Zona de paz y disuasión



En el debate sobre Defensa y Fuerzas Armadas –de suyo oportuno, vigoroso y hasta ahora racional– se han planteado diversos argumentos que en algunos casos ameritan miradas más cuidadosas. Uno de estos, esgrimido a propósito de la recientemente publicada Política de Defensa Nacional, es la existencia de una Zona de Paz en la región sudamericana. Al amparo de su pretendida vigencia se ha intentado poner en entredicho las adquisiciones de sistemas de armas de las últimas dos décadas, argumentar en torno a una capacidad militar del país supuestamente excesiva y, en definitiva, a través del Dilema de la Seguridad, cuestionar el valor de la disuasión como concepto central de la Política de Defensa.
En consecuencia, es necesario determinar si tal zona existe realmente en la región sudamericana, más allá de la retórica exitista que suele acompañar a estos planteamientos.
En el campo de los estudios estratégicos, la aproximación al concepto de zona de paz es difusa. No existe una descripción ampliamente aceptada del mismo y más bien tiende a identificársele en torno a iniciativas específicas. Una cuestión central en esto es su institucionalidad. Una zona de paz requiere de una arquitectura política y diplomática en la cual sustentarse. A falta de esta, será fundamentalmente retórica. De ahí que puedan ser asociadas a las Comunidades de Seguridad, concepto acuñado originalmente por Karl Deutsh y luego reformulado y ampliado por Adler y Barnett.  En esta lógica, una zona de paz sería la resultante natural de la existencia de una comunidad de seguridad.
Considerando los diversos elementos y perspectivas sobre el concepto, es posible describir a las comunidades de seguridad como estructuras interestatales en las cuales sus integrantes han asumido en forma permanente el diálogo y la negociación como forma de dirimir sus diferencias y al mismo tiempo –y esto es de la esencia del concepto– han descartado el uso de la fuerza entre ellos.
Las comunidades de seguridad se diferencian de las alianzas clásicas en que no se construyen a propósito de un problema común a la seguridad externa (o excepcionalmente interna) de sus integrantes. Dicho de otro modo, el estímulo es la paz en sí misma y el abandono del uso de la fuerza entre sus integrantes, mientras que en las alianzas el factor aglutinante es la existencia de una amenaza común a sus miembros, lo que los hace unirse para enfrentarlo, aunque sus intereses sean individualmente distintos a incluso contradictorios o incompatibles.
Las comunidades de seguridad descansan, más allá de los instrumentos jurídicos que las crean y sostienen, en elementos fundamentalmente subjetivos, especialmente la existencia de una identidad común de seguridad –es decir la adopción de prácticas y doctrinas comunes en la materia–, visiones estratégicas y políticas de defensa compartidas y, en sus formas más desarrolladas, una ausencia de agendas de seguridad propias, las que se transfieren a la comunidad. De igual modo, supone que los Estados que las componen hayan descartado real y definitivamente sus hipótesis de conflicto recíprocas y hayan ajustado su planificación militar y desarrollo de fuerzas a esta realidad.
En esta perspectiva, una mirada –así sea somera– a la realidad sudamericana, sugiere que no hay una comunidad de seguridad propiamente tal. Desde luego, la región carece de una arquitectura de seguridad. El Consejo de Defensa Suramericano, CDS, pretendió serlo y, de hecho, mucho del planteamiento de una zona de paz regional estuvo asociado al Consejo, pero su condición actual, asociado a la de UNASUR, hace inviable tal proposición. En ausencia de tal arquitectura, difícilmente podría existir una zona de paz real. Además, considerando que la creación de un sistema de seguridad es un ejercicio que toma largo tiempo y que normalmente es el corolario de un proceso político, económico e incluso cultural previo, no se avizora su implementación en el corto y mediano plazo.
Todo esto reivindica la disuasión como elemento fundamental de la Política de Defensa, el que –necesario es repetirlo– ha sido consensuado sistemáticamente por el estamento político en los cuatro Libros de la Defensa. No debe olvidarse que el objetivo final de la disuasión es mantener una condición de paz y estabilidad y, por su intermedio, encauzar eventuales disputas de intereses hacia las negociaciones diplomáticas. Desde este punto de vista, y analizado el asunto en profundidad y desapasionadamente, la disuasión no resulta opuesta o incompatible con la cooperación: producida la estabilidad en un escenario estratégico, la tendencia natural entre actores racionales será hacia la cooperación. De esto dan cuenta, por ejemplo, las diversas iniciativas bilaterales de seguridad actualmente vigentes en la región.
Además, la disuasión no ha incentivado competencias armamentistas en la región; en las últimas que se desarrollaron, en los 70 y 80, Chile virtualmente no participó, aunque deterioraron su posición estratégica. Por otro lado, es cierto que el Dilema de Seguridad –en los términos planteados originalmente por Herz y Butterfield y más tarde por Ayoob, especialmente para las potencias emergentes– se manifiesta en la disuasión, pero esto es inevitable, está presente en casi cualquier relación de seguridad (con la excepción de las alianzas estrechas y tradicionales) y se puede manejar por cauces políticos y diplomáticos. Esto requiere, eso sí, un alineamiento real y efectivo entre la política exterior y la de defensa.
En síntesis, en ausencia de una genuina estructura de seguridad regional que constituya la base de una Zona de Paz real y efectiva, para Chile la disuasión es una postura estratégica viable y necesaria, que objetivamente no compromete la seguridad regional, que no ha incentivado carreras armamentistas, y que ha generado condiciones de estabilidad, las cuales, a su vez, han sido la base de esquemas vigentes de cooperación en seguridad en el Cono Sur.

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