¿Libertad individual o compromiso colectivo? El problema de rechazar las vacunas



No me acuerdo dónde leí que sin las vacunas y sin la red subterránea de alcantarillado que permite la evacuación de las aguas residuales en las grandes urbes, la humanidad ya habría desaparecido de la faz de la tierra. Dejando a un lado el asunto de las cloacas, insistamos un poco en la importancia las vacunas.
Las vacunas son uno de los descubrimientos más importantes dentro de la medicina en todas las edades de la vida, con una gran repercusión en Pediatría y en Salud Pública.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) se estima que las vacunas están evitando la muerte de unos 2,5 millones de niños cada año. Pero este éxito ha hecho que las personas más jóvenes se olviden de estas enfermedades aparentemente erradicadas. No tienen en cuenta que las enfermedades nunca se olvidan de nosotros y que reemergerán, como ya ha sucedido, a la mínima oportunidad.
Sin ir más lejos, la Agencia de Salud Pública Catalana confirmó 101 casos de sarampión entre enero y julio de 2019. Una cifra nada despreciable ya que supone el triple de casos registrados en todo el año anterior.
La misma fuente cita que casi el 85% de estos nuevos casos corresponde a personas que no estaban correctamente vacunadas, nueve de los cuales eran personal sanitario. Veinticinco de ellos, que no estaban vacunados, necesitaron ingreso sanitario. De ahí la importancia de continuar vacunándose, apostillan.
Impostores que nos entrenan para el combate
Si tuviésemos que resumir brevemente los principios en los que se sostiene la vacunación, podríamos decir que las vacunas estimulan a nuestro sistema inmune para que acumule mecanismos contra agentes que nos provocan enfermedades. De esta forma, aprendemos cómo combatir de forma muy eficiente y rápida organismos infecciosos invasores antes de que causen daño.
Pero ¿cómo funcionan exactamente las vacunas y por qué representan nuestra mejor arma contra las enfermedades? Pues bien, según la interesante y muy didáctica guía The History of Vaccines publicada por el Colegio de Médicos de Filadelfia, la sociedad profesional más antigua de Estados Unidos de Norteamérica, la vacuna es como un impostor de un patógeno.
Al hacerse pasar como un virus o bacteria, la vacuna prepara las defensas para que respondan adecuadamente si en un futuro nos volvemos a encontrar con esa misma entidad patogénica. Generalmente los agentes infecciosos están cubiertos con moléculas que se llaman antígenos, que son los que específicamente activan la respuesta inmunológica.
Cuando un antígeno es presentado a nuestro sistema de defensa, un tipo muy específico de célula denominada célula B de memoria se activa diferenciándose a célula B plasmática que produce anticuerpos contra ese antígeno en particular.
Luego estos anticuerpos atacan fijándose a la superficie del patógeno a través de su antígeno específico. Tras la unión, el anticuerpo impide la penetración del patógeno a su célula diana, o lo marca como si se tratará de una banderola que iniciará una respuesta de eliminación activa por parte de otras células inmunológicas.
El caso de la gripe
Analicemos el caso de la gripe. Cada vez que se identifica una nueva cepa del virus, con frecuencia anualmente, deben transcurrir entre cinco y seis meses para que estén listos los primeros lotes de la vacuna aprobada.
Brevemente, y según una nota informativa oficial de la OMS sobre fabricación de la vacuna gripal publicada en agosto de 2009, primero el virus debe adaptarse para que se vuelva menos peligroso y aumente su capacidad de multiplicarse en huevos de gallina (el método de producción que emplean casi todos los fabricantes de vacunas). Luego se mezcla con una cepa estandarizada de virus de laboratorio y se deja que se multipliquen juntos.
Posteriormente, el virus híbrido o vacunal que se obtiene tiene que someterse a pruebas para comprobar que produce los antígenos exteriores y que es totalmente inocuo para la salud.
