Descenso de matriculados en pedagogía: ¿una crisis evitable?



Entre los años 2011 y 2017 los estudiantes matriculados en carreras pedagógicas en el país se redujeron en algo más de un 27 %, cifra que se repite este año 2021, dando cuenta de un fenómeno que no es casual. Detrás de estos datos hay razones importantes, algunas conocidas y otras presumibles, que debemos indagar.
Las ciencias sociales sostienen que toda conducta, hábito o fenómeno que se repite en el tiempo debiese tener un factor relevante que la explique. Este gran descenso en postulantes y matriculados se registra después de una expansión ilimitada de la oferta de carreras en la primera década de este siglo, con escaso control sobre la calidad de éstas y menos aún sobre la cantidad de la oferta que en algún momento llegó a ser superior al 50 % de los docentes en ejercicio. Entendiendo que esta profesión tiene escasos nichos de ejercicio privado, siendo las organizaciones educacionales de todo tipo los principales empleadores, resultaba potencialmente riesgoso estudiar pedagogía en un mercado laboral que no se expande a esa velocidad.
La nueva Ley de Educación Superior (2018) otorgó solamente a las universidades acreditadas la posibilidad de dictar las pedagogías, lo que implicó la reducción de la oferta de parte de los centros no acreditados, sumado a la exigencia de puntajes mínimos crecientes para postular (que se han congelado), los que tienen un impacto menor en estos registros.
Con el traspaso de los establecimientos escolares públicos y su personal desde el Ministerio de Educación a los municipios (1981), la profesión docente experimentó un terremoto del cual sólo se ha recuperado parcialmente. A la pérdida de su condición de funcionarios públicos, estabilidad laboral, autonomía profesional y un salario digno, se unió el menoscabo de su valoración social y de su campo profesional.
No solamente en la década de los ochenta se reduce el aporte público a la educación en un 24 % real, con el consiguiente impacto negativo en infraestructura, equipamiento, remuneraciones, etc, sino que la reforma impuesta en 1981 también quitó el carácter de formación universitaria a las carreras pedagógicas (restituido más de una década después), habilitando que fuesen dictadas por instituciones de educación superior no universitarias, a lo que se suma que la Universidad de Chile perdió la opción de ofertarla. Fue así que se crearon las Academias Superiores de Ciencias Pedagógicas, las que, tras un par de años, se reconfiguran como universidades pedagógicas públicas (UMCE y UPLA), demostrando el gobierno una desastrosa gestión en este plano.
A mediados de los ochenta, el Ministerio de Educación incentivó a algunas universidades estatales recientemente creadas a cerrar las carreras pedagógicas y también las de formación paramédica, otorgando incentivos económicos adicionales para quienes siguieran este camino. Paralelamente, existió un programa de regularización de títulos docentes para quienes cumplían alguna función en establecimientos educacionales, iniciativa que perduró durante muchos años, increíblemente sostenida por un par de universidades públicas que “competían deslealmente” con las carreras de larga duración que ellas mismas dictaban.
Es evidente que el Ministerio de Educación, en la década de los ochenta, lidera el proceso de pérdida de valor social de la educación y de los educadores. No obstante, en democracia, sin menoscabo de las capacidades de los ministros de Educación de los años noventa en adelante (2021), podríamos decir que 2/3 de éstos no han tenido una relación profesional mayor con el campo educacional, algo por cierto imposible de repetir –por ejemplo– en el sector salud (solamente hay un caso, que fue muy crítico) y menos en el de Hacienda Pública (ningún caso), y que da cuenta de cuán instalado está este fenómeno en la realidad política nacional, incluso transversalmente entre las coaliciones políticas.
Ha habido intentos parciales por remediar el escaso atractivo de las carreras pedagógicas, como la beca Vocación de Profesor, la beca Juan Gómez Millas y otras que no han podido revertir las tendencias descritas.
