¿Puede ser el próximo Presidente de Chile relevante?




Ante todo, es necesario aclarar que esta pregunta no es el título pretencioso para la elaboración de un discurso vacío y repetitivo sobre la importancia de la participación ciudadana en la esfera de los asuntos públicos, ni tampoco la pura enumeración de los rasgos personales de las candidatas y los candidatos en carrera. Se trata más bien de plantear una duda genuina con vistas al ciclo político-histórico por el que atraviesa el país y si, en cualquier caso, la figura presidencial puede cobrar ahí alguna relevancia.
La pregunta es importante, aun cuando se pueda hacer la obvia observación de que la figura presidencial se ha vuelto fútil. El Presidente Sebastián Piñera no tiene ya ninguna capacidad de imponer sus propios términos y se ve, una y otra vez, sobrepasado por la fuerza de los acontecimientos. ¿Será ese también el destino de una futura Presidencia?
Pero la respuesta inmediata y fácil, que consiste en endilgar completamente la crisis a la falta de manejo político del Mandatario, parece no explicar satisfactoriamente el momento histórico. No satisface incluso cuando tal respuesta es correcta, pues bien sabemos ya que estamos ante la, probablemente, peor Presidencia de la historia de Chile.
La respuesta no da el ancho por que pretende explicar el momento desde las características individuales del Presidente, de sus asesores, ministros o de todos los otros individuos que ejercen la política profesional en nuestro país. Pero el momento ya no trata más de individuos, sino que de destinos comunes. Bien sabe la filosofía desde hace un tiempo que un conjunto de individuos no es lo mismo que una comunidad y que los acontecimientos históricos profundos tienen que ver, ante todo, con las comunidades.
Esto es, no importan acá realmente las cualidades –o mas bien defectos personales– del Primer Mandatario, sino que, y por sobre todo, el hecho observable de la ausencia estructural de poder en el ejercicio político. Este ejercicio no tiene ya la capacidad de conjugar a las mayorías ni generar un sentido de acción común.
Se podrá anteponer a esta tesis que es solo la figura presidencial la que se ha vaciado de poder, pues –esta es una de las ideas mas descabellada del último tiempo– en Chile regiría un parlamentarismo de facto. Vale decir, el poder ha emigrado al Congreso y a sus honorables ocupantes y por consiguiente la esfera política, si bien modificada, permanece saludable. Parece ser a estas alturas evidente que esta observación no logra explicar el salvaje transcurso de los acontecimientos y que lo que más bien sucede en el Parlamento es que diputados y senadores han entendido velozmente que deben transformarse en un eco de la calle o correrán la misma fortuna que la Presidencia.
No hay ninguna clase de parlamentarismo de facto, sino solo un Congreso aferrándose a los restos de la casa para que el tornado no se los lleve a ellos también: el miedo no es poder. Poder hay en el Parlamento solo al modo de una turba que ha derribado sus puertas y se ha instalado, desde la calle, en sus dependencias: Pamela Jiles –nos guste o no– es el único poder que habita hoy ese edificio.
De este modo se plantea la pregunta guía nuevamente: ¿no significa entonces esto que cualquiera que ocupe la Presidencia ocupará solo un desierto desde el cual será imposible cualquier proyecto? ¿Puede ser el próximo Presidente de Chile políticamente relevante? La respuesta sencilla parece ser: ¡no, no hay relevancia posible! La respuesta es no, si lo que pretenden ofrecer los candidatos en carrera al sillón presidencial son formas de acción de corto plazo y conservadoras, como aquellas imperantes desde la vuelta de la democracia hasta hoy, que operaban sobre la base de una política vigorosa.
El poder emigra, abandona lo político porque se vuelve ilegítimo, esto es, porque ya no está en humilde concordancia con la verdad central de la comunidad a la cual pretende representar. Si en los 90 y en los 2000 la verdad que aunaba las voluntades de las mayorías era la reconstrucción de una identidad popular perdida, ahora esa verdad consiste en que esta nueva identidad, surgida en la transición, debe recuperar la casa que ha sido saqueada en su ausencia: recuperación de lo robado y castigo al ladrón.
Para que la figura presidencial se vuelva relevante en el nuevo ciclo, es necesario entonces tener presente que el poder, que la ha abandonado y se ha instalado en la calle, solo retornará en la medida en que se actúe con legitimidad, dando cabida y curso a la verdad de la época. Esto solo puede lograrlo quien ejerza sus atribuciones desde La Moneda con una actitud profundamente transformadora del ejercicio político. Evidente es que la política tradicional no tiene la determinación requerida para la legitimidad, pues ella esta desprovista de la humildad que da la comprensión de que ya no se está en control de la situación, así como tampoco de la libertad que requiere la actitud transformadora. Claro está que las candidaturas de Narváez, Muñoz y Matthei, entre otras, que han concurrido muertas a su propio nacimiento, no harían más que agravar el vacío de lo político y el peligro que ahí habita.
Los casos más extremos respecto de la pugna por el poder y la legitimidad en la carrera presidencial actual son los de Jiles y Lavín. La primera es un claro ejemplo de que las acciones que suceden en concordancia con esa verdad central se vuelven legítimas y los actores que las ejecutan logran detentar poder, pero que no todo poder desea las mismas metas. No todo poder legítimo pretende la rearticulación de la esfera política. Jiles obtiene su poder desde la legitimidad que le entrega la promesa que ella hace de castigo y venganza contra el ladrón. Ella es un símbolo de destrucción, pero no de transformación, porque su castigo está dirigido no solo a los políticos, sino que a todo el ejercicio político. La actitud de transformación implica –esto es evidente– destrucción, pero esta no es su fin último, como sí lo es en la acción de Jiles. Aquello que llamamos transformación consiste en el frágil balance entre destrucción y edificación. Una cosa es, por tanto, descubrir la fuente de la legitimidad y otra, muy distinta, darle cauce político.
Por otra parte, las jugadas de Lavín, dispuesto siempre a casi todo, son interesantes para aclarar lo expuesto hasta este punto, porque entienden el nuevo escenario. El sabe que ninguna racionalización, por muy correcta que sea, logrará oponerse al pulso popular, como sucede, ejemplificadoramente, con los retiros previsionales. Su idea de trocar el retiro del 10% por el retiro de los dineros de la cesantía es transformadora e interpreta correctamente el momento como la necesidad de recuperación de lo propio. La idea no cuaja y permanece vacía de legitimidad porque subestima la necesidad de escarmiento implícita en el pulso popular. Lavín no está dispuesto al castigo, esto es, lee el nuevo escenario, pero no parece querer comprometerse con él, sino solo a ofrecer sucedáneos. Es esta la razón por la que su acción tiende siempre a volverse irrelevante.
La respuesta es, finalmente, sí. Sí, importa quien será la próxima Presidenta o el próximo Presidente de Chile, pero no desde la comprensión usual y completamente agotada del cargo como el operador máximo de una esfera política cerrada en sí misma. La investidura requiere hoy el valor y la libertad para la completa apertura a un pulso popular que, en Chile al menos, no parece agotarse. El presente ciclo no permitirá una articulación de las fuerzas políticas que se sustente en meras acciones administrativas, partidistas o incluso ideológicas, sino que solo sobre la base de una genuina actitud de humilde atención y valor para la transformación.

Daniel Michelow es doctor en Filosofía e investigador Adjunto en la Universidad de O’Higgins

 



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