Castigar sin derecho(s) – El Mostrador



Cuando pensamos en lo que cotidianamente entendemos por castigar, como forma de interacción personal, es probable que en la mayoría de los casos seamos capaces de reconocer ciertos elementos propios de esta práctica: por un lado, que quien castiga lo hace en virtud de cierta autoridad para hacerlo y, por otro, quien es castigado lo es por algo que ha hecho para merecerlo[1]. En este sentido, el castigo resulta permisible solo cuando tiene lugar en una relación en la que “castigar” es una forma apropiada de interacción entre personas[2].
Desde una perspectiva política, el sistema de justicia penal[3] enfrenta un desafío de legitimidad similar al aplicar un castigo penal, mediante la imposición de penas. En este contexto, el Estado como representante de una comunidad política, está legitimado para restringir los derechos a cualquiera de sus miembros, pues, en tal calidad, estos deben responder por sus acciones en tanto pertenecen a dicha comunidad
Sin embargo, en nuestra sociedad existe un grupo de personas que se encuentra excluido de esta relación político-comunitaria y es, precisamente, el que experimenta el mayor rigor punitivo junto a la menor participación de los beneficios que el Estado pretende proteger a través del castigo penal. Se trata de las personas privadas de libertad, quienes no solo se encuentran excluidas física y socialmente a través del encarcelamiento, sino que, además, el sistema penal se ha encargado de profundizar esta marginalidad mediante una exclusión política de la interacción individuo-comunidad.
En Chile, hoy en día existen alrededor de 13 mil personas privadas de libertad que, pese a estar habilitadas para votar, están imposibilitadas fácticamente de hacerlo, ante la falta de soluciones institucionales (Servel; Genchi) para ejercer tal derecho al interior de las cárceles[4]. Si bien las prisiones son instituciones que en su funcionamiento operan fuera de la ley, esta marginalidad política es –a su vez– consistente con una lógica de exclusión que está enraizada en nuestras bases institucionales: es nuestra misma Constitución la que establece la suspensión del derecho a sufragio para toda persona acusada por un delito que merezca pena aflictiva (mayor a 3 años y 1 día), o que la ley califique como conducta terrorista; y la pérdida de la ciudadanía para las personas condenadas a cumplir penas aflictivas.
Esta exclusión política –e institucionalizada– plantea ciertos problemas para la legitimación política del sistema penal, en un sentido mucho más práctico de lo que parece. La interacción política entre individuo y comunidad estatal es la relación que justifica que, en contextos penales, esa persona deba ver restringidos sus derechos (le quiten, por ejemplo, su libertad) para contribuir al estatus de la comunidad. Si consideramos que la ciudadanía y su ejercicio político son un vínculo de pertenencia a una comunidad[5], negar estos derechos políticos equivale a negar que esa persona pertenece a nuestra comunidad. El efecto práctico es que tales restricciones políticas convierten a la cárcel en un espacio institucional creador de individuos “no-votantes”, cuyas opiniones, preferencias y necesidades terminan sin representatividad, excluidas de la agenda política y, así, fuera del proyecto de vida en comunidad que se esté desarrollando en ella.
El proceso constituyente encarna una oportunidad histórica para construir nuestro propio proyecto democrático, a partir de una reflexión colectiva sobre los cambios estructurales que queremos generar como comunidad. Y la participación política en este escenario cobra un significado especial de pertenencia e inclusión para un grupo de personas sistemáticamente marginado.
La privación de libertad es, de por sí, un estatus excepcional que precariza la vida de una persona, tanto a sus familiares como a su círculo cercano, al punto de reducir al mínimo sus capacidades, expectativas e intereses, a expensas de la estabilidad y progreso de una comunidad que no les reconoce. En un sentido más literal que simbólico, el castigo penal llega al extremo de diluir el propio vínculo que legitima su intervención. Porque, volviendo a la estructura del castigo, cuando este no es apropiado ni existe una relación que justifique su imposición, en el mejor de los casos podríamos catalogarlo como un castigo injusto; en otros, solo de violencia.
 
 
[1] Sobre la relación entre Estado, comunidad y castigo, ver: Anscombe, G. E. M., 1990: “On the Source of the Authority of the State”, en Raz, Joseph (edit.) Authority (New York: NYU Press). pp. 142-173.
[2] Para un análisis más desarrollado sobre la justificación del castigo penal y su justificación desde una perspectiva política, ver: Lorca, Rocío, (2020): “Las fronteras del derecho a castigar. Consideraciones sobre la legitimidad del castigo a extranjeros”, en la obra Mujeres en las Ciencias Penales. Thomson Reuters.
[3] Bajo el concepto de “sistema de justicia penal”, considero como tal a todas las normas, instituciones y prácticas que convergen en la persecución estatal y ejecución penal.
[4] Este impedimento fáctico de sufragar ya fue reconocido como atentatorio a los derechos fundamentales por la Corte Suprema, en sentencia Rol: 87.743-16.
[5] Marshall, Pablo (2013). “La persecución penal como exclusión política”. En Muñoz, F. (editor). Igualdad, Inclusión y Derecho. LOM Editores.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.



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