Terminada esta etapa, que tarda más o menos otras tres semanas, la OMS distribuye la cepa de virus vacunal entre los fabricantes oficiales para su multiplicación mediante inyección en huevos de gallina de entre 9 y 12 días de fecundación. Los huevos inyectados se incuban durante dos o tres días para favorecer la multiplicación vírica. Después se destruyen con sustancias químicas con el objetivo de producir cientos de millares de litros del antígeno vírico purificado que constituye el ingrediente activo de la vacuna.
Generalmente se producen tantos lotes como sea necesario para obtener la cantidad imprescindible de vacuna. En determinados países, cada nueva vacuna antigripal debe someterse a prueba en algunas personas para demostrar que funciona según lo previsto. Para ello hacen falta cuatro semanas más de producción como mínimo. En otros países no es preciso porque se han efectuado muchos ensayos clínicos con las vacunas anuales similares y se da por sentado que la nueva vacuna (o, mejor dicho, lote de vacuna) funcionará de manera semejante.
La chocante proliferación de los antivacunas
Desde el descubrimiento de la vacunación han existido grupos en contra de esta práctica más o menos organizados que han llevado a la creación de un movimiento antivacunas a nivel global. Este movimiento es promovido por un número creciente de personas escépticas que se oponen fervientemente a vacunar, tanto a sus hijos como a sus mascotas, por un miedo injustificado a que las vacunas provoquen enfermedades o efectos secundarios indeseados.
Y esto, señores míos, es inaudito y cuánto menos ridículo. Nos enfrentamos a una realidad chocante y en gran medida absurda que parece seguir muy arraigada. Lo peor es que se fundamenta en polémicos artículos como el publicado en 1998 por un prometedor investigador llamado Andrew Wakefield en la prestigiosa revista científica The Lancet, en el que se establecía un hipotético vínculo entre la vacuna de la triple vírica y el autismo. Con datos de solo 12 niños.
En contra de este único estudio, muchos otros (uno de ellos con más de 650.000 niños daneses desde 1999 hasta el 31 de diciembre de 2010, con seguimiento desde el año de edad y hasta el 31 de agosto de 2013) demuestran con evidencias muchísimo más sólidas que la vacuna de la rubeola, la varicela y el sarampión –más conocida como triple vírica– no provoca autismo. En consecuencia, el artículo de la discordia de Wakefield fue retractado por haber publicado resultados “falsificados” en febrero del 2010.
Sin embargo, como puede comprobarse en un rápido recorrido por las distintas redes sociales, los movimientos antivacunas siguen teniendo mucha fuerza. Pese a sustentarse en argumentos sin base científica que ponen en tela de juicio a un número preocupante de personas. Sobre todo, el argumentario de los antivacunas convence a la clase acomodada y educada del mundo occidental, que parece haber olvidado que gracias a las vacunas no morimos ahora de enfermedades como la difteria, la polio o el sarampión.
Por ello, las directrices de la OMS son tajantes y se dirigen a intentar definitivamente aunar esfuerzos en contra de estos grupos organizados antivacunas. En un informe oficial, este organismo incluyó la insuficiente inmunización infantil entre las mayores amenazas para la salud y bienestar a nivel mundial.
Asimismo, dentro de las convocatorias de proyectos científicos Horizonte 2020 que dedicó la Unión Europea (UE) específicamente al estudio de las enfermedades infecciosas y a la mejora de la Salud Pública, fue incluido un programa específico para proyectos (Call identifier SC1-BHC-33-2020), financiado con 9 millones de euros, para la promoción de propuestas que estudiaran cuáles eran los determinantes de la baja utilización de las vacunas dentro su territorio y desarrollaran nuevas estrategias de fomento de la vacunación y su nivel de cobertura.
El número de casos de enfermedades casi erradicadas ha aumentado un 30%
Y es que, según algunas estimaciones, el número de casos de enfermedades casi erradicadas como el sarampión ha aumentado un 30% y sigue siendo una de las primeras causas de ceguera a nivel mundial. La caída en las tasas mundiales de vacunación puede explicarse por razones muy diversas. Por ejemplo, en Ucrania, falleció un adolescente después de recibir una vacuna contra esta enfermedad. Aunque su muerte no tuvo nada que ver con la vacuna, disminuyó la confianza pública hasta el punto que el gobierno detuvo el programa de vacunación en 2008. La situación llegó al extremo de que los índices de vacunación contra el sarampión fueron de los más bajos en el mundo en 2016.
