la comunidad que se convirtió en cementerio clandestino



Luis Daniel se excusa por whatsapp. No puede tomar la llamada. 
“Ahorita justamente estamos en una situación de riesgo por una balacera”, escribe el veracruzano de 30 años. 
Luis se encuentra en Campo Grande, una pequeña comunidad de las Altas Montañas de Veracruz, a escasos kilómetros de la ciudad de Orizaba, en la zona centro del estado. Ahí, en un predio de varias hectáreas donde brotan los maizales, él y una veintena de hombres y mujeres que forman parte de un colectivo de desaparecidos buscan a diario fosas clandestinas desde el pasado mes de febrero. 

El día de la balacera es miércoles, 11 de agosto. Faltaban diez minutos para el zénit del mediodía. Ante el tableteo de las armas de asalto, varias de las madres buscadoras sufrieron una crisis de pánico. Tenían miedo y, sobre todo, incertidumbre: no sabían si la balacera iba con dedicatoria para el colectivo, como aquella otra vez en Los Arenales, otra fosa clandestina en la localidad de Río Blanco. En aquel entonces, hace un par de años, el colectivo estaba escarbando la tierra cuando un grupo armado se presentó en el lugar y abrió fuego al aire para advertirles que se fueran. 
Pero en Campo Grande los balazos no iban para las buscadoras. Se trató de un enfrentamiento entre policías y un grupo de presuntos delincuentes que estaba atrincherado en una casa de seguridad, ubicada a escasos metros del cementerio clandestino. La refriega dejó cuatro personas muertas, persecuciones, pánico en la comunidad, y bloqueos carreteros.  
Ya en la noche del miércoles, Luis Daniel tomó al fin la llamada. Pese al susto, la balacera no le pilló tan de sorpresa. De hecho, dice que el suceso retrata muy bien cuál es la situación que llevan años viviendo en la región de Córdoba-Orizaba. 

“Es un secreto a voces que toda esta zona es muy peligrosa”, comenta Luis Daniel. “Y que Campo Grande es un lugar que los grupos delictivos utilizan para esconderse y para ocultar sus crímenes, tal y como muestran las fosas clandestinas que encontramos”, añade el activista, que con una frase lapidaria resume la situación en esta pequeña comunidad rural de apenas tres mil habitantes.
“Campo Grande se ha convertido en un cementerio del crimen organizado”. 
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“Ahí hay cuerpos, búsquenle”
 Araceli Salcedo es la madre de Fernanda Rubí Salcedo Jiménez, una joven de 21 años que fue desaparecido el 7 de septiembre de 2012, cuando sujetos armados entraron a una discoteca y se la llevaron a la fuerza sin que nadie la auxiliara.
Desde entonces, Araceli cuenta que la única respuesta que obtuvo de las autoridades de investigación veracruzanas es que, tal vez, su hija le gustó a algún narco y que como era bonita “la mandó pedir”. Esta respuesta enfureció a la madre y activista, que en octubre de 2015, durante una visita a Orizaba del exgobernador Javier Duarte -hoy preso por lavado de dinero y asociación delictuosa-, salió a su encuentro para hacerle un fuerte reclamo.
“No nos ayudan en nada, señor, aquí está su pueblo mágico donde nos desaparecen a nuestros hijos”, le gritó la mujer al entonces mandatario priista, en una escena que fue difundida por el diario El Mundo de Orizaba.  
Ahora, casi una década después de la desaparición de Fernanda, Araceli se ha convertido en una de las activistas más reconocidas del país. Fundó el Colectivo Familias Desaparecidos Orizaba-Córdoba, que actualmente integra a más de 350 familias de la región, y ha dedicado su vida a la búsqueda de su hija y también a la de muchos otros desaparecidos en Veracruz, estado que ocupa el segundo lugar de entidades con más acciones de búsqueda por parte de la Segob, con 278 jornadas de búsqueda en municipios como Tihuatlán (35 jornadas) y Xalapa (30). 

Una de las últimas fosas que halló el colectivo fue precisamente en la comunidad de Campo Grande, a donde llegaron, como es habitual en los casos de hallazgo de cementerios clandestinos, gracias a un mensaje anónimo. 
“Campo Grande es muy grande, son hectáreas de terrenos con maizales, cañaverales, y chayotales”, explica Luis Daniel, que es fotoperiodista y lleva colaborando en el colectivo desde 2017. 
“Y es un lugar donde hay muchos señalamientos de la misma gente, que de manera anónima llega y nos dice: ‘¿Saben qué? Ahí yo escuché balazos y gritos’. O ‘ahí llegaron personas que dejaron muchas bolsas negras, búsquenle’”. 
