Dialogar en serio – El Mostrador



Se ha repetido hasta el cansancio, pero vale la pena insistir: ahora más que nunca en la historia reciente de nuestro país es necesario dialogar acerca de en qué consiste dialogar en serio.
Antes que todo, dialogar en serio es una experiencia de alteridad. En el diálogo yo encuentro un punto de vista para quien yo también soy un punto de vista. Así entendido, el encuentro con un Otro, en el sentido filosóficamente relevante del término que intentaré explicar a continuación, es algo en lo que debemos esforzarnos. Dicho de otra manera: la experiencia de alteridad es algo fundamentalmente frágil. La experiencia del Otro, cuya máxima expresión se da en el diálogo, es algo en lo que podemos tener éxito o fracasar.
En lo que sigue trataré de ofrecer una presentación muy esquemática de lo que podríamos llamar la fragilidad de la experiencia de alteridad.
Edmund Husserl (1859-1938) nos enseña que la experiencia de alteridad tiene una estructura triádica. Esto significa que encontrar a una persona, a diferencia de toparse con una mera cosa, consiste en coincidir con otro en torno a algo en común (ej. un objeto estético, un ruido, un tema de conversación, etc.). Uno no se encuentra con otro ser humano de la misma manera como uno se topa con una piedra en un camino. La piedra, a diferencia de un Otro, no es una perspectiva sobre mi mundo, esto es, sobre el universo de las cosas que me importan.
Tener conciencia de un Otro consiste en admitir una perspectiva ajena en torno a algo respecto de lo cual yo también soy una perspectiva. De lo anterior se sigue que, en el plano de la experiencia observacional, es indispensable que la perspectiva del Otro no sea la mía. La razón es obvia: si la perspectiva del Otro se transformase en la mía, ambas perspectivas colapsarían en una única vida consciente, lo que haría imposible la experiencia de alteridad. Visto desde este ángulo, la experiencia del Otro se nutre de la diferencia.
Cuando observo a una persona observando lo mismo que yo—por ejemplo, una botella en una mesa—, estoy consciente, por una parte, de que, si yo me encontrase en el lugar del Otro, yo observaría la botella desde el punto de vista del Otro, y, por otra, de que, si el Otro se encontrase en mi lugar, este observaría la botella desde mi punto de vista. Pero el punto de fondo es que nuestras perspectivas sobre la botella sólo pueden ser permutables en tiempos distintos. En el presente, mi perspectiva no puede ser la del Otro y la perspectiva del Otro no puede ser la mía. A nivel sincrónico, yo no puedo desplazarme o adoptar el punto de vista del Otro: las distintas perspectivas sobre la misma cosa son excluyentes.
Dicho eso, como lúcidamente detecta H. G. Gadamer (1900-2002), lo que no es posible en el plano de la percepción sí es posible en el plano de la experiencia dialógica. Lo que sucede en el diálogo es precisamente un encuentro sincrónico entre perspectivas. Cuando dialogamos, mi perspectiva puede desplazarse hacia la perspectiva del Otro, sin que ello anule mi propia subjetividad. El diálogo permite que yo ponga a prueba mis prejuicios ahora, exponiéndolos a la crítica del Otro. Desde ese punto de vista, podríamos decir que mi perspectiva lingüística sobre el mundo, vale decir, el marco de prejuicios desde el cual uno siempre encara a otro dialogante, contiene en sí infinitas posibilidades de autocorrección. Ser refutado en un diálogo es una experiencia penosa. Pero es una experiencia que también trae consigo un componente informativo. Cuando te refutan, entiendes las cosas mejor: ves algo que no habías visto.