Desgraciadamente, no hay un tratamiento específico para el sarampión, lo que hace que la vacunación sea la mejor forma de limitar la diseminación de esta enfermedad y evitar nuevos casos de ceguera.
Por suerte en España, según un estudio de consulta telefónica promovido por la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT) publicado esta semana pasada, un 60% de los españoles se muestran dispuestos a vacunarse sin reticencias frente al virus SARS-CoV-2, causante de la COVID-19. Tres veces más que en octubre del año pasado en plena segunda ola de contagios.
Es más, el porcentaje sube a ocho de cada diez españoles que aseguran que se vacunarían si eso ayudase a proteger a sus mayores. De ahí la importancia de combatir los bulos difundidos por los movimientos antivacunas, que incluyen la existencia de sustancias muy peligrosas como aluminio y mercurio en los lotes fabricados de vacunas.
Como apuntaban desde el Instituto de Salud Global de Barcelona en octubre de 2015, los padres tienen derecho a preguntar sobre los riesgos y beneficios de vacunar a sus hijos. Pero la comunidad científica tiene la obligación de informarles de forma clara y transparente. Y, claro está, como sociedad tenemos la responsabilidad de refutar todo tipo de fanatismo que se mantenga activamente negando la evidencia científica, por mucho ruido que hagan.
Es evidente que, muy en el fondo de la cuestión, subyace el enfrentamiento entre la libertad individual y el compromiso colectivo. En este punto, conviene tener en mente el concepto de inmunidad colectiva, que se rige por el principio basado en el hecho irrefutable de que tasas altas de vacunación inducen una mayor protección de los individuos no vacunados.
Es sabido que, cuando una enfermedad infecciosa invade un grupo sin vacunar, muchos de sus miembros se infectan porque carecen de la inmunidad contra la enfermedad. Ahora bien, si la vacunación es generalizada, esto limita la propagación de las enfermedades. Lo cual protege indirectamente a las personas no vacunadas porque es más difícil mantener la cadena de propagación de la infección.
Para algunas enfermedades, la inmunidad colectiva puede empezar a inducirse con sólo un 40% de población vacunada. De ahí la importancia de que cada cual ejerza su deber o compromiso personal en pos de una mayor salud colectiva. Parece que este debate está llegando cada día más y con mayor interés hasta nuestros órganos de gobierno y responsables políticos.
En este contexto, Italia prohibió a los menores de 6 años seguir acudiendo a los centros educativos del país sin estar vacunados, por lo que tan sólo en Bolonia unos 300 niños ya no pudieron acudir a la escuela infantil por no estar al día de sus vacunas. Y algo similar sucede en Alemania, donde quienes no brinden los registros de vacunación de sus hijos antes del 31 de julio de 2021 podrían enfrentarse a cuantiosas multas de hasta 2 500 € y dejar a sus hijos fuera del colegio.
Parece indiscutible que no existen fundamentos científicos que pongan en duda la contribución de las vacunas para con el bienestar y la salud humana en un mundo plagado de constantes amenazas en forma de infecciones y ataques recurrentes de un sinfín de agentes oportunistas con el mismo afán de supervivencia que el nuestro (la “ley del más fuerte”).
Antes de que se propaguen las prácticas administrativas que, en determinados países, fomentan el hábito de la vacunación, aquellos que no creen en ella tienen todo el derecho a no vacunarse. Pero es fundamental que sepan que su decisión pone en riesgo a terceros y puede hacer resurgir enfermedades hoy por hoy erradicadas gracias a la vacunación.
Santiago Roura Ferrer, Profesor asociado Facultad de Medicina, Universitat de Vic – Universitat Central de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.



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