En febrero de este año, el colectivo empezó a buscar y, en efecto, tal y como señalaba el anónimo, encontraron las tres primeras fosas. Araceli cuenta que entonces dieron parte a las autoridades de la Fiscalía estatal veracruzana para que, de manera conjunta, iniciaran los trabajos de recuperación de los cuerpos. 
Pero pronto llegaron los problemas.
Suman 38 cuerpos en Campo Grande
“Comenzaron a minimizar el trabajo, diciendo que solo eran tres fosas y que ya ahí se acababa todo”, expone Salcedo, que apunta que las autoridades tampoco les permitían el acceso al predio para documentar la exhumación de los cadáveres. 
Realizaron entonces airadas protestas, y finalmente, luego de una mesa de diálogo, pudieron seguir trabajando. “Y entonces empezaron a salir fosa tras fosa”, dice Araceli.  
En una primera etapa, el colectivo recuperó 16 cuerpos. Todos estaban colocados en secuencia, formando una fila. No tenían ropas, ni credenciales, y estaban “desarticulados”. La única buena noticia es que algunos tenían tatuajes y otras señas particulares, y eso facilitó que se identificaran y entregaran a sus familias los cuerpos de cinco personas, cuatro hombres y una mujer, y que ya esté en proceso de entrega un sexto cuerpo, también de un hombre. 
Después, el colectivo encontró nuevos puntos dentro del mismo predio, y ante la “resistencia” de las autoridades veracruzanas a que se siguiera abriendo la tierra, acudieron con las autoridades federales, con la Fiscalía General de la República y con la Comisión Nacional de Búsqueda de la Secretaría de Gobernación. 
Al poco tiempo encontraron otros 16 cuerpos. “No sé por qué, ni qué referencia pudo haber, pero se encontraron 16 en un predio y otros 16 en otro -detalla la activista-. Y todos con el mismo modus operandi: sin ropa, ni credenciales, colocados en secuencia, y con los cuerpos desarticulados”.
Más tarde, tras el hallazgo de un nuevo punto positivo, el colectivo recuperó más cuerpos en colaboración, ahora sí, con la Fiscalía veracruzana. En total, suman 38, de los cuales, el último se rescató apenas el pasado lunes 9 de agosto, aunque la cifra puede crecer en las próximas semanas: el colectivo halló una nueva fosa clandestina en el predio, justo un día antes de que una balacera desatara el pánico en Campo Grande.
“Dios mío, que mi hijo no esté ahí”
Édgar Isaías Aguirre Alvarado, de 28 años, desapareció luego de que hombres armados se lo llevaran junto a otros dos amigos cuando salían de un bar en la ciudad de Orizaba. Tras el secuestro, los agresores exigieron dinero a cambio de un rescate. La familia lo pagó. Pero Édgar no regresó.
De esto ya pasaron más de dos años, dice Norma Verónica, su madre, que asegura que a pesar del paso del tiempo sigue teniendo “mucha conexión con él”. 
“Es que yo lo sueño mucho”, explica. “Sueño que entra por la puerta de mi casa, me abraza muy fuerte, y me dice: ‘Ya no llores mami, aquí estoy contigo’”.
“Una vez recuerdo que me sentí mal -continúa narrando la mujer por teléfono-. Porque en mi sueño yo agarro fuerte a mi hijo de los hombros y enojada le grito: ‘Pero ¿dónde estabas? ¡Te he andado buscando por todas partes! Y mi hijo nada más me mira fijamente, alza los hombros, y muy triste me responde: ‘No sé, madre. No sé’. Y luego se marcha de nuevo. Porque en los sueños él siempre se marcha. Y entonces yo me despierto otra vez desesperada”.
Norma, de 52 años, se integró al colectivo de la señora Araceli Salcedo hace dos años y tres meses; poco tiempo después de la desaparición de Édgar Isaías, que era propietario de un taller de cristalería y de aluminio. 
En su caso, la mujer explica que las autoridades veracruzanas sí actuaron rápido: acudieron a la unidad especializada en combate al secuestro de la Fiscalía regional, ubicada en Córdoba, y a los cuatro días de la desaparición la policía ya tenía a dos sujetos detenidos. 
“El problema es que esas personas no quieren hablar dónde está mi hijo”, dice Norma, que no le quedó más remedio que, junto con su esposo de 75 años, salir ella misma a la calle a tratar de encontrar respuestas.  
Desde entonces, ha repetido muchas veces el mismo ritual de búsqueda en el colectivo: a las 8 de la mañana se reúnen en un punto acordado, al que llegan familias de buena parte de la región, como Ixhuatlán del Café, Córdoba, Amatlán, Fortín, Nogales, Ixtaczoquitlán, Río Blanco, Orizaba… Ahí esperan a que lleguen las unidades de la Guardia Nacional que la señora Araceli Salcedo, que forma parte del Mecanismo de Protección a activistas de la Segob, gestionó para que acompañe a las brigadas. Y de ahí parten todos en caravana hacia el cementerio clandestino. 
