Vacuidad y esperanzas del G20



Riad (Arabia Saudí), sede de la última cumbre del G20. Foto: ekrem osmanoglu (@konevi)
En plena pandemia global y consecuente gravísima crisis económica, el G20 no ha estado a la altura. De hecho, el G20 –agrupación, que no organización, de Estados que representan dos terceras partes de la población del planeta y un 85% del PIB mundial– funcionó en 2008-2009 ante la crisis económica y financiera de entonces porque hubo coordinación entre sus componentes que compartieron intereses y políticas. Hubo liderazgo por parte de EEUU, el Reino Unido y Francia. En 2020, ante el COVID-19 ha habido un inicial “sálvese quien pueda”, algunos elementos de desglobalización y proteccionismo, y falta de intereses comunes o compartidos en grado suficiente, aunque la carrera hacia más gasto público en seguida se hizo general, con o sin G20. Al liderazgo de Arabia Saudí en 2020, por rotación, no sólo le ha quedado grande la tarea, pese a haber convocado 36 reuniones ministeriales bajo su mandato, sino también por haberse puesto de forma demasiado evidente al servicio de los EEUU de Donald Trump. Quizá tras la cumbre (telemática) de Riad de este pasado fin de semana, el G20 pueda cambiar y hacerse más útil ahora que, asume su presidencia un país de peso como es Italia, con un Joe Biden como probable presidente de EEUU, más llevado a un cierto multilateralismo que más que recauchutar hay que reinventar. Con la esperanza de que la diplomacia digital deje paso de nuevo, tras el control de la pandemia, a una presencial mucho más efectiva y útil.
Probablemente, de haber sido presencial la cumbre de Riad, varios mandatarios no habrían acudido como gesto de crítica hacia el régimen de Arabia Saudí, especialmente por el asesinato del periodista Jamal Khashoggi. De hecho, los organizadores saudíes censuraron en la cumbre telemática del T20 (la red de think tanks del G20) al premio nobel de Economía Joseph Stiglitz cuando este criticó ese crimen. Al lado, ha habido ciertos progresos políticos, al aceptar Arabia Saudí, por ejemplo, impulsar en el G20 –incluso con una ministerial dedicada al tema– el estudio y medidas de lucha contra la corrupción. El régimen saudí pensaba poder utilizar la presidencia del G20, de todas las ministeriales y de los grupos de la sociedad civil (T20, B20, W20, etc.) para dar a conocer in situ sus reformas internas sociales y económicas, más que políticas, pero la pandemia lo ha frustrado.
No había grandes expectativas con esta cumbre del G20, la última de Trump. La cumbre de Riad y su comunicado final están llenas de buenas intenciones (aunque algunas subrepticias), más que de verdaderas líneas de acción política. Sí, de cumbre en cumbre se va avanzando en visión y lenguaje conjunto. Pero pocos resultados concretos en lo referente a la lucha contra el proteccionismo comercial, pendiente la reforma de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que se apoya. Incluso en materia de cambio climático ha habido progresos, pero los saudíes, con el apoyo del Washington de Trump, han insistido en la idea de “economía circular del carbono”, lo que desvirtúa el concepto básico. No obstante, en materia de cambio climático se va avanzando, aunque sólo sea entre los signatarios del Acuerdo de París, lo que excluye a los EEUU de Trump, algo que puede cambiar con Biden si se confirma su llegada a la Casa Blanca a partir del 20 de enero.
La necesidad de una conectividad global, de “conectar la humanidad acelerando la penetración global de Internet y colmando las brechas digitales”, es un nuevo y loable objetivo. A la vez, el G20 dice querer facilitar más el flujo libre de datos. Pero no hay que olvidar que en el G20 hay mucha diversidad, y opiniones dispares, e ideológicas, sobre esta materia.
Según el FMI, los países ricos han reaccionado a la crisis inyectando el equivalente al 20% de su PIB en sus economías; los intermedios, un 6% al 7%; pero los pobres, un 2% o menos. Necesitan ayuda. A este respecto, el principal resultado de este año del G20 ha sido para aliviar temporalmente, sin llegar a condonaciones, la deuda de los países más pobres, a la luz del impacto de la pandemia en esas economías, en consonancia con el Club de París de países deudores y acreedores. Los ministros de Finanzas habían ya aprobado la extensión hasta junio de 2021 de la Iniciativa de Suspensión del Servicio de la Deuda. Y se ha avanzado en empujar desde el G20 al FMI a conceder más Derechos Especiales de Giro, a menudo no gastados por los países más ricos –es el caso de España–, para ayudar a las economías más pobres a salir de la actual crisis, aunque no se mencione explícitamente. Se ha logrado salvar el apoyo a la Agenda 2030 de Objetivos Sostenibles, de la que durante meses en este foro los EEUU de Trump, junto a otros apoyos como el Brasil de Bolsonaro, no querían oír hablar. Los demás han logrado también incorporar referencias a la necesidad de acciones multilaterales en diversos ámbitos. Pero ha costado.
La urgencia, ante la llegada de las vacunas contra el COVID, es asegurar una inoculación universal. Los llamamientos a ello se multiplicaron en la cumbre del G20 (salvo por Trump en su breve participación). Pero sin planes concretos. Un buen ejemplo es el Proyecto COVAX, liderado por Europa. En esta cumbre se ha visto cómo algunos líderes, como Putin y Xi Jinping, presentaban sus vacunas nacionales al resto del mundo. Se está gestando una nueva competición geopolítica de las vacunas. Aunque este sí que es un problema global y la vacuna se debe transformar en un bien público global (aunque intervengan empresas privadas).
En la cumbre del G20 de Riad no ha habido dramas públicos, pero tampoco grandes hitos. Italia se plantea como prioridades para su presidencia a partir del 1 de diciembre sacar provecho de la situación por la que atravesamos para catalizar un “cambio positivo”, como ha declarado su sherpa, Pietro Benassi. De hecho, se ha hablado más de una “mejor reconstrucción” (build back better) que tanto ha utilizado Biden, e incluso ahora Boris Johnson. La siguiente presidencia italiana del G20 intenta mirar más allá de la pandemia con tres “p” conceptuales (en inglés) de People (gente, con los temas de desigualdad, mujeres y protección social, entre otros), Planet (cuidarlo) y Prosperity (con el comercio y la resiliencia de las cadenas de valores, la digitalización, los problemas de las sociedades que envejecen, y la economía circular, plena, no sólo del carbono), para lograr un multilateralismo más inclusivo y más sostenible. Nada menos.
El G20, en el que España es invitado permanente, es, como ha señalado el economista Dennis Snower, un instrumento útil de gobernanza global cuando hay coincidencia de intereses y para tratar de tres tipos de temas: (1) de los bienes colectivos globales; (2) de las inequidades globales, entre ellas el comercio y el desarrollo; y (3) de algunas distancias sociales, incluyendo brechas, como la digital y la de género, además de la lucha contra la corrupción y un sistema impositivo global justo. El G20 permite coordinar y poner en marcha procesos que luego han de gestionar otras instituciones, ya sea la propia ONU y sus agencias o la OCDE, entre otras. Necesitaría de un secretariado permanente que facilitara la continuidad entre presidencias anuales, pero hay resistencias a ello. También requeriría más representación de África, ausente salvo por Sudáfrica, aunque cada presidencia suele invitar a mandatarios africanos y el G20 se haya volcado cada vez más en ese continente. Si no existiera el G20, habría que inventarlo, quizá con otro formato. Podría ser útil que, bajo presidencia italiana, Biden, en su probable presidencia, auspiciara una cumbre que reactivara el G20 y la respuesta global a la crisis. Se le espera.
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