¿Es posible desanudar la violencia en la calle?



Al igual que se suele hacer una diferencia entre la aprobación relativa al funcionamiento de la democracia y la legitimidad del régimen democrático, siendo la primera en la opinión pública sustancialmente más débil que la segunda, hay una censura políticamente bastante transversal sobre el ejercicio de la violencia en la vía pública en términos abstractos, junto a una frágil y habitualmente ambivalente evaluación de las prácticas de ataque y destrozo de los bienes públicos y privados en el territorio, generalmente urbano, del país.
Para frustración de muchos, pelotones de uniformados informales vestidos de negro se allegan en grupo y practican una forma de marea que arrasa con todo el orden que encuentran a su paso. Hoy son locales en Lastarria, antes lo fue una comisaría en Peñalolén y mañana puede ser una farmacia o un centro comercial. Lo que pareció un hecho puntual después de un terremoto grado 8,8, las actividades de ruptura “anárquica” que acompañaban las movilizaciones masivas de estudiantes una década atrás, se fueron convirtiendo en una lógica corriente que ha perturbado gravemente al pequeño comercio, la inversión turística de empresarios medianos, el ocio y el centro cívico vespertino y nocturno de una capital que soñó con el desarrollo norteamericano con tintes europeos.
¿Cómo interpretarlo?, ¿qué hacer?, ¿tiene utilidad política? En principio, una hermenéutica simple, nos lleva a condenarlo sin paliativos, pero conduce a donde estamos, nos deja en la situación de partida, como una vuelta de rueda que vuelve a la condena después de un nuevo reventón. No obstante, si se mira al que actúa, parece realizarse con gran motivación, sin logro material evidente, pues a menudo no es un robo, sino una acción con significado para un otro, quizás desconocido. Finalmente, entre un extremo y otro, se termina sin saber qué pensar definitivamente, e igual los muebles calcinados, los semáforos y bancos rotos y las caras de impotencia de la multitud alterada quedan resignados en un silencio inconducente, por el momento.
Respecto al qué hacer, parece que reprimir es la primera respuesta. Actuación policial y detenidos es el repertorio esperado, es decir, ley y acción penal, sentencias y pago de las responsabilidades individualizadas. Sin embargo, la acción interpretada como lucha, el delito prima facie convertido en estrategia de cambio, el antisocial transformado en vanguardia o primera línea, y las pintadas entendidas como consignas fundamento del probable decálogo ético del porvenir componen un lenguaje político que resignifica sin retorno los hechos que juzgados se castigan en los tribunales de justicia del Estado actual.
No cabe duda de que la violencia ha sido un recurso esencial de la política, de su constitución y término. La dictadura comandada por la Junta con Pinochet a la cabeza comenzó su andadura con un golpe de fuerza y conculcó derechos humanos de forma sistemática de principio a fin. La instalación de la democracia respondió como una antítesis, fundando su razón de ser en el acuerdo transicional. A su vez, los acontencimientos de transformación constitucional, y en definitiva de la República actual, fueron instigados por la combustión en forma de llamas gigantes que abrieron una puerta a un movimiento en proceso y por ello de cierre todavía ignoto. No se trata simplemente de la manida “calle”, sino de violencia desde fuera del Estado, cuyo monopolio de la fuerza sufrió una parálisis, todavía irreversible.
“El que a hierro mata a hierro muere”, y el pinochetismo murió de su propia obcecación con la guerra contra un enemigo en gran parte imaginario y por la exclusión de un sinnúmero de ciudadanos pobres y opositores. La democracia concertacionista, incluidos en el mismo espíritu los gobiernos de la derecha, situaron como un principio el imperio de la ley, pero fueron promotores de una fuerte violencia simbólica, construyendo un clasismo que tuvo como ideal al tecnócrata de partido que dejó a las puertas de la inclusión a grandes masas de chilenos de clase media y proletaria. Lejos de idealizaciones, el proceso constituyente que hoy está en curso partió su andadura desde el fuego instigado más allá del aparato público, orilló a la derecha y validó la violencia extra- o exo-estatal como un recurso legítimo en cualquier momento y lugar producto de frustraciones o vehículo de expresión popular. No obstante, sin ánimo alguno de asimilarlos, ni el pinochetismo lo hizo ni esta furia cultiva necesariamente la democracia, lo que debe poner límites al supuesto de que cualquier violencia hoy tiene una naturaleza política que nos eleva colectivamente a un estadio superior.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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