Una vez allí, todos se toman de las manos, realizan una oración “para que Dios nos ilumine en la búsqueda”, hacen un pase de lista nombrando a los desaparecidos, especialmente los de madres y padres de edad avanzada que no pueden participar en la búsqueda, y el ritual concluye con la frase: “Porque la lucha por un hijo no termina, una madre nunca olvida”. 
Luego, todos se dan un aplauso de ánimo, y toman sus varillas, picos, palas, y machetes, y comienza la jornada. 
Norma, que en su vida antes del activismo era una cocinera que trabajaba en fondas, restaurantes, y preparando comidas a domicilio, ya ha participado en el rastreo de múltiples fosas clandestinas, como la de Los Arenales, en Río Blanco, donde lograron rescatar 20 cuerpos antes de que los criminales los corrieran del lugar. No es de las más veteranas del colectivo, pero ya tiene amplia experiencia. Aunque esa experiencia, y sobre todo el transcurrir del tiempo, es lo que también la lleva a ser muy realista consigo misma. 
“El pensamiento de una madre siempre es querer ver a su hijo entrar por la misma puerta por la que salió con vida -expone-. Pero el paso del tiempo también te hace pensar que, tal vez, eso ya no ocurra, y que tienes que aceptarlo”. 
“Por eso -agrega-, cuando voy a las fosas no puedo evitar pensar ‘pues ojalá y que ahí encuentre a mi hijo, y así ya termine mi calvario’. Pero, al ver tanta saña, tanta maldad, y tanta crueldad con la que mataron a esas personas… es cuando entonces todas las madres decimos: ‘Dios mío, que mi hijo no esté ahí’”.  
“La primera vez que participé en una exhumación me puse a llorar”
Miguel Ángel García Muñoz tenía 28 años cuando el 27 de agosto de 2012 salió de su casa en Orizaba. Ese día era lunes. Y Miguel, que por fin se había decidido a estudiar Derecho, se dirigía a su primer día de clases en la Universidad del Golfo de México, en Ciudad Mendoza, a unos 15 kilómetros de Orizaba. 
“Salió de casa muy emocionado, pero ya se le hacía tarde, como siempre”, recuerda entre risas Luis Daniel, su primo, al que siempre consideró más “como un hermano”. 
Miguel tomó un taxi para llegar lo más rápido posible, y antes de las dos de la tarde su tía, la mamá de Luis Daniel, le marcó al celular para preguntarle si ya había llegado a Mendoza. El joven respondió que aún no, pero que ya iba en camino. 
“Minutos después, como a las dos y cuarto, mi mamá le volvió a marcar, pero mi primo ya no contestó el teléfono. Entonces, tal vez por ese instinto de que algo no iba bien, mi mamá le marcó de nuevo a los minutos, y ya entonces saltó el buzón. Y eso fue todo. Nunca más volvió a entrar una llamada. Mi primo desapareció en 25 minutos”.
Desde entonces, Luis Daniel y su familia no han parado de buscarlo, a pesar de que ya transcurrió casi una década. Al principio, cuenta el fotoperiodista, lo buscaban sin mucha idea, limitándose a ir a la fiscalía cada cierto tiempo a preguntar si tenían algún avance, alguna pista. Pero, con el paso de los años, y ante la falta de respuestas, decidieron en 2017 acercarse con el colectivo de la señora Araceli Salcedo, cuya hija Fernanda desapareció diez días después que Miguel Ángel. 
Luis Daniel, entonces, se convirtió en activista. Toma fotografías de la labor del colectivo para hacer exposiciones y libros, pero también agarra el pico, la pala y la varilla para perforar la tierra en busca de respuestas. 
“La primera vez que presencié la exhumación de un cuerpo me puse a llorar”, narra en entrevista. “Sientes, no sé, como un frío. Tienes mucho miedo de que te vayan a decir, ‘oye, aquí hay una identificación y dice Miguel Ángel García Muñoz’. O que alguien saque un tenis, o una playera, y la identifiques. Ese es mi mayor miedo porque, aunque sé que es difícil después de casi diez años, yo espero encontrar a mi hermano con vida”. 

Al mismo tiempo, Luis Daniel asegura que cada vez que encuentran una fosa el miedo se mezcla con una amarga sensación de alivio, en un torrente de sentimientos encontrados.
“Cuando sacas un cuerpo también sientes alegría y hasta cierto punto envidia de la buena. Porque piensas: ‘Bueno, una familia ya va a tener paz, y esa persona va a tener un monumento donde sus seres queridos puedan ir a verle’”.
