Médico de farmacia enfrenta meses de recuperación tras caer por COVID



José Ramírez hacía entre 25 y 30 pruebas de COVID al día en el consultorio de la cadena de farmacias donde trabajaba. En febrero, se contagió de la enfermedad, lo que le provocó falla multiorgánica, está vivo solo por los aparatos que le daban soporte. 
Desde hace dos semanas volvió a casa, pero pasarán muchos meses para que pueda regresar realmente a la vida. Le cuesta hablar, tiene oxígeno suplementario, no puede levantarse de la cama por su pie, tiene convulsiones, crisis de ansiedad y hay mañanas en las que le pregunta a su esposa, Sofía Álvaro Pérez, si de verdad está vivo y está con ella, o solo está soñando, como lo hacía cuando estaba sedado e intubado.
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José tiene 43 años y es médico general. Presta sus servicios en un consultorio de la cadena Farmacias del Ahorro. Es decir, es médico de farmacia, un empleo que ha saltado a las noticias por las protestas de estos profesionales, a quienes hasta ahora las autoridades sanitarias del país han dejado sin vacuna. 
La omisión ha vuelto a echar luz sobre las condiciones en las que laboran –la mayoría por honorarios y sin prestaciones– y sobre el papel que han tenido en esta pandemia. La Asociación Nacional de Farmacias (Anafarmex) calcula que hay unos 36 mil médicos trabajando en consultorios anexos a estos establecimientos. 
Contra el argumento de las autoridades de salud de que no los han vacunado porque no son primera línea, se han alzado los testimonios de médicos relatando en medios sus jornadas en las que atienden hasta a 14 pacientes confirmados o sospechosos de COVID. 

Pero eso es solo cuando se trata de dar consulta. Si se le suma hacer pruebas rápidas, entonces la exposición al virus es mucho mayor. 
A José le tocaba eso. La cadena Farmacias del Ahorro, donde labora desde hace tres años, empezó a ofertarlas y la gente respondió haciendo largas filas afuera de los establecimientos. En los días más demandantes, José dice que debió haber hecho hasta 40 en una sola jornada. 
No recuerda con exactitud cuándo tuvo que empezar a tomar las muestras de la garganta de los clientes y meterlas en esos dispositivos pequeños, como de prueba de embarazo, que se usan para las pruebas rápidas de COVID, pero cree que empezó por julio. En febrero fue cuando se enfermó. Aguantó mucho con la alta exposición al riesgo porque se cuidaba todo lo que podía, dice. 
La cadena de farmacias le daba una bata quirúrgica desechable por día. También le daban cubrebocas, googles, careta y guantes. Él se compraba cada semana, como protección adicional, un traje tyvek (de los que parecen los de astronauta), y se lo ponía debajo de la bata desechable. 
También se compró una máscara especial, que usaba en lugar de la careta que le daban, y con la que parecería más bien un agente antimotines. 

José y Sofía creen que el virus aprovechó un intento de ahorrar material de un supervisor nuevo, que en lugar de darle los guantes suficientes para desechar en cada toma de muestra, le pidió que en lugar de usar un par cada vez, usara solo uno en la mano derecha. La izquierda del médico quedaba desnuda y expuesta por esa instrucción. 
El 1 de febrero, José tenía dolor de cabeza, fiebre y tos. En el consultorio que tiene en su casa, donde también recibía pacientes COVID después de volver del trabajo, se hizo él solo la prueba. Salió positiva. También se la aplicó a su familia: a su esposa, suegra, abuela política y cuñada, con quienes vivía. Todos estaban contagiados.
Solo José pisó el hospital. Ingresó el 2 de febrero. Su cuadro se agravó por la obesidad: pesaba 120 kilos. Todavía con la segunda ola de COVID sin controlarse y con los sanatorios llenos, lo tuvieron que mandar a un hospital para niños, el Infantil de México, donde la atención de José costó 10 millones de pesos. 
“Ni vendiendo la casa hubiéramos podido pagar eso. Pero José tiene seguro de gastos médicos mayores y de Star Médica lo mandaron al infantil”, dice Sofia. 
Él es de los afortunados en este sector de los médicos generales que trabajan en consultorios anexos a farmacias: está por honorarios, pero tiene vacaciones, y seguro de vida, así como de gastos médicos mayores. “Me lo dieron al año y medio de estar trabajando en Farmacias del Ahorro”, dice. 
Hasta el 26 de abril, de acuerdo a información de la Secretaría de Salud, se habían contagiado de COVID-19 en México, 235 mil 243 integrantes del personal de salud y 3 mil 829 habían fallecido. 
El roce con la muerte 
En el hospital, los médicos primero intentaron ponerle solo puntas nasales. Pero José no lograba llevar oxígeno suficiente a sus pulmones y el aire frío que le llegaba a la nariz, a través de los pequeños tubos, le daba una mayor sensación de asfixia. Le preguntó a su médico qué probabilidades tenía de sobrevivir si lo intubaban. La respuesta fue que tenía 75% de oportunidad. Pidió el soporte ventilatorio. Era 7 de febrero.
“Me llamó para decirme que lo iban a intubar y yo temblaba. Solo le decía: ‘No, no, no puede ser’. Pero él me dijo que todo iba a estar bien. Y antes de colgar solo le dije que lo esperaba acá en la casa”, cuenta Sofía. 
José tuvo varias complicaciones. Incluso sufrió un proceso inflamatorio que hizo que su tamaño se triplicara. “Rompió cinco camas en el hospital. Lo pasaban de una a otra porque no lo aguantaban”, dice Sofia. 
Esa inflamación comprometió el funcionamiento de sus órganos vitales. Tuvieron que darle soporte con máquinas, medicamentos y transfusiones, de las que le hicieron una decena. 
“Rocé la muerte. No es verdad que ves un túnel de luz. En ese limbo yo soñaba que estaba en mi pueblo, en casa con mis dos gatos y Sofía, o en un programa de televisión: en un reality show”, cuenta José, con el ritmo lento para hablar, como el de un acetato girando a otra revolución, que le ha dejado por ahora como secuela la COVID-19 y los días con el tubo en la garganta.
El 22 de febrero, el médico le dijo a Sofía que se preparara para lo peor. La puso en videollamada para que pudiera despedirse de José. Pero ella no lo entendió así, o no quiso entenderlo, y solo soltó ante la pantalla al ver a su esposo un: “Qué guapo estás!”.
Desde ese momento se las arregló para enviarle cartas a su marido. Usó como correo humano a las enfermeras. Las convenció para recibirlas y que se las leyeran. También logró que, a escondidas, le llamaran a ella desde sus celulares para poder hablar con él. José estaba sedado, pero aún con la sedación los pacientes escuchan y ella lo sabía. 
“Cada vez que llegaba una llamada del médico o un mensaje, yo temblaba -dice Sofía. Muchos días todo fue: su esposo está grave, prepárese para lo peor. Pero desde que yo me comunicaba con él, empezó a estabilizarse y un día –el día que falleció mi abuelita por COVID– me llamaron para decirme que ya no lo tenían pronado (boca abajo) y que iba mejor”. 
Apenas hace una semana que José volvió a su hogar. Sofía tuvo que conseguir un concentrador de oxígeno y una cama especial para que no se les hagan llagas. Lo que antes era el consultorio de José para recibir pacientes en casa, se volvió sala de recuperación. “Llevamos, en todo lo que se ha necesitado después de su salida del hospital, unos 100 mil pesos y esto ya corre por nuestra cuenta”. 
José y Sofía en lo que era el consultorio en casa del médico y ahora es sala de recuperación.
También deberán correr por cuenta de Sofia y José, las fisioterapias, consultas, estudios y medicamentos que se requieran como parte de la recuperación del médico. 
Al menos en los próximos ocho meses, José no podrá volver a trabajar, pero la empresa lo indemnizó, le pagará el 70% de lo que ganaba al mes y han prometido que conservará su empleo. 
En ese tiempo, José también espera volver a la maestría en medicina estética y rejuvenecimiento, que estaba cursando en línea cuando se contagió de COVID. A eso quiere dedicarse en cuando acabe de estudiar. 
Animal Político consultó a Farmacias del Ahorro sobre el caso de José pero dijeron que no tenían comentarios.
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