El diálogo es un recurso que está siempre disponible para tener inagotables experiencias de autocorrección. Con todo, el punto decisivo es que el diálogo que permite estas experiencias autorrefutativas sólo puede tener lugar si los dialogantes muestran fidelidad hacia reglas que no emanan del diálogo mismo, sino que lo preceden. Para que la conversación pueda aspirar a ser exitosa, esto es, para que los dialogantes puedan llegar a un acuerdo en torno a aquello sobre lo que dialogan, estos deben optar previamente por un conjunto de reglas. Entre éstas, podríamos destacar: i) el compromiso por ponerse de acuerdo sobre qué es lo que se quiere resolver, es decir, la opción por la pregunta correcta; ii) el compromiso por intentar llegar a un acuerdo sobre la respuesta más adecuada a la pregunta, es decir, la opción por la verdad; iii) el compromiso por no abandonar el diálogo mientras no se hayan agotado todas las instancias razonables para llegar a un acuerdo; iv) el compromiso por decir lo que se piensa; v) el compromiso por responder a lo que se pregunta, etc.
Dialogar en serio, como toda empresa cooperativa, es tratar de hacer algo con alguien. Agustín Squella señaló hace poco que dialogar es como armar un rompecabezas entre varios jugadores. Lo interesante de la analogía de Squella es que cuando se cumple el objetivo del juego todos ganan. En el caso del diálogo, dado que cada dialogante debe esforzarse por dialogar según reglas que son muy fáciles de incumplir, el genuino diálogo resulta ser, en su esencia, un ejercicio de autodisciplina. Dialogar, piensa Gadamer, es, literalmente, una forma de juego. El juego sólo se puede jugar cuando los jugadores juegan siguiendo las reglas del juego. Lo verdaderamente importante es que el juego se juegue según las reglas. De manera similar, sólo se puede dialogar si los dialogantes orientan su conducta según las normas que hacen posible el diálogo. Lo verdaderamente importante es que se dialogue según las reglas. Sólo así gana lo que está en juego en el diálogo: la verdad.
El filósofo estadounidense Richard Bernstein (1932) alguna vez señaló que la principal regla que posibilita el diálogo es el tomarse en serio la propia falibilidad. No tomarse en serio la propia falibilidad es una forma de no querer encontrarse con el Otro. Es por esta razón que señalé más arriba que la experiencia de alteridad es una cosa frágil. Para encontrar al Otro a través del diálogo, yo debo autoexponerme al riesgo de ser refutado por él o por ella.
El problema, señala Bernstein, es que muy frecuentemente los dialogantes se comportan como simples hablantes, adoptando actitudes pseudofalibilistas que ponen en riesgo la posibilidad de que el diálogo tenga éxito. Una de estas actitudes es lo que él llama el falibilismo fragmentario. El falibilista fragmentario es aquel que se parapeta entre grupos afines, formados por quienes piensan más o menos de la misma manera, sin sentir la urgencia de someter sus ideas de fondo al escrutinio de quienes no las comparten. El falibilista polémico, por otro lado, es aquel cuya única motivación es imponer su punto de vista, y en paralelo finge una voluntad de diálogo. Cuando tiene ventajas extradialógicas (ej. el aplauso de la audiencia), el falibilista polémico simula haber agotado todas las instancias razonables para resolver el asunto con el fin de salirse del diálogo. El falibilista defensivo, en tanto, es aquel que escucha a otros de manera simbólica, habiendo ya decidido que no tienen nada que enseñarle. A estos tres caracteres yo agregaría el falibilista liviano, que es aquel que está prontamente dispuesto a declarar que su punto de vista es tan plausible como el del otro, sin esforzarse por zanjar la cuestión en serio.
Hablar no es lo mismo que dialogar. El futuro del país depende de que en el proceso de elaboración de nuestra nueva Constitución primen los genuinos falibilistas; es decir, los que se abren a la posibilidad de estar equivocados y de verse beneficiados de la perspectiva de otros, asumiendo que la conversación, como cualquier juego que se juega en serio, tomará un curso que no será aquel que cada uno vislumbró cuando decidió sumarse al diálogo.

Emilio Vicuña Zauschkevich, Facultad de Artes Liberales, Universidad Adolfo Ibáñez

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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