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 “Para las autoridades somos gente que manchan sus logros”
El problema, claro está, es que antes de llegar a ese punto de identificar una fosa, exhumar el cuerpo, iniciar el proceso de identificación, y entregarlo a la familia, hay muchísimas trabas de por medio, plantea Luis Daniel. 
Por ejemplo, en Campo Grande han tenido muchos problemas con las autoridades locales, y también con las del actual Gobierno de Veracruz que dirige Cuitláhuac García. 
“Las autoridades locales, desgraciadamente, nunca han hecho caso al colectivo. Para ellos somos gente incómoda con nuestras búsquedas y activismo; personas que manchan el nombre de sus comunidades, de sus ciudades, de sus supuestos logros de gobierno”, plantea. 
“Y a nivel estatal, ni se diga. El gobernador es una persona que no ha mostrado nada de empatía hacia nosotros”, agrega Luis Daniel, que matiza que, a nivel federal, sí encontraron en la FGR y en la Comisión Nacional de Búsqueda una mejor comunicación y coordinación para agilizar los procesos; algo de vital importancia cuando se trabaja a contrarreloj en la identificación de restos humanos. 
“Los retrasos son terribles”, subraya al respecto Araceli Salcedo. “Porque en Campo Grande los cuerpos son recientes, tienen todavía piel, tatuajes, señas, y si fueran bien recuperados podrían ser identificados y entregados a sus familias mucho más rápido. Pero, cuanto más tiempo pasa sin procesar los cuerpos, pues el deterioro natural es más rápido, y se dificulta mucho la recuperación y la identificación”, añade la vocera del colectivo, que expone que en múltiples ocasiones han tenido que detener las labores de búsqueda en Campo Grande porque la fiscalía estatal les comunica que no tienen personal suficiente. 
“Dicen que no tienen personal, pero a mí me parece que es una falta de compromiso”, dice tajante la mamá de Fernanda Rubí. “Por ejemplo, en la fosa de Los Arenales se recuperaron 20 cuerpos, y solo se han entregado dos a las familias. Es decir, dos años después, 18 siguen sin un dictamen pericial porque las autoridades se avientan la bolita unos a otros”. 
“Ya deja de estar chingando en Campo Grande”
Otro factor que dificulta el trabajo de las buscadoras es la inseguridad, aunque según las estadísticas oficiales Veracruz experimentó un ligero descenso en los homicidios en este primer semestre de 2021: 596, un 10% menos que en 2020. 
Aún así, las desapariciones continúan brotando en este estado, que tiene localidades como Úrsulo Galván, con 77 fosas, y Playa Vicente, con 66, en el top diez de municipios con más cementerios clandestinos del crimen, según datos de la Segob. 
Mientras que en la región de Córdoba-Orizaba las desapariciones se han vuelto casi tan cotidianas como la balacera del pasado miércoles en Campo Grande. Un ejemplo reciente fue el caso del doctor Roberto Ventura, quien fue desaparecido en la Nochebuena del 2020 cuando salió de su trabajo en el Hospital Regional de Río Blanco, y apareció meses después enterrado en una fosa ubicada en una casa de seguridad en la ex hacienda de Jalapilla, a escasos cuatro kilómetros de Orizaba. 
Pero, al margen de los homicidios y de las desapariciones, los colectivos de búsqueda en México están enfrentando en este 2021 un hecho inusual: los ataques del crimen organizado hacia su activismo. Una línea roja que se ha traspasado en Guanajuato, donde el pasado 29 de mayo fue asesinado Javier Barajas Piña, de 27 años, quien buscaba a su hermana Guadalupe, y en otros estados, como Sonora, donde el pasado 15 de julio fue asesinada a tiros Aranza Ramos, que buscaba a su esposo Bryan Omar Celaya Alvarado, desaparecido en Guaymas. 
“Es algo que sí nos preocupa mucho”, admite Araceli Salcedo. “Siempre nos estamos monitoreando entre compañeras, pero claro que no estamos exentas de las amenazas ni del acoso. Por ejemplo, en Campo Grande, he recibido mensajes en los que me dicen que ya deje de estar chingando”. 
“Claro que es una situación que nos da miedo”, concede por su parte Luis Daniel. “La gente mala sabe qué es lo que hacemos, y quiénes somos. Por eso tratamos de ser discretos, no hablar de más, y cuidarnos mucho entre nosotros, aunque el miedo existe”.  
Sin embargo, no tienen pensado detenerse. “Siempre he dicho que el amor hacia nuestros desaparecidos y la esperanza es más fuerte que el miedo”, hace hincapié Luis Daniel. “Eso es lo que nos hace venir todos los días a Campo Grande a buscar respuestas. Y así vamos a continuar, hasta que Dios lo permita”.
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