cleveland, seleccionado por los demócratas como un candidato de contraste, por ser un hombre bueno y correcto. Venció por un estrechísimo margen, definiéndose la elección por apenas 1.047 votos de diferencia en Nueva York. Entonces, después de tres décadas de una seguidilla de gobiernos Republicanos, se elegía uno Demócrata.
A propósito de esa elección el gran poeta estadounidense Walt Whitman celebró la democracia y su poder de purificación o sanación. Bebamos entonces del elixir del poema de Whitman, llamado “Día de Elecciones, Noviembre, 1884”:
“Si yo tuviera que nombrar, oh, Mundo Occidental, tu espectáculo y paisaje más poderoso,/ No serías tú, Niágara –ni vosotras praderas sin límites– ni las gigantescas grietas de tus gargantas, Colorado,/ Ni tú, Yosemite –ni el Yellowstone con todos los bucles espasmódicos de sus géiseres que suben hasta el cielo, apareciendo y desapareciendo,/ Ni los conos blancos de Oregon –ni el cinturón de grandes lagos del Hurón– ni el curso de Misisipí:/ Yo nombraría a la humanidad que bulle ahora en este Hemisferio –la vocecita silenciosa que vibra– el día de las elecciones en América/…/ Por fin, la lluvia de votos desde el Este hasta el Oeste –la paradoja y el conflicto,/ Los copos de nieve caen innumerables– (conflicto sin espadas,/ Aunque más porfiada que todas las guerras antiguas de Roma o las modernas de Napoleón): la elección pacífica de todos,/ Humanidad buena o mala –acoge los desastres, la escoria:/ ¿El vino hace espuma y fermenta? Sirve para purificar– mientras jadea el corazón, arde la vida:/ Estas ráfagas y vientos huracanados impulsan a los preciosos navíos,/ Hinchan las velas de Washington, de Jefferson, de Lincoln”.
Quizás esta “plegaria” –como dirían los gringos– llegue a lo alto, para que en estos días “Dios bendiga a los Estados Unidos de Norteamérica”.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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