También han existido intentos de mejorar la formación docente impulsados en distintos tiempos por el Ministerio con resultados relativos. Formalmente han cumplido sus objetivos, no obstante las dudas provienen del desempeño mismo en el campo profesional de sus graduados, un área escasamente desarrollada por los centros formadores. Algo que el sistema de acreditación impulsado en el país no revela plenamente, pues se trata de una propuesta híbrida, que demanda que la institución instale mecanismos de aseguramiento de calidad, pero lo más importantes, que son aquellos relacionados con la inserción y desempeño laboral de los titulados, que es el factor determinante de una profesión, no tienen el peso decisivo. Es decir, podría ocurrir la situación paradójica de un alto cumplimiento de las medidas de aseguramiento de calidad, pero una baja empleabilidad de sus titulados, como también el caso contrario.
También hay un vicio de origen importante entre el sistema de acreditación y el de financiamiento, cuando se trata de entidades acreditadas. Hoy, el riesgo de instalar una nueva carrera en un centro acreditado lo corren principalmente los estudiantes, sus familias y los recursos públicos (incluyendo gratuidad), cuestión que la acreditación no registra. Es decir, si existiese una norma que cada universidad financiara hasta la primera promoción de egresados y solo allí se evaluará la calidad de su graduados, y se acodara su financiamiento, en función de su aceptación en el mercado laboral u otra medida equivalente, ciertamente la oferta de vacantes y de carreras se reduciría notablemente, pues el riesgo en que incurrirían las universidades sería con sus propios recursos, incluso con la posibilidad de no recuperarlos, lo que hoy no es así, de forma que debería evaluarse este factor para regular la oferta en todo plano, incluyendo las carreras pedagógicas.
Adicionalmente, los estudios pedagógicos se han prolongado en el tiempo, en vez de ceñirse a profesiones de cuatro años efectivos se extiende a cinco (20 % más) sin contar que un número muy elevado, cercano al 50 % de sus estudiantes, lo hace en 5,5 a 6 años. Lo que no solo implica mayores recursos públicos sino también privados, para un retorno económico (ingresos) cuestionable ante esa inversión (entendiendo que no es el único criterio por considerar).
Es importante replantearse el plazo de formación incluso ante los aprendizajes que hemos alcanzado ahora en pandemia en educación virtual. Este nuevo escenario, solucionados los problemas de accesibilidad y cobertura tecnológica que han aumentado la desigualdad social, debería permanecer como una modalidad híbrida de trabajo que da espacio a nuevas formas de educación, a la participación de otras profesiones y, finalmente, disponer de una menor cantidad de docentes, pero con otras competencias. Ciertamente, se podrán envasar muchos contenidos para que sean revisados por los estudiantes y ahora los profesores podrán actuar de consultores u orientadores, pero ello implicara que en el mediano plazo habrá una menor demanda de profesores formados como tal, de jornada completa.
Finalmente, en este complejo rompecabezas, si bien la Ley de Desarrollo Profesional Docente fue un gran avance, el puesto de trabajo docente, es decir, el ser educador en un centro escolar es un trabajo muy desgastante en lo profesional como en lo humano, que hace que antes de cumplirse los cinco años de ejercicio profesional una proporción cercana la 40 % de los nuevos docentes manifiesten interés o bien abandonen definitivamente la profesión. La organización del sistema escuela (sinónimo de todo centro educativo) es un ente que requiere de cambios urgentes para abordar esta tarea que es sistémica y que también llega a los directivos escolares quienes en una proporción cercana a la mitad, tras ejercer el cargo directivo, abandonan el sistema.
Por cierto algo muy serio pasa en el sector educación. No hay espacio para venir a aprender, necesitamos gente que sepa de educación. Debemos instalar cambios disruptivos, que impliquen un rediseño estructural de la profesión, incluido su proceso formativo, como un reposicionamiento de lo profesional (es interesante que las pautas de acreditación chilena valoran más disponer de personas con doctorado y publicaciones que con un amplio desarrollo profesional en la profesión misma en que trabajan), que impliquen procesos formativos más breves, ejercicio profesional y luego otra etapa formativa… y mucho más que podríamos estar debatiendo ahora.
 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



Source link

Related Posts

Add Comment