La Convención constituyente y el camino de regreso a una sociedad más justa



En la reciente elección la ciudadanía expresó su descontento con los partidos tradicionales, pero, en especial, su esperanza de una mejor vida.
Una pregunta, pienso, debemos responder para comenzar a configurar ese horizonte común, más justo y humano: ¿Cómo llegamos a este momento? ¿Cómo hicimos para construir un sistema político y económico incapaz de responder a las necesidades existenciales más elementales? La respuesta no es simple ni única.
Primero, eliminamos del Estado el principio de solidaridad social. La operación básica del neoliberalismo impuesto por la dictadura fue suprimir toda solidaridad social que permitiera y obligara, por ejemplo, a los más ricos a contribuir al bienestar de los más pobres, a los más jóvenes a velar por los más viejos, a los más poderosos a dar voz a los más débiles, a los sanos a ayudar a financiar la salud de los enfermos y así sucesivamente. El proceso fue simple: se eliminaron las prestaciones estatales basadas en ese principio y se echó a andar un modelo de bienestar social privado, en el que cada quién accedía a lo que pudiera pagar. Y para aquellos que no pudieran, se mantuvo un remanente público que funciona bajo los límites de la dignidad, como la salud, la pensión básica o las viviendas sociales.
Segundo, eliminamos del Estado casi todo aquello que diera a las personas cierta seguridad existencial. Es decir, se entregó al mercado las pensiones, la salud, la educación, el transporte público, los precios de los medicamentos, de los arriendos y otros. Esto tuvo, al menos, dos efectos. Por una parte, generó un cambio en la relación de los ciudadanos con el Estado, que se expresa en un distanciamiento respecto de éste: como no se espera nada de él, tampoco es necesario vincularse a él. Por otra, convenció a la ciudadanía que el Estado es un lastre, una caja pagadora de favores políticos, deteriorando su valoración como órgano fundamental para una vida social civilizada. Aquí el origen del sentimiento generalizado de desamparo e incertidumbre existencial frente al futuro.
Tercero, disminuimos al mínimo las capacidades regulatorias del Estado, dejando a las personas expuestas a las reglas de mercado, que, invariablemente, fueron impuestas por los más poderosos. Esto provocó una escalada de abusos de todo tipo y en todos los niveles sociales, que se expresaron en el sobreprecio de productos, intereses usureros de los créditos, precarización del trabajo, sueldos en el límite inferior de lo permitido, colusiones, entre otros. Esto produjo una sensación de constante indefensión e injusticia.
Cuarto, desmantelamos la organizacional laboral y sindical, bajo el argumento que atentaba contra el crecimiento económico. La principal consecuencia fue eliminar un contrapeso social fundamental para equilibrar los intereses entre, como se decía antes, “el capital” y “el trabajo”. Con un Estado con escasos medios de regulación y sin organizaciones laborales relevantes que defendieran los intereses de los trabajadores, muchas empresas se desbocaron y eliminaron de su hacer las consideraciones asociadas al bienestar social, restringiéndolas al estéril concepto de “responsabilidad social empresarial”. Así, las condiciones laborales, el medioambiente, la vida de las comunidades aledañas e incluso el proyecto de desarrollo nacional, pasaron a segundo o tercer plano para estos actores fundamentales de la sociedad chilena.
Quinto, como consecuencia de lo anterior segmentamos la sociedad al punto de eliminar gran parte de los espacios de confluencia entre los distintos grupos sociales. Creamos una educación para ricos, otra para pobres, otra para menos pobres, y así sucesivamente. Ello lo repetimos en la salud, el transporte, las pensiones, los barrios, los parques y en donde fuera posible. Al eliminar los espacios de confluencia social, dejamos de relacionarnos con el otro y de entendernos como parte de un todo, y nos transformamos en sujetos de consumo y expoliación, en beneficio de pocos. Ello llevó a que el interés prevaleciente fuera la máxima rentabilidad o lucro, incluidas las áreas de bienestar social entregadas al mercado. Ello agudizó la imagen del otro como un “no igual” y, por lo mismo, como alguien a quien no es necesario resguardar su dignidad personal.
Así, entonces, en nuestro sistema político y económico la solidaridad fue reducida a un ejercicio horizontal dentro de un mismo grupo social. Lo demás quedó sujeto a la caridad de quienes tienen en demasía. El ejemplo característico es La Teletón, en que grandes donantes exhiben anualmente su glamorosa y doliente bondad.
Buscar otro camino, que nos lleve a entendernos individualmente como parte de un todo, con responsabilidades solidarias mutuas no será una tarea fácil.
Primero, porque reconstruir un concepto de solidaridad social y reinstalarlo en una serie de prestaciones estatales no orientadas al lucro privado implicará una disputa ideológica con sectores conservadores, que tras estas iniciativas siguen viendo al fantasma del comunismo internacional, sin darse por enterados que éste fue sepultado como proyecto político por la caída del Muro de Berlín, que tanto celebraron.
Segundo, porque implicará hacer el esfuerzo por entender que todos somos iguales y tenemos el mismo valor social, con independencia de nuestro origen, género, etnia, lugar de residencia, apellidos, etc. Cuando la identidad social ha sido construida sobre la base de diferenciarse y distanciarse del otro, revertirlo no será una tarea simple.
Tercero, porque significará dejar sin una sustantiva fuente de ingresos a un sector de la elite que, a pesar de su incansable discurso anti Estado, hizo de la captura de recursos públicos un oficio y una forma de vida, en la medida que éste compra a sus empresas una infinidad de servicios asociados al bienestar de la población.
Como sea, y pese a todas las dificultades descritas, habrá que hacer el esfuerzo de desandar este camino para regresar a una vida digna y a una sociedad más justa.
Por suerte para todos, la Convención Constituyente tiene la palabra.